Viernes, 15 de febrero de 2013 | Hoy
DANZA › MARTA BERCY, COREóGRAFA Y MAîTRE DE DANZA MODERNA Y AFROCUBANA
Debutó como bailarina en 1970 y desde entonces construyó una carrera que hoy la tiene yendo y viniendo entre sus dos patrias: Cuba y Argentina. Dice que el baile es la esencia de su país, así como, reconoce, “los argentinos tienen facilidad para cantar”.
Por Silvina Friera
Desde La Habana
“Cuando La Habana estornuda, el país tiene catarro.” Marta Bercy, coreógrafa y maître de danza moderna y afrocubana con el corazón latiendo al ritmo de su dos patrias –Cuba y Argentina–, tiene swing hasta cuando dice esta provocadora frase en un bar de la calle Galiano, a metros del teatro América, en Centro Habana. Es ciento por ciento habanera en el arte de conversar. Contonea el torso levemente cuando habla. Y habla como si bailara, suavecito y natural, con una cadencia sensualmente perezosa. No es el prototipo de mujer cubana arrebatada que derrocha exceso de energía. Bailar, para ella, es como respirar: no requiere el menor esfuerzo. A los cuatro años, la niña avispada que ya leía los periódicos antes de ir a la escuela, se paraba frente al televisor, extasiada por los movimientos de Sonia Calero, una célebre bailarina cubana que combinaba el ballet clásico con la rumba. “Me encantaba verla bailar, con esa cola larga que no sé cómo hacía para no pisarla. Pero confieso algo desde lo más profundo de mi ser: esa nena estaba esperando que Sonia se pisara la cola y se cayera. ¡Nunca se cayó!”, exclama Marta con las manos en estado de gracia y el asombro vivaz de su cubanía brincando entre los dedos.
Nadie se sorprendió cuando dijo que quería estudiar danza. Uno de sus tíos fue el gran compositor de boleros Enrique Pessino, el autor de “Corazón de cristal”. Una de sus primas es la escritora Inés María Martiatu Terry. “Me crié en una casa donde había piano y muchos libros; se cultivaba una sensibilidad. Pero en danza, soy la precursora de la familia”, aclara la maestra y coreógrafa en la entrevista con Página/12. Tenía once años cuando leyó una convocatoria en el periódico y se fue solita hasta la escuela, en L y 19, a rendir un riguroso examen de ingreso. “Yo no había estudiado música, pero me saqué cien en la prueba de musicalidad y ritmo, que es muy difícil –cuenta la fundadora de la compañía Tedancari en Buenos Aires–. Se lo debo al piano que escuché desde que tuve uso de razón. Volví a casa y dije: ‘Mami, te tengo que dar una noticia: me aprobaron para la escuela de ballet’.”
–¿Es cierta la fama de exigente que tiene el ingreso a la carrera de danza?
–Sí, no hay compasión para las pruebas. O tienes las condiciones o chau. Te miran hasta los dientes. Y me parece muy bien. Y los ojos también: si eres bizco no entras. Tienes que ser un niño o niña perfectito. Se parece a las pruebas que hacen en Francia, en París, donde son súper rigurosos. Te miran hasta las pestañas, a ver si una es más alta que la otra. Me acuerdo que cuando di la prueba estaba seriecita, seriecita. Y me dijeron: “Sonría”. Entonces me aprobaron. Este rigor hace que Cuba tenga la mejor quinta compañía del mundo, el Ballet Nacional de Cuba.
La joven Marta continuó aceitando su formación cuatro años más en la escuela del Conjunto Nacional de Danzas Modernas hasta alcanzar los ocho años que se exigen para bailar en Cuba. Entre sus maestros se podrían mencionar a Rosa García, a Francisco del Toro y a Raúl Bustabad (ballet); a Diana Alfonso, a Lorna Burdsall, a Manolo Vásquez, a Isidro Rolando y a Eduardo Rivero (danza moderna); a Johannes García, a “Pelladito” y a “Chavalonga” (folklore afrocubano) y a Ramiro Guerra (coreografía). Debutó como bailarina en 1970 en Madureira Choró. Cuatro años después fue elegida para bailar en Panorama, de Víctor Cuéllar, considerada una de las obras cumbres de la danza moderna cubana. En 1975 ingresó al Conjunto Artístico Cafar y acumuló giras por todos los teatros del país y varios del mundo –Guinea, Angola, Hungría, Alemania, Bulgaria y la Unión Soviética, entre otros–; y compartió escenarios con la mítica Alicia Alonso, pero también con Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Sara González y Omara Portuondo, entre tantos otros. “Trabajé con muy buenos coreógrafos, con Alberto Alonso, con Laura Alonso, con Azari Plisetski –enumera como al pasar, y a más de un entendido se le erizaría la piel con sólo escuchar estos nombres–. Estuve en todos los teatros de La Habana, hasta que pasé a ser maestra y coreógrafa en el año ’87, cuando entré al centro Prodanza del Ballet Nacional de Cuba, que lo dirige Laura, la hija de Alicia, que es una gran maître de ballet.”
