Sábado, 1 de noviembre de 2008 | Hoy
“UN RíO QUE NO CESA DE CANTAR”, MAñANA CON PáGINAI12
El documental realizado en 1985 para la televisión alemana, dirigido por José Montes Baquer, presenta un retrato de Atahualpa Yupanqui. Las voces son la suya propia y la de Silvio Rodríguez, León Gieco y César Isella, entre otros.
Por Cristian Vitale
“Amo la naturaleza,
amo la música de Bach,
amo al árbol, al viento,
al caballo.”
La simbiosis de la figura de Yupanqui con los elementos de la naturaleza es, a trasluz de su historia, un axioma. No sólo su rostro rústico, como tallado en piedra, parecía portar el secreto milenario de un paisaje, sino también la integridad total de su ser. Sería, en tal caso, como la ontología de una estética. Don Ata, muerto hace diciséis años, puede estar todavía diciendo cosas a través de montañas, selvas y pampas, según él, “los tres misterios argentinos”. Y en todos ellos, claro, hay ríos que pasan. Por eso, entre los varios nombres que podrían haberse elegido para ilustrar un documental sobre él, Un río que no cesa de cantar emerge como el más apropiado. Durante 48 minutos, el mismo Roberto Chavero –nacido hace cien años ya– edifica entre relatos en off, imágenes, reportajes a sola voz y bellísimas melodías de guitarra una ajustada suma de su vida.
En enero de 1985 él tenía 66 años y la televisión alemana grabó el documental biográfico dirigido por José Montes Baquer, que mañana entrega PáginaI12 en formato DVD, con fotos de Gianni Mestichelli e interesantes testimonios de Silvio Rodríguez, León Gieco, César Isella, Vicente Feliú, Pablo Guayasamín y Patricio Manns sobre el trovador solitario.
“Atahualpa era un personaje inalcanzable en todos los sentidos. Lo vi actuar en el ’86, y cuando fui a saludarlo al camarín me ganó de mano. Me miró y me dijo: ‘¿Qué tal, don Gieco?, ¿me soportó?’. Quedé helado, pero después me di cuenta de que era un personaje muy pícaro”, dirá Gieco en su semblanza. “Ata es un tesoro de la cultura latinoamericana; es el arquetipo del payador”, agregará Silvio Rodríguez. “Toda su obra tiene que ver con el ombligo de la tierra, un creador de vida”, será el veredicto de Feliú. Artistas, todos, que no podrían haber prescindido de la siembra yupanquiana. Un devenir, el de Yupanqui, que ha sabido cruzar, como pocos, el alma de un pago –el sur del mundo– con la universalidad de una expresión única. Una universalidad que se hace presente en los compases cambiantes como paisajes que conlleva la enorme “Melodía del adiós”, tal vez la más sublime de todas sus melodías. O en “Malambo”, esa encrucijada entre la tradición criolla que pretende imitar el galope del caballo, con la herencia andaluza que permeó por algún lugar la danza de la Pampa. Todo en dos manos y una guitarra.
El documental está filmado mitad en Agua Escondida –la casa de Cerro Colorado a la que Yupanqui retornaba cada vez que la censura y las prohibiciones (una constante) recaían sobre él (“un refugio construido con amor y sacrificio, junto a un río que no cesa de cantar”, decía)– y mitad en las bellas profundidades de la Quebrada de Humahuaca, donde el trovador vivió allá por los ’40. Hay, entonces, locaciones en cerros, en desiertos cercados por cactus y en montañas coloradas. Inalcanzables. Gauchos de a caballo y kollas puros. Coquena y Pachamama. Alazanes e indios, dos de sus obsesiones. Cóndores y claras atmósferas como marco, donde Yupanqui aparece comentando los misterios del arte rupestre y milenario con pictogramas de llamas, víboras y cóndores de fondo (“Algo se dicen las piedras, a mí no me engaña el alma”). O admitiendo cómo devoró en su refugio Demian, El lobo estepario y Siddhartha, de Hermann Hesse. “¿A qué le llaman distancia? Eso me habrán de explicar. Sólo están lejos las cosas que no sabemos mirar”, recita Yupanqui, con la mirada lejana, y cuenta leyendas. Para él –y pese al cientificismo de su ideología– la quena no nació de la simple transformación tecnológica de una caña de bambú: “Viejo tocador de quenas / silencio, bronce y dolor / angustia de cinco notas que nunca nadie escuchó (...) milagro que no se hiciera de piedra su corazón”.
Pocas veces aparece con gente. Apenas una, tomando mate con ciertos amigos en la mesa pequeña del patio. Y después, solo, cruzando el río de los Tártagos por un puente enclenque; tocando “Caminito del indio” o la misma “Melodía del adiós”, iluminado por tres faroles de noche y una fogata. Siempre solo, como un poeta de la inmensidad. Carismático y silencioso. Cósmico y –¿por qué no?– psicodélico. Al cabo la magia de sus dedos, sus tejidos armónicos, ¿no transforman la cosa en una experiencia límite? “Vivir padeciendo ausencias parece ser mi destino (...) La soledad es muy buena compañera. Es un estado que se debe respetar profundamente. Soledad fue la de Cristo, por ejemplo. ¡Qué soledad! Un hombre que tenía el mensaje, la palabra y, sin embargo, qué solo debió sentirse cuando dijo esas famosas siete palabras: ‘Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’. Si él se sintió solo, siendo lo que era, a nosotros, entonces, ¿qué nos queda?”
Un río que no cesa de cantar es el registro vivo de un Yupanqui lúcido, pero con achaques. Un Yupanqui que ya presagiaba, luego de un infarto y un edema pulmonar que cada tanto renacía, un deseo: “El día que yo me vaya para el gran silencio, quisiera constituirme en lo anónimo. En un ser desconocido, sin nombre, sin imagen. En una copla errante”. Es el que muchos llaman el último, el tardío, el zen. El que le daba vuelta a sus agnósticas “Preguntitas sobre Dios” con dudas más existenciales. “Hay algo que me preocupa profundamente: Dios, en verdad, ¿creerá en mí?” Los que creen, en todo caso, son aquellos que, gracias a su obra, jamás permitirán que se cumpla su deseo. Yupanqui nunca será anónimo.
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