SOCIEDAD › COMO ANIQUILA LA DROGA DE LOS POBRES
Los muertos del paco
Romina Albarenga rondaba Constitución, robaba para conseguir la pasta base y murió después de que su cuerpo se desintegrara por la droga. Su caso es revelador sobre el efecto que el paco está haciendo entre los jóvenes pobres. Cómo fue impuesta la droga en las villas. Las otras historias. Los fumaderos.
Desde un colectivo la vio correr entre los autos, por la avenida Corrientes. Iba con el novio con el que comenzó a fumar. Hacía tiempo que robaban para consumir. Pensó: recién deben haber asaltado a alguien, qué flaca que está, tiene los ojos salidos. Se bajó del micro. Alcanzó a golpear el capó del taxi al que subieron. Romina Albarenga se dio vuelta y la miró: se estaba riendo. Es una de las últimas imágenes que Roxana guarda de su hermana, Romina, 23 años. Fue meses antes del paro cardiorrespiratorio que sufrió a fines de junio en el hospital Muñiz por una insuficiencia pulmonar, tras años de consumo de paco, el desecho de la cocaína que amenaza con diezmar los territorios de la exclusión. Aquí, una inmersión en los fumaderos de las villas tomadas por el paco y el relato de los adictos, víctimas de una nueva forma de eliminación, tan efectiva que genera ganancias hasta su destino final, la muerte.
“Hay una chica que murió”, me dice en un desayuno de pibes de la calle de Constitución una de las personas que la conoció y pudo ver su caída libre sin lograr frenarla. Se ha dicho y se ha oído muchas veces que el paco es una droga que mata. Pero es la historia de Romina Albarenga la primera en ser reconstruida, en ser rastreada entre los jóvenes que durante los últimos cinco años quedaron muy lejos de la políticas públicas. Lo cierto es que Romina Albarenga, a lo largo de un mes de búsqueda, pasó de ser un dato, una muestra del horror, a dar pistas ciertas sobre el nivel del drama social, sobre la compleja estructura de las ilegalidades. Romina, de pronto, era una mujer con sentido del humor, con cinco hermanos y cuatro hijos que quedaron huérfanos el 27 de junio pasado por la mañana.
El ansia argentina
Romina era la chica que solían ver los vecinos de Constitución y San Telmo merodear los coches a los que su novio les robaba el estéreo. Los revendían en un negocio de la calle Libertad y cada día, durante los últimos ocho meses, se encerraban en una casilla hecha de telas y cartones bajo “el puente de Canal 13”, como le dicen en la calle a ese tramo de la autopista que se ve tras los conductores del noticiero de TV. Se encerraban a fumar. Es en la misma zona en la que su hermano Tito, de 24, la recuerda libre, fuerte, líder, golpeándolo cuando él se internaba junto a su primo, el Colo, en los fumaderos que inauguraron, hace unos siete años, el consumo frenético de la droga, en las villas del sur de la Capital: la 21 y la Zabaleta.
Allí, en los límites pobres del distrito menos pobre del país, fue donde el paco logró lo que los expertos llaman “territorialidad”. Los dealers pioneros –La Sofía, El Leo, La Ramona, El Pato Marrueco– protagonizaron, con el fin del uno a uno, “la inyección de la paste base”, tal como se bautizó la operación por la cual durante una temporada los pibes de la zona fueron privados de marihuana y cocaína para cebarlos con la droga que en Colombia se conoce como “basuco” o como “el ansia”. Así el mercado se adaptó al caro precio de la cocaína y le dio cauce a una droga con todas las condiciones para triunfar. A tal punto que cuando se le pregunta a Tito cuántos están vinculadas con el paco, dice: “Es como decir cuánta gente hay en este barrio. Todos fuman, muchos venden”.
La mercancía
perfecta
En las oficinas de los juzgados de menores de Quilmes puede verse en el pasillo. Es raro: las imágenes de la extrema pobreza estaba reservadas a las del horror de la desnutrición. Aún no hay una estampa de estos cuerpos que van más allá: avanzan en su deterioro hasta la desintegración y resulta angustioso describirlo. El daño cerebral y físico que produce va hacia lo que la socióloga Alcira Daroqui define como “el camino hacia el no sujeto”. Daroqui, experta en cómo se producen eliminaciones entre los jóvenes más pobres, está harta de verlo en el juzgado en el que trabaja. “En ellos y ellas hay una pérdida de conciencia del cuerpo. Las dos chicas que internamos hace poco tenían sífilis y pérdida de pelo, se les cae y se les forman chancros. Una de ellas me dijo: ‘Yo agradecí haberle dejado mi piba a mi papá aunque él era violento, porque si no, yo era capaz de haberla vendido’.”