Su segunda patria pedía pista en el horizonte, aun sin que ella lo supiera. Visitó Argentina, por primera vez, en enero de 1991 como integrante del staff de maestros de Cuballet –Curso Práctico Internacional de la Escuela Cubana de Ballet–, que auspicia el Ministerio de Cultura cubano. Durante ese mes dio clases de danza moderna a más de 450 bailarines. “Después me contrataron a mí sola porque muchos de los participantes querían que volviera. Y estuve de nuevo de abril a octubre del ’91, haciendo cursos también por varias provincias argentinas. Volví con Cuballet en el ’92 y me contrataron por seis meses en La Plata. Y ese contrato se renovó durante cinco años”, explica Marta.
–Y entonces se fue quedando en Buenos Aires.
–“Si vas a estar más en Argentina que acá, te hacemos un permiso especial”, me dijeron del Ministerio de Cultura cubano. Es un permiso que muchos artistas cubanos tienen para trabajar en otros países. Esto es un privilegio que me permite mantener mis vínculos acá.
En el barrio porteño de Almagro está la sede de la compañía y escuela Tedancari, que empezó a funcionar en 1992, aunque entonces se llamaba Proyectos (ver recuadro). Tedancari significa Teatro, Danza La Caridad. “La Virgen de La Caridad es nuestra patrona –aclara–; le puse ese nombre para que me iluminase. Y creo que lo logró: ella lo hizo.” El primer espectáculo de danza que dirigió en Argentina fue Todo bien, en 1994. “Un día Alicia Bruzzo me dijo que quería hacer algo conmigo. Como era una mujer con una personalidad muy fuerte, se me ocurrió que podía decir unos poemas enlazados con coreografías. Tomamos unos poemas del uruguayo Roberto Bianchi y coreografié esos poemas en Nosotros y... ¿después? Me encantó trabajar con ella. A pesar de que yo era una desconocida, Alicia era lo más puntual que podías imaginarte; llegaba antes que los bailarines”, subraya Marta con una chispa de emoción en la mirada.
Febrero es un mes agitado. La excepcional compañía cubana Lizt Alfonso la convocó a dar una clase de danza moderna. Y ahora mismo está marchando sobre rieles la 20ª edición del Workuba, un taller internacional de danza moderna y bailes afrocubanos que se extenderá hasta el 17 de febrero en el teatro América. “Cuando estoy acá aprovecho porque estoy en mi lugar. También allá es mi lugar –plantea con el corazón repartido entre dos orillas laborales y afectivas–. Tuve mucha suerte: Argentina me abrió las puertas con mucha generosidad. Yo soy cubana ciento por ciento, pero siempre me trataron con mucho respeto. Yo compartí jurado con Cristina Delmagro, con Raquel Rosetti, con Esmeralda Agoglia, con Rubén Chayán; y para mí ellos son monstruos sagrados de la danza argentina. ¡Y yo estaba de jurado con ellos!”
–Aunque un cubano no baile, en el modo de caminar, en la forma de moverse, hay algo de lo afro, ¿no?
–Sí. Si te pones a observar, incluso cuando hablamos los cubanos, sobre todos las mujeres, hacemos una gestualidad con el torso: ratificamos con el cuerpo lo que queremos decir con la boca. Es muy difícil que una cubana no haga algo con su torso; tiene que ver con cómo somos, con nuestros ancestros, nuestras raíces. Nosotros somos un país de mestizos.
–Y de negros.
–Sí, pero los negros son el 30 por ciento de la población; el resto es mestizo. Todos tenemos un negro en la familia (risas). Aunque a veces hay un blanco como tú, que a lo mejor la abuela era como yo; en cinco siglos este país está supermezclado.
–¿Los bailes también están tan mezclados o se sabe mejor el origen de algunos?
–La rumba, tanto el yambú como la columbia, nació en Matanzas. El guaguancó, en La Habana. Cuando los negros dejaron de ser esclavos, se mudaron a los conventillos, lo que son los solares acá. Y ahí se fueron mezclando; eran generaciones y generaciones, algunos que incluso no sabían hablar español; y en esa fusión, en ese proceso de transculturación que se da por siglos, entre los andaluces, sevillanos y extremeños que vinieron a poblar Cuba y los negros, surge el guaguancó. Y en Matanzas se dio el mismo proceso, pero para el yambú y la columbia. De Matanzas también es el danzón, que es nuestro baile nacional. El mambo y el chachachá son de La Habana. La conga no se sabe... El son es de Santiago de Cuba pero popularizado en La Habana. Después hay otros ritmos de los años ‘60 que duraron poco tiempo: el mozambique y el pilón, que también nacieron en La Habana. El cubano siempre está bailando, pero el habanero más. Bailar es lo que nos comunica.
