Viernes, 22 de julio de 2016 | Hoy
TEATRO › DILLINGER, ESCRITA E INTERPRETADA POR MARIANA BUSTINZA, TOMAS CUTLER Y GABRIEL GAVILA
Integrante del grupo Improvisa2, el trío de intérpretes se anima a revisar la historia de John Dillinger desde el humor, con ribetes clownescos y un original uso de los elementos escénicos: así demuestra que no sólo el drama conmueve.
Por Paula Sabatés
De la larga lista de méritos que tiene a su favor la pieza teatral Dillinger (domingos a las 19 en Chacarerean Teatre), hay uno que incluso preexiste a la obra misma y es su idea básica de concepción: la de contar la vida del más temido atracador de los Estados Unidos durante principios de siglo pasado en clave de humor. Y es un mérito porque esa decisión aparentemente simple acarrea grandes consecuencias estéticas (la de recurrir a otras formas del lenguaje, no frecuentes en el abordaje de biodramas, para narrar una vida), pero también y fundamentalmente ideológicas y “éticas” (la de “humanizar” a un sujeto que todo un sistema buscó destruir).
Con respecto a lo primero, la obra que en el verano hizo temporada en Mar del Plata fue una de las más premiadas en los premios Estrella de Mar, donde recibió la estatuilla a Mejor Espectáculo de Humor. Y es que el tratamiento que se le da a lo cómico, más allá de la decisión de abordarlo, es ciertamente el logro central de la pieza coescrita y dirigida por Mariana Bustinza, Tomás Cutler y Gabriel Gavilá, integrantes del prestigioso grupo Improvisa2. No se trata de un humor chabacano y burdo sino de uno sutil, con ribetes clownescos y estrategias sofisticadas como las de la repetición, los cambios de velocidad y la gestualidad de los intérpretes, que dan dinamismo pero también organicidad a una puesta cargada de rupturas.
En cuanto a lo “ético”, el John Dillinger que presenta la pieza está ciertamente mostrado como el enemigo público más célebre y temido durante la Gran Depresión estadounidense, que fue múltiples veces preso por sus robos a bancos y cuya vida despertó otros materiales artísticos, sobre todo en cine. Pero, a su vez, la obra lo “humaniza”, al punto de que es curiosamente el personaje con el que el espectador más se identifica a lo largo de la función. Aquello se debe, además de al hecho de abordar su vida desde el humor, a la decisión de contar sus años de juventud y sus historias amorosas, porque en ciertos pasajes los actores demuestran su intimidad, y en parte “justifican” sus acciones posteriores como parte de una sensibilidad por darle mucho a los demás.
Párrafo aparte merece la inteligencia con la que la puesta maneja algunos valores sociales y sobre todo con la que ejerce una crítica feroz al machismo imperante de aquellos años. Todos los personajes femeninos (los tres actores se desdoblan en más de sesenta personajes, de los cuales muchos son mujeres) están reducidos a estereotipos de mujeres tontas y superficiales, que se acercan a Dillinger sin más interés que el dinero y que coquetean con los oficiales de la policía o el FBI para estar cerca del poder. Pero lo interesante es que los actores que las encarnan a menudo salen de esos personajes y hacen gestos de complicidad con el público, dejando ver su rechazo hacia esas formas preestablecidas de la sociedad, que el arte tantas veces supo reproducir.
En lo que refiere al espacio, la escenografía busca ser básica y austera (sólo hay una estructura de madera que va cambiando de forma: de estrado de un juez a la barra de un bar) para que entonces sean los actores y sus códigos los encargados de que todo funcione. De su virtuosismo salen todas las interpretaciones y lecturas de la obra y también con él se derriba el mito de que solo el drama puede conmover. Con una pegadiza canción que cantan al unísono o una mueca que interpela al espectador, los tres intérpretes crean un universo dentro de otro: uno de sonrisas dentro de uno de terror.
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