Viernes, 30 de mayo de 2008 | Hoy
TEATRO › ILUSOS Y PARECE SER QUE ME FUI, IMPECABLES PROPUESTAS DE CLOWN
Los espectáculos de la compañía Clun y de la directora Raquel Sokolowicz interpelan a un público diverso a través de historias simples, cuidadas en sus mínimos detalles, que construyen universos irreales para estimular la fantasía.
Por Carolina Prieto
Pocas veces grandes y chicos salen contentos de un mismo espectáculo. Que una obra conmueva, divierta o sorprenda a generaciones distintas es un fenómeno poco frecuente. Tal vez porque además de sugerir varios niveles de lectura, la pieza tiene que entrar en una zona delicada que le permita rozar la sensibilidad del adulto sin golpes bajos y recuperar así su capacidad de vibrar con lo más simple. Ilusos, de la Compañía Clun, y Parece ser que me fui, unipersonal de Marina Barbera dirigido por Raquel Sokolowicz, lo logran con creces: son dos propuestas de clown cuidadas en sus mínimos detalles, que dejan en claro que esta disciplina puede ir mucho más allá de la risa, producir un amplio espectro de emociones e interpelar a un público diverso.
Desde hace más de diez años, Clun ofrece puestas que combinan una estética deslumbrante, humor y un alto vuelo poético, como Elemental y Allegro ma non troppo. Ahora, el grupo presenta su última creación (los sábados a las 23, en el Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034) con una escenografía hecha de papel. Rollos que devienen increíbles olas de mar, un gran tapete hecho de retazos que cruje con los pasos del elenco, avioncitos, grullas: toda una marea de distintas clases de papeles, apenas delimitada por lucecitas. En ese espacio irreal, bañado de melodías sutiles que crean una sensación acuática, cinco personajes asoman con sus deseos e insatisfacciones a cuestas. Los expresan sin vueltas, a través de la palabra, el cuerpo, algún objeto o mecanismo extraño, e intentan concretar sus sueños con ayuda de los demás. Así es como una chica necesita que le levanten la autoestima, otra se desvive por encontrar un amor y se contenta con un postre. O un petiso de traje marrón y simpática peluca se monta en unos zapatos altísimos, casi zancos, como para ver el mundo desde las alturas y desplegar su facha, pero se embarca en un camino peligroso en el que no le resultará fácil sostener el equilibrio y menos aún su actitud de winner.
Otro, de piloto azul y mirada tierna, casi un Principito, se lanza contra todos los pronósticos a un strip-tease y termina en slip, tirado en el piso, acosado por cuatro Barbies que lo llevan al éxtasis y al placer sadomasoquista. Más tarde, intenta volar. Se calza un arnés, y si logra planear en círculos y sentirse liviano es porque detrás está el retacón que hace de contrapeso y no para de estrolarse. El sueño se termina pronto, con golpes y caídas para ambos. ¿Músculos exuberantes? El tercer varón los desea y se vale de un método insólito que hasta le hace crecer el pene. Pero la gloria dura poco. Como dice el director Marcelo Katz: “Comenzamos abordando el tema de las ilusiones y constantemente se nos colaban las desilusiones. Así es como el espectáculo se convirtió en un trabajo sobre la ilusión y la desilusión, sobre la necesidad de creer y los niveles de necedad y ceguera a los que ésta nos lleva, adentrándonos en territorios cómicos, tristes, dolorosos y ridículos”.
Hacia el final, las mujeres redoblan la apuesta. Una de ellas, con el cuerpo totalmente cubierto y la carita que emerge del suelo, escupe desde allí sus necesidades afectivas en un monólogo imperdible, con mucho de asociación libre. Las dudas, las renuncias y los consuelos se diluyen mientras el rostro vuelve a meterse dentro del manto de papel. Por momentos, el pasaje de un personaje a otro es muy fluido: cuando una ilusión acaba, una luz guía la mirada del espectador al personaje siguiente, que desplegará su deseo y así sucesivamente. Un mecanismo aceitado de apariciones y desapariciones que se parece bastante al funcionamiento psíquico: recordamos un sueño con toda su fuerza, luego decae y en las noches siguientes sobrevienen otros y otros.
A pesar de no usar las típicas narices rojas, Clun es una compañía de clowns y las bases de esta técnica están más que presentes: el trabajo desde lo simple, la mirada casi constante al público, la interpelación. Como cuando la romántica empedernida desenrolla una alfombra para acercarse a los hombres de la platea en busca de una coincidencia total en gustos y, por tanto, imposible. En el cierre, un baile con máscaras barre las penas, dispara el juego y renueva la alegría a pesar de las frustraciones.
Parece ser que me fui (los sábados a las 21 en NoAvestruz, Humboldt 1857) propone, en cambio, un juego más abstracto de la mano de Marta, una mujer-niña embarcada en un viaje mental hacia el mundo externo. Formada con los popes del clown local como Cristina Martí, Guillermo Angelelli y Gabriel Chamé, Marina Barbera deja todo en la piel de un personaje entrañable que lo único que tiene es su sillita, su cartera y sus pensamientos, floridos y graciosos al extremo. Mientras los espectadores ingresan, ella –de vestidito floreado, largavistas, nariz roja, gorro y extraño calzado– espera sentada en un rincón de un espacio tan vacío como su estado emocional, con ojos y pequeños sonidos que expresan desolación y encierro, antes de lanzarse a un recorrido en el que aflora su mundo interno, poblado de inocencia, interrogantes, incertidumbres y acosos. La expresividad es muy alta; las ocurrencias, hilarantes; y la transformación del espacio mediante luces, sonidos y los movimientos de la actriz, sorprendentes. Queda claro que no es una pieza para niños, pero sí para jóvenes y adultos. “¡Me tengo que dar un montón de libertades!”, se dice en cierto momento Marta. Y sobre el final, queda la sensación de que todo lo que se vio ocurrió en su cabeza, y acaso la única libertad que pudo darse es imaginar ese viaje. “Lo maravilloso del clown es la posibilidad de establecer una relación con el público. No me preocupa si el vínculo genera risa, tristeza, angustia. Lo importante es que al espectador le pasen cosas; y en esta obra hay mucha gente que no se ríe”, asegura la directora, uno de los referentes centrales en esta técnica. Para la intérprete, el humor es la herramienta que le permite meterse a fondo con los tormentos del personaje: “Para abordar el material necesité poder reírme. La risa me ayuda a tomar distancia y desde ahí puedo trabajar. En este sentido, la nariz roja, una máscara tan chiquita, me ayuda a entrar en el juego y en la transformación”.
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