–¡Qué dura debe ser la vida para los “pataduras” acá!
–Si alguien se mueve un poco, es una persona más o menos normal (risas). Si acá no bailas, te discriminan. Hay que bailar, como los argentinos tienen facilidad para cantar. Acá se trata de lo mismo, pero con el baile. Los argentinos han dado magníficos cantores y músicos al mundo, empezando por Gardel. Nosotros hemos dado muchos bailes al mundo. Cuba es el país que más bailes de salón tiene en el mundo. Tenemos once bailes de salón, y la mayoría son internacionalmente conocidos. Los argentinos y cubanos tenemos muchos vínculos en común.
–¿Qué cosas compartimos?
–Hace muchos años, un gran periodista argentino, Néstor Tirri, me dijo: “Mire, Marta, si en una mesa hay muchas personas de distintos países conversando, los únicos que se van a quedar hasta el amanecer, cuando el resto ya se fue a dormir, son un argentino y un cubano”. Tenemos un modo de conversar que es muy parecido, el chamuyo como dicen ustedes, y hay una rapidez mental muy parecida. Y un posicionamiento de la personalidad parecido, sobre todo en el habanero. A veces los demás nos dicen, irónicamente, “los porteños del Caribe”.
–¿Adoptó el mate en Buenos Aires?
–No, hay cosas con las que no transo. Mate no puedo tomar. Lo probé acá, entre el ’74 y el ’75, cuando conocí a un matrimonio argentino de exiliados. Cuando lo probé hice tantas muecas; es tan raro el sabor... No puedo tomar mate. Acá nos comunicamos tomando ron y cerveza. La Habana es un lugar maravilloso, es la ciudad en la que nací y que amo profundamente. La Habana para mí tiene música todo el tiempo, aunque no se escuche. Es una ciudad que tiene mucho swing, y eso que no hemos logrado que todavía haya verdadera vida nocturna, de madrugada. Acá las cosas empiezan temprano y terminan temprano, como mucho a las dos de la madrugada. Tú puedes amanecer con amigos en tu casa. En nuestras casas puedes reunirte con un grupo de amigos; y se la pasan conversando, bailando y tomando hasta las nueve de la mañana del otro día. Pero no hay un lugar para quedarte a bailar, como en Buenos Aires, hasta las seis de la mañana. La primera vez que estuve en Buenos Aires, por la calle Corrientes, eran como las cuatro de la mañana y parecía las ocho de la noche. Tenía hambre y encontré una parrilla abierta. Me senté y pedí un bife de chorizo. ¡Nunca se me olvida que fue a las cuatro de la mañana!
–En los años ’90, justo cuando Cuba atravesó el “período especial”, ¿pensó en irse?
–No, nunca. En el período especial justo salí a hacer Cuballet en Buenos Aires. Cuando nos fuimos de acá, había autos en la calle. Cuando volvimos, al cabo del mes, los suministros de nafta se habían cancelado y estaba la ciudad de-sierta... Nunca pensé en dejar Cuba. Mi segundo país es Argentina y no lo puedo negar. Además, tengo dos nietos argentinos. Argentina es mi segunda patria, pero mi primera patria es Cuba. Yo sigo acá, pertenezco acá. Y me gustaría mucho, el día que muera, que me vengan a ver acá. El que me quiera ver (risas). La Habana es mi ciudad; en otra ciudad cubana creo que me moriría de tristeza.
–Suena melancólico ese morirse de tristeza. Se asocia al cubano con la alegría, pero también es melancólico.
–El cubano es melanco, pero sustituye su depresión con la joda y el p’alante. Aunque esté hecho mierda, va p’alante, p’adelante... Y acá no pasó nada, como dicen ustedes. La procesión va por dentro –como dice mi madre–, pero que no se note. En La Habana nunca tuve tiempo de deprimirme. Algunas veces me sentí triste por cosas de la vida. Pero nunca deprimida porque en cuanto los amigos te ven decaída, te dicen: “¿Qué pasa, Marta? Vamos a Coppelia...” y hacen de psicólogos. Así somos: p’alante, p’alante. La Revolución lo que ha hecho es exacerbar esas condiciones que estaban en nuestra idiosincrasia: si no tengo dinero, estoy contenta; si tengo dinero, también. ¿Y te peleaste con el novio? Ya vendrá otro novio. Acá no hace falta caminar mucho para encontrar un novio (risas). La alegría es algo primordial del cubano; está plasmada en la música, pero también tenemos ese lado melancólico en los boleros y en nuestras canciones tradicionales. Son canciones tristes, pero es una tristeza disfrazada.
–¿Cómo es eso?
–Al final de esas canciones, siempre aparece una nota de optimismo. Nos ponemos tristones, emotivos, pero lo importante es que no somos un país superficial. Con más o menos cosas, acá la gente siempre tiene una sonrisa.
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