Martes, 16 de marzo de 2010 | Hoy
Por Washington Uranga
La decisión de Ariel Alvarez Valdés de abandonar su condición de sacerdote católico no es otra cosa que el final de una larga historia de desencuentros entre el biblista y el poder eclesiástico. Lo que se discute, más allá de las cuestiones científicas que encierra el estudio de la Biblia, es quién tiene el poder en la Iglesia para interpretar los libros sagrados. Y ese poder, ciertamente, no emana del conocimiento científico, sino que radica en quienes controlan los resortes institucionales. De acuerdo con la concepción eclesiástica hegemónica, reforzada durante el gobierno pastoral de Benedicto XVI, no existe libertad en la Iglesia Católica para la interpretación de los textos bíblicos por fuera de los parámetros que fija la institución.
Pero ciertamente lo que más molesta a las autoridades eclesiásticas –desde el Vaticano hasta las locales– es que el biblista Alvarez Valdés haya avanzado en el campo de la divulgación popular, introduciendo en ese ámbito “afirmaciones problemáticas” que, a juicio de los obispos, causan “perplejidad” en la feligresía. Se podría decir que la institución eclesiástica, y los obispos en primer lugar, descreen de la madurez y de la capacidad de sus fieles para sacar sus propias conclusiones frente a interpretaciones y estudios exegéticos que salen de los cánones habituales y considerados ortodoxos.
Quienes se han mantenido firmes en sus convicciones y en la decisión de no desdecirse a pesar de las amonestaciones oficiales, sean estos teólogos o biblistas, han corrido la misma suerte del cura santiagueño: o se van, o los echan. Otros, en cambio, eligen el camino del silencio, la sumisión o la retractación, aun en contra de sus convicciones y para no verse marginados. Antes de tomar la decisión que ahora adoptó, Ariel Alvarez Valdés recorrió un largo camino de diálogos y negociaciones y también buscó, a través de la difusión de sus ideas, un respaldo exterior a la Iglesia y de sus colegas teólogos y biblistas. Ese apoyo no llegó o no fue suficiente contra el poder institucional que monopoliza la ortodoxia interpretativa de los textos bíblicos.
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