¿Pero el paco mata? El paco, en sí mismo, no produce una sobredosis. Destruye de a poco. El adicto terminal muere por el deterioro o por el descuido. Pablo Maldonado, preso por robar para consumir, se quemó junto a los demás detenidos en la comisaría 4ª de Quilmes. Era su primera detención. Alcira Daroqui no puede olvidar al pibe que, intoxicado de paco, literalmente se ahogó en un charco.
La lectura de Daroqui coincide con la hipótesis de esta crónica: en el paco el proceso de eliminación progresa, avanza, llega a su punto final mientras de manera permanente genera rentabilidad en el sistema. Algo parecido ocurre en la trata de blancas con las mujeres secuestradas: mientras son inyectadas con cocaína y obligadas a atender clientes sus cuerpos van hacia la deformidad, ellas hacia la locura. Desaparecen, se vuelven desechables, pero hasta el fin generan ganancia. Daroqui sostiene que el paco además tiene la condición sine qua non de la mercancía capitalista: masividad. Su precio, un peso la dosis, la vuelve supuestamente accesible para los que casi nada tienen. El efecto es instantáneo. Se consume rápidamente: dos aspiradas, dos soplidos para adentro, y el polvo pasa por la ceniza o la virulana con la que la mezclan en una pequeña pipa de metal para llegar al cerebro. Deja en los pulmones el rastro de un ácido: los consume y provoca un enfisema.
La Piojera
Marcos se encoge sobre sí mismo sentado en uno de los fumaderos que funcionan como living en el medio de la villa Los Eucaliptos, en Bernal Oeste, partido de Quilmes. Entrar es posible si se va con un conocido, con alguien que cotidianamente entra por ese pasillo con el ansia de fumar. Pablo es uno de ellos. Pablo está en la frontera entre los que han perdido todo –familia, trabajo, posesiones, salud– y los que comienzan a perderlo. Tiene una novia que está embarazada. Trabaja como soldador, no gana tan mal, pero trabaja doce horas de lunes a sábado. Comenzó hace tres años. Vio cómo sus amigos, medio barrio, adelgazaron, “se enmagrecieron”, como dicen los médicos. Cómo llegaron a robarle a la madre. Tiene miedo por él mismo.
–¿Qué placer da fumar paco? –pregunto.
Pablo no sabe. Compra en la villa Los Eucaliptos –una villa con un alias: La Piojera– y allí mismo puede quedarse a fumar los primeros saques, porque eso está calculado en la estructura precaria pero efectiva del paco. Las mujeres y los hombres se asoman a las puertas de los ranchos como si se tratara de una zona roja. Desde una punta a otra del pasillo vocean su mercancía como si se tratara de un mercado popular. Unos diez pibes, de cuatro, cinco, seis años, juegan a la guerra con bombitas de agua. Dos perros se agarran por un hueso. La cumbia anuncia un viernes largo. Se vive cierto clima de fiesta. Todos sonríen. “Pasen al rancho, muchachos”, invita un tranza de short y ojotas.
Un esqueleto de lo que fue una pieza y un patio con paredones que parecen bombardeados han sido convertidos en fumadero. En Colombia les dicen “ollas”. La de Bogotá llegó a ser la más grande del mundo: una manzana de gente fumando y muriendo en el centro de la ciudad. Este es mínimo. Pero como éste hay demasiados: solo en La Piojera unos cinco. Pablo se sienta, empuña la pipa, fuma. Es lindo. Es un morocho de flequillo. Aspira. Enmudece. A su lado, Marcos, el pibe, procede igual. Y un tercero, de unos 18 años, que no estudia ni trabaja, dice que si su vieja lo ve lo mata. Pero como nunca está no sabe que él rapiña en la calle para terminar encerrado ahí. Marcos no habla; mira con la cabeza a un lado y otro como un pequeño búho de ojos enormes. Ya es muy flaco. Los brazos son dos sogas que salen de la remera gigante: en ellos se ve la sarna que lo ha tomado y los rastros de sangre, porque se rasca y no puede parar. “El deterioro es tal que pierden el lenguaje”, dice Daroqui.
–¿Cuál es el placer? –insisto.
