Lunes, 23 de diciembre de 2013 | Hoy
TEATRO › BALANCE DE LA TEMPORADA TEATRAL 2013, CON UNA CARTELERA POBLADA PERO CON PROBLEMAS PARA MANTENER LAS OBRAS
La historia y sus mitos estuvieron muy presentes en las obras estrenadas este año, lo mismo que las cuestiones sobre el amor, la libertad y la muerte, e incluso la reflexión sobre el propio teatro.
Por Hilda Cabrera y Cecilia Hopkins
Cuando en el repaso anual de la escena porteña interesa saber qué temas inspiran a sus creadores surgen invariablemente la historia y sus mitos, la relación con los otros y las cuestiones sobre el amor, la libertad y la muerte. La historia estuvo presente en las obras de 2013, de modo tangencial o directo, y con diferente intención y estilo. Ejemplos de esa variedad y resistencia a las sujeciones se encuentran en la forma de abordar los temas. En Nada del amor me produce envidia, de Santiago Loza, la costurera que compone Soledad Silveyra le otorga rango de “fatalidad” a tener que decidir a quién entregar el vestido que desean la poderosa Eva Perón y su contrincante más famosa, la cancionista Libertad Lamarque. Por otro lado, el rescate histórico y no mítico hecho en Las putas de San Julián, reconoce otras “fatalidades”. Este episodio, narrado por el escritor y periodista Osvaldo Bayer en La Patagonia rebelde, pasó al teatro, dirigido por Rubén Mosquera, y con un plus, porque Bayer se dio el gusto de actuar. Otros enfoques aludieron a la masacre de Ezeiza: el actor y director Pompeyo Audivert presentó Edipo en Ezeiza y la instalación Museo Ezeiza 1973. Hecho histórico (el regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina) que tomó a su vez Jorge Gómez en Limbo Ezeiza.
En un año socialmente violento y grotesco, el teatro mezcló disciplinas y no olvidó a los clásicos para mostrar obras donde el sinsentido adquiría sentido (¿una vuelta al surrealismo o el existencialismo?). El voyerismo colectivo creció dando actualidad a una pieza de Adriana Tursi, Reconstrucción frente al mar, que retornó a la escena dirigida por Edgardo Dib. En otra línea, Ya nada será como antes, su autor, Pedro Gundesen, y el director Manuel Iedvabni mostraron a una pareja de hermanos que se eterniza en la infancia para hablar de mitos históricos y sociales. La idea de reconstruir parte de la historia argentina desde un único lugar fue el inicio de Mau Mau o la tercera parte de la noche, de Santiago Loza, con dirección de Juan Parodi. Ampliando el panorama, Danzon Park o la maravillosa historia del héroe y el traidor, de Arístides Vargas, recreó con “realismo mágico” las metamorfosis de las revoluciones latinoamericanas. De sobornar al olvido, obra de Enrique Papatino y puesta de Enrique Dacal, rescató ideales de la Revolución de Mayo a través del ficcional encuentro de la esposa del general Las Heras y la viuda de Juan José Castelli; y sobre tiempos lejanos, Los hijos de Rosas, de Alejandro Bovino Maciel y dirección de Jorge Graciosi, le apuntó al feudalismo político. A su vez, Manuel Santos Iñurrieta, en Mientras cuido a Carmela, propuso un viaje hacia las utopías y los sueños desde la política, el cine y la poesía.
Con enlaces más directos, y atento a un teatro “forjador de mitos”, Héctor Levy-Daniel creó Los hechizados; y Julio Molina se refirió en Panza verde a la crisis de 2001, desde la visión de una familia vinculada a un pasado de guerras y caudillos. El “esperpento”, la decadencia social y el interrogante sobre el compromiso de los intelectuales fueron expresados por el director Julio Ordano en su versión de Luces de Bohemia, de Ramón del Valle Inclán; y Roberto “Tito” Cossa señaló en Daños colaterales las marcas que dejó la dictadura al radiografiar el presente de un ex represor, encargado de la seguridad de un edificio. Tampoco el grupo Catalinas Sur mostró indiferencia, y conducido por Adhemar Bianchi resumió en Carpa quemada aspectos de la historia argentina desde los fastos del primer Centenario hasta hoy. Incursionando en la geografía histórica se ofrecieron obras que pugnaron por enlazar con el presente: El león en invierno, del estadounidense James Goldman, con Daniel Fanego y Leonor Manso; Tierra del fuego, de Mario Diament, dirigida por Daniel Marcove, sobre los derechos territoriales de israelíes y palestinos; e Incendios, del libanés, nacionalizado canadiense, Wajdi Mouawad, espectáculo abarcador sobre la muerte y la guerra civil, con dramaturgia y dirección de Sergio Renán y un destacado trabajo de Ana María Picchio.
