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Domingo, 10 de septiembre de 2006

EDGARDO COZARINSKY RECORRE LA CIUDAD DE LOS CINES QUE YA NO EXISTEN

El paraíso perdido de los cinéfilos

El escritor y cineasta conduce en esta crónica un recorