Domingo, 21 de agosto de 2016 | Hoy
TEATRO › EL CICLO MENDELBAUM (100% MUSICAL), DE SEBASTIAN KIRSZNER
La nueva puesta del joven director le hace honor al subtítulo, en tanto todo tiene un tiempo justo y un lugar preciso.
Por Paula Sabatés
El de Sebastián Kirszner es un “teatro de colección”. No quedaba duda sobre eso y sin embargo nació El ciclo Mendelbaum, su último trabajo, que pareciera haber llegado para reforzarlo. Todas sus piezas son únicas y a la vez un todo que entra en juego con las demás. Todas tienen rasgos identificables como los de aquellas obras de arte sin firma a las que igual se puede reconocer. También poseen la autonomía suficiente para exhibirse por separado así como la versatilidad para funcionar en serie, por “períodos”, por “etapas” o por oposición. Lo que ha logrado, en definitiva, el director, es un sello. No sólo un estilo sino una concepción. Y si el teatro en general es un museo de nostalgia, repleto de habitaciones que se llenan por instantes de obras y luego se vacían frente a la imposibilidad de retenerlas, de inmortalizar su fugacidad, el del joven director al menos ha alcanzado el mérito de entrar en la lista de los que alguna vez tendrán un “clásico”, porque ya tienen lo que se necesita para que eso sea posible: una indiscutible voz como autor.
Estrenada recientemente en (La Pausa) Teatral, espacio que el director inauguró el año pasado, la obra es algo así como la que en ese museo se exhibiría en lo más alto y con marco extra dorado, escoltando a las demás. No es que sea “mejor” que las anteriores sino que de algún modo las contiene, haciendo una síntesis perfecta de sus colores, sus temas y sus procedimientos. El ciclo Mendelbaum es, como reza el subtítulo, “100% musical”, algo con lo que Kirszner coqueteaba desde siempre (una de sus anteriores piezas era “casi un musical”). Y lo es no sólo en el aspecto formal (el de tener un director musical, composiciones y coreografías y una organicidad y coherencia entre texto hablado y cantado) sino también en uno más simbólico. Porque todo en la obra funciona como una partitura: todo tiene un tiempo justo y un lugar preciso.
La obra narra algunos episodios relacionados con la vida de los Mendelbaum, una familia judía que desde que los hijos crecieron sólo se reúne cuando hay que velar a los padres. Salvo por algunos flashbacks, la acción escrita por Kirszner se remite a esos momentos de encuentro, en los que las diferencias entre el hermano del medio y el menor –los dos que se quedaron a vivir en la ciudad– afloran como afloran los saqueos, el corralito, la crisis del modelo neoliberal y el descontrol policial. Sólo al mayor del clan que hace años vive en al campo parece no importarle si el que depositó dólares recibirá dólares o si la casa de sus padres es lo suficientemente valiosa como para dividirla por tres. Su atención pasa por su hijo, que hasta el primer velorio nunca conoció a sus abuelos, tíos y prima y que guarda con ellos una pequeña gran diferencia existencial: es un toro.
A diferencia de las piezas inmediatamente anteriores del director (El casting; Rats, casi un musical y Azulejos amarillos, esta última escrita por Ricardo Dubatti), en estaKirszner no despunta su obsesión por la meta teatralidad, es decir, por preguntarse por el teatro desde el teatro mismo. Pero eso no significa que abandone la idea de identidad, porque incluso esa es la cuestión central de esa consolidada voz que ha ganado como autor. Porque con la cuestión del linaje, el judaísmo y la verdad sobre el antropomorfismo (Matías, el toro, es paradójicamente el integrante menos “animal” de la familia), el autor reafirma esa búsqueda y la potencia, haciendo de la obra una profunda pregunta por el ser.
Como en todos sus trabajos pasados, eso sí, Kirszner apuesta a lo fundamental e incuestionable del teatro: el actor. A los maravillosos Augusto Ghirardelli, Daniel Ibarra y Eduardo Lázaro, que ya vienen trabajando con él, el director sumó a Mariela Rey (también vestuarista), Mauro González, Ignacio Goya, Magui Figueroa, Julieta Puleo, Luis de Almeida, Belén López Marco y Sebastián Marino, que hacen un trabajo fantástico encarnando a los Mandelbaum. Lo único que lamenta el espectador es el espacio algo reducido de la sala, que por momentos limita las posibilidades de movimiento y despliegue de este grupo de intérpretes y bailarines. Quizás ahí está la investigación (inconsciente) de la obra sobre el teatro: sobre la eterna cuestión de la producción.
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