No es habitual toparse con obras que produzcan tanto desgarro como Asuntos pendientes. La propuesta de Eduardo “Tato” Pavlovsky y su equipo –esta vez bajo la dirección de Elvira Onetto– transparentó “la monstruosidad generada por la violencia social”. Esta enumeración lo dice todo: venta de niños, pobreza extrema, asesinato, incesto, gatillo fácil... Otra mirada sobre el presente ha sido la del grupo Morena Cantero Jrs., que se refirió al asesinato de Mariano Ferreyra en Parpadeá si me escuchás, de Iván Moschner y Luciana Morcillo. A modo de rescate surgió la reposición de Miembro del jurado, de Roberto Perinelli, dirigida por Corina Fiorillo, un policial escrito en tiempos de la dictadura sobre un caso de venganza por mano propia.
Intérprete excepcional del ciego y paralítico Hamm, de sus réplicas socarronas y giros poéticos, el actor y director Alfredo Alcón supo reunir a un elenco que sobresalió con Final de partida, de Samuel Beckett, en el infaltable rubro de los clásicos, donde se encuentra también al inspirador de Querido Ibsen: soy Nora, de la novelista, dramaturga y ensayista Griselda Gambaro. En esta obra, dirigida por Silvio Lang, Gambaro abre el juego y permite a Nora interpelar al autor de Casa de muñecas (Henrik Ibsen) al convertirlo en personaje. De Albert Camus se estrenó Los Justos, en traducción de Francisco Javier, dirigida por Agustín Alezzo; y Anton Chéjov motivó la creación de Un Vania, de Marcelo Savignone (sobre Tío Vania), y otros montajes por distintos elencos. No faltaron Federico García Lorca ni August Strinberg (Pascua), un toledano del siglo XVII, Francisco de Rojas Zorrilla (Los áspides de Cleopatra); Pedro Calderón de la Barca (La vida es sueño) y Armando Discépolo (Mustafá y Mateo).
Las obras referidas a la relación entre personas son tan numerosas como los absurdos que se producen en los enamoramientos. Rotos de amor, de Rafael Bruza y puesta de Ana Alvarado se acercó a estas cuestiones, en tanto Susana Torres Molina apuntó en Privacidad a una clase media consumista. El peso de la herencia familiar ha sido tema para Lautaro Vilo en Cabaña suiza; y las heridas del corazón generaron títulos: Entonces bailemos, de Martín Flores Cárdenas; Sombras desde el jardín, dirigida por Agustín Alezzo, y otras piezas de autores rebeldes. Copi (Raúl Natalio Damonte Botana) fue recuperado a través de La sombra de Wenceslao, creativa puesta del director Villanueva Cosse que conjugó malicia y humor, tragedia y poesía gauchesca para definir a personajes marginales y arquetípicos. Otro recuperado ha sido Manuel Puig, con su obra Triste golondrina macho, una apuesta de Blas Arrese Igor y Guillermo Arengo con tintes de policial surrealista. También de Puig se estrenó Bajo un manto de estrellas, con María José Gabin y Pompeyo Audivert, dirigidos por Manuel Iedvabni.
Descubrir rencores entre madre e hija ha sido la tarea propuesta por Ingmar Bergman en su Sonata de otoño, donde, en versión y dirección de Daniel Veronese, se lucieron Cristina Banegas y María Onetto. En Emilia, Claudio Tolcachir expuso situaciones de soledad y desamparo; y en Estela de madrugada, de Ricardo Halac, el director Lizardo Laphitz retrató a una familia de los años ‘60. Ignacio Apolo estrenó El mal recibido, una serie de historias sobre la “percepción contemporánea”; Ramiro Guggiari, en codirección con Gastón Calvi, mostró Ruidos que atraviesan las almohadas (enigma policial que oculta falsedades y mentiras de una familia); y –bajo la dirección de Villanueva Cosse– Morir en familia, de Jorge García Alonso, pasó a ser metáfora de toda una sociedad. Otras puestas fueron El beso, del holandés Ger Thijs, con Beatriz Spelzini y Pablo Alarcón; y una pieza del escritor sueco Henning Manckell, Antílopes, codirigida por Hugo Urquijo y Graciela Dufau, donde la cotidiana peripecia de una pareja, interpretada por Ingrid Pelicori y Mario Pasik, transparenta historias de racismo y corrupción social. Luis Agustoni estrenó Claveles rojos y Claudio Pazos su unipersonal Vegetal. Me duele una mujer ha sido el “tango teatral” de Manuel González Gil; en tanto la surrealista Víctor o Los niños al poder, de Roger Vitrac, en versión y dirección de Lorenzo Quinteros, mostró la hipocresía de una familia burguesa de comienzos de siglo. En Tres hermanos, Roberto Ibáñez retrató deslealtades y miserias, ocultamientos, como en la comunidad de El origen, de Silvia Gómez Giusto; y en Hablemos a calzón quitado, de Guillermo Gentile, conducida por Nicolás Dominici, se aludió al autoritarismo intrafamiliar.
El pacto sexual fue tema en Una relación pornográfica, actuada por Cecilia Roth y Darío Grandinetti bajo la dirección de Javier Daulte; y la lejana amistad de dos artistas famosos y temperamentales, Tennessee Williams y la actriz Anna Magnani, fascinó al director Oscar Barney Finn, autor de la dramaturgia de Noches romanas, de Franco D’Alessandro. En esta búsqueda de contactos en el tiempo se incluye 33 variaciones, del venezolano Moisés Kaufman, donde una musicóloga, actuada por Marilú Marini, vuelca toda su energía en la investigación de una partitura de Beethoven, papel que compuso Lito Cruz. Otro tanto sucedió en Amadeus, del británico Peter Shaffer, que dirigió Javier Daulte. Oscar Martínez fue allí Salieri y Rodrigo de la Serna, Mozart. En Dios mío se fue más lejos. En esta obra de la israelí Anat Gov –versión de Jorge Schussheim y dirección de Lía Jelín–, Juan Leyrado y Thelma Biral dialogaron sobre la ausencia de Dios, concepto que reaparece cuando impera la injusticia.
La escena porteña reflexionó sobre su oficio desde distintos ángulos. En El crítico, de Juan Mayorga, fue entre un autor y un crítico. Un contrapunto actuado por Pompeyo Audivert y Horacio Peña que dirigió Guillermo Heras. En La máquina idiota, estrenada en el Sportivo Teatral, el director, dramaturgo, actor y docente Ricardo Bartís tomó aspectos del Hamlet, de William Shakespeare, para referirse a la condición del actor y la autoría del espectáculo teatral. Con un estilo que le es propio, el actor y director Norman Briski estrenó El barro se subleva, Partida real y mostró en Las 50 nereidas a dos de ellas “perdidas en una azotea de Buenos Aires”. Las nereidas son Eliana Wassermann y Sofía Guggiari, quien además presentó Te amo tanto porque te he matado 2. En Fauna, de Romina Paula, un realizador y una actriz recurren al mito y a los recuerdos para elaborar un guión; y en Sistema Garage, Damián Dreizik reflexionó sobre la pedagogía teatral siguiendo métodos artísticos y estrategias propias del humor, como el chamuyo y la sanata (invención del humorista Fidel Pintos).
A los apuntes sobre el propio oficio se sumaron obras inspiradas en famosos: Cuando tengas el ánimo de un pájaro, de Emmanuel Medina (sobre Antonin Artaud); Alfonsina y los hombres, de Mariano Moro; Manzi, la vida en orsay, de Diego Vila y Bernardo Carey, con puesta de Betty Gambartes; Marx en el Soho, de Howard Zinn, dirigido por Manuel Callau; y Carta al padre (Franz Kafka), una puesta de Mariano Dossena, actuada por Dennis Smith. Tiempo de partir, de Luis Agustoni (sobre Leopoldo Lugones); Eva Perón en la hoguera, de Leónidas Lamborghini, por Cristina Banegas; y Juana la Loca, unipersonal dirigido por Pepe Cibrián Campoy e interpretado por Patricia Palmer.
Al Festival Internacional de Buenos Aires –que propició estrenos nacionales, como Spam, de Rafael Spregelburd, y Rey Lear, de Rodrigo García, con puesta de Emilio García Wehbi– se sumaron visitas, entre otras, de argentinos residentes en el extranjero, como los actores Miguel Angel Solá y Daniel Freire, que trajeron El veneno del teatro, del valenciano Rodolf Sirera, junto a un equipo español. Otro argentino, David Amitín, fue invitado a dirigir a un elenco local con su obra El experimento de Próspero, inspirada en La disputa, de Pierre Marivaux. La Compañía Nacional de Teatro Clásico de España, dirigida por Helena Pimenta, trajo La vida es sueño, donde la actriz Blanca Portillo compuso a Segismundo. El catalán Manel Barceló presentó Los Villanos de Shakespeare, unipersonal de Steven Berkoff; y el autor y director chileno Juan Carlos Zagal trajo su trilogía Teatrocinema. El director, dramaturgo y ensayista Jorge Eines (otro argentino residente en España) estrenó 1941. Bodas de sangre, junto al elenco Tejido Abierto; y La Zaranda regresó con El régimen del pienso, de Eugenio Calonge, obra referida a “la necropsia social y teatral” y expresión de la libertad, compromiso y singularidad artística de esta compañía. Otra pieza de interés fue El gorila (Francia) sobre Informe de una academia, de Franz Kafka. Este trabajo de Alejandro y Brontis Jodorowsky fue interpretado por Brontis apelando a elementos del clown y el teatro pánico.
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