–No hay placer, te sentís mal apenas fumás, querés más y si no tenés te angustiás. Te duele todo. Te rompe todo. Te duelen los huesos, las piernas, las rodillas, los codos. Hay personas que escupen pedazos de pulmón. Es muy destructivo. No te das cuenta de cómo estás. Te quema. Te agarra algo como una taquicardia. Es parecido a la merca. Te la podría comparar con picarse. Prender el fuego, el encendedor... Yo no puedo ni hablar. No quiero ni ir a comprar una cerveza.
–No puedo creer que no haya un placer.
–El placer es ir a comprar. Tenerla en el bolsillo.
El día anterior Pablo cayó preso por eso. Así explica su detención. Cuando vio venir al policía sacó las 20 dosis del pantalón y las guardó, como caramelos, en la mano cerrada. “No pude abrir el puño, podría haberla dejado caer, no se hubiera notado, pero no pude deshacerme de ella.”
Cordero atado
Romina Albarenga tampoco pudo deshacerse del ansia. Pero se deshizo de ella misma. Y en esa misión tuvo compañeros de ruta: primero su novio Gustavo. Luego, cuando él cayó preso, su novio José. Sobre el final, y matizada con las peleas entre ambos, los dos al mismo tiempo. Así lo cuenta el Oso, un ex obrero calificado que anda con su carro por Constitución. “Fue un calvario el de la piba. A veces me siento un poco culpable. Pero tampoco se la podía sacar de ahí. Fue un desastre medio organizado. Ella me contaba: ‘Yo no quería robar, pero me decían cagona de mierda’ y lo tuve que hacer tarde o temprano. Con la droga igual.” Romina conoció Constitución cuando su mamá, en el extremo de la pobreza, tuvo que salir con ella y con Tito a juntar latitas. Luego regresó con el hermano y juntos aprendieron a pedir, a robar y a querer la calle, a refugiarse en las ranchadas de pibes. Cuando su mamá la fue a buscar, cuenta Roxana, salieron chicos de todas partes a ayudarla. No se quería ir. Se la llevaban de los pelos, pero volvía a escapar.
Tito asegura que Romina y su primer novio solían perseguirlo a él y al Colo cuando ellos eran adictos, hace unos cinco años. Roxana, la hermana que a los doce tuvo que hacerse cargo de todos y trabajar, no le cree. Si bien descubrió muy tarde una pipa escondida en un colchón piensa que la autodestrucción de Romina llevaba más de seis años. En ese lapso, Romina fue madre cinco veces. Su primer hijo murió poco después de nacer. Los otros cuatro viven con la familia. Roxana terminó el secundario, habla como cualquier joven universitaria y trabaja como empleada doméstica en Palermo. Nunca se drogó. Luce una fuerza descomunal. Perdió a su esposo y su hija en un choque; ella misma, ahora a cargo de los cuatro chicos de su hermana, es una sobreviviente de la tragedia familiar.
El Oso, sombrío señor de la calle, temeroso de cualquier identificación, dice que él le dio de comer a Romina Albarenga durante los últimos días, cuando la toz ronca de sus pulmones la doblaba en dos. Hacía ocho meses que ella dormía en la calle Tacuarí, bajo la autopista. Había caído internada en terapia intensiva del hospital Muñiz el 15 de abril. Esa vez el examen de VIH le dio positivo. Cuando lo supo se arrancó el suero y escapó del Pabellón 3 en camisón. El Oso la recuerda como a una hija de las que él mismo dejó de ver cuando el alcohol y el desempleo lo dejaron en la calle: “En sus momentos de lucidez quería salir de todo. Sabía que se iba a morir”. “Hoy me siento mal, me estoy por morir”, le decía. Ese pronóstico se lo reiteró a su familia cuando una noche de abril apareció a las cuatro de la madrugada en Dominico, medio borracha, escuálida, con la misma ropa que llevaba el día en que Roxana la vio correr como una fugitiva: una chomba negra con cuello y un pantalón que le bailaba aferrado con un cinturón a los huesos de la cadera. “Siempre pensé que si le dábamos posibilidades, si no le cerrábamos todas las puertas sería mejor, pero esa noche los chicos dormían, ella con los ojos hundidos, tan pero tan flaca, que no quise que los viera”, dice Roxana y se debate entre esa decisión y la culpa. “Ella ya varias veces había dicho que se iba a morir. Fue igual que la fábula del lobo: que viene el lobo, una, dos, tres veces, y no creés. Pero al final el lobo viene.” Y es mortal.