Lunes, 8 de septiembre de 2008 | Hoy
EL RESCATE DE JULIUS FUCIK, UNA FIGURA OLVIDADA
Capturado por los nazis, el militante checo escribió en cautiverio un texto estremecedor y emblemático: Reportaje desde el patíbulo.
Por Facundo García
Fue en Berlín, hace hoy exactamente sesenta y cinco años. En medio de la noche y el silencio de la cárcel, el prisionero checo Julius Fucik entonaba a los gritos “La Internacional” mientras esperaba su ejecución. Dicen que los nazis tuvieron que amordazarlo para que se callara. Cuando salió el sol se cumplió la sentencia, y en el suelo quedaron los restos de lo que había sido un idealista. Fucik, sin embargo, ya vivía en otra parte: las torturas y el cautiverio no le habían impedido escribir uno de los textos más potentes que puedan leerse sobre la resistencia al autoritarismo, su olvidado Reportaje desde el patíbulo.
Esas páginas rescatadas de celdas mugrosas –que no hace mucho fueron reeditadas en Argentina por Punto Crítico– se fusionaron de tal manera con el recuerdo de su creador que es imposible separar sus historias. En 1939, Hitler ordenó la invasión de Checoslovaquia ante la indiferencia de las potencias occidentales. Por entonces Fucik –de origen obrero– ya era un intelectual comprometido, y la descripción que hacía sobre el despertar de su vocación se confirmaría luego en Reportaje desde el patíbulo: “Me di cuenta de que había libros que hablaban y otros que eran mudos. Decidí, por consiguiente, que debía luchar porque no existieran libros mudos o mentirosos. Me lo propuse como mi tarea en la batalla por un mundo mejor”, contaba el escritor y periodista.
A dos años de la ocupación, casi todo el Comité Central del Partido Comunista Checoslovaco había caído en manos de la Gestapo. A Fucik lo capturaron poco después, y lo encerraron en la cárcel de Pánkrac. Ahí se enfrentó a los dilemas de la tortura y la ambivalencia de los guardias, y de hecho fue gracias a uno de ellos –un tal Adolf Kolinsky– que consiguió papel y lápiz. Equipo mínimo contra el aparato que desgajaba su cuerpo, y sin embargo suficiente para repetir las palabras que lo harían célebre: “He vivido por la alegría, por la alegría he ido al combate y por la alegría muero. Que la tristeza no sea nunca unida a mi nombre”.
A lo largo del siglo lo siguieron lectores ilustres. Carlos Bermúdez Rodríguez, uno de los guerrilleros que desembarcaron en Cuba en 1956, cuenta que poco antes de abordar el Granma acompañó al Che a una librería y que éste le regaló el famoso Reportaje como una forma de introducirlo a los tiempos que vendrían. Por otro lado, Pablo Neruda no llegó a conocer a Fucik, pero lo admiró y compartió con él las mismas dosis de idealismo e ingenuidad frente a la dictadura estalinista. En el quinto libro de Las uvas y el viento (1954) lo retrató: “el clandestino de la medianoche/ y el alba organizada/ la circular que mancha/ con su tinta fresca/ y así calle tras calle/ Fucik, con tus consignas/ Fucik, con tus folletos/ con tu viejo sombrero/ sin orgullo/ ni humildad”.
Por aquí también prendió la semilla. Eduardo Luis Duhalde ha apuntado que “Reportaje fue libro de lectura casi obligatoria para los jóvenes argentinos de los sesenta y los setenta”, incluidos aquellos que perdieron la vida y sufrieron en carne propia la locura genocida.
Sólo en idioma checo se publicaron un millón de ejemplares de la obra, y eso trajo sus consecuencias. Manipulada como modelo durante la guerra fría, la figura de Fucik fue progresivamente bastardeada a medida que se desmoronaba el bloque socialista. A Daniel Silber, docente y presidente de la Federación de Entidades Culturales Judías de la Argentina, no le sorprende ese ensañamiento. “Tras el proceso de retorno al capitalismo ocurrido en los países de Europa central y oriental, difícilmente los ámbitos oficiales promuevan una figura tan definida –analiza–. Sería muy contraproducente mostrar a un comunista como un patriota de cabo a rabo, sin dobleces, firme en sus convicciones e invencible ante el enemigo.”
La última tanda de reflexiones que alcanzó a garabatear Fucik data del 9 de junio de 1943. Ese día se despachó con dieciséis carillas. “Un cinturón cuelga ante mi celda. Mi propio cinturón. El signo de la partida”, observó. Sus hojas salieron de la prisión a escondidas y él fue conducido a Berlín para enfrentar un juicio en el que –según el historiador inglés John Callow– hasta su propia defensa pidió la pena máxima.
Terminada la Segunda Guerra, el guardia Kolinsky buscó a Augustina –la viuda del autor, que acababa de salir de un campo de concentración– y le entregó los manuscritos. Al ordenarlos cronológicamente leyó la última oración que habían trazado las manos de su esposo: “Hombres, yo los amé ¡Estén alertas!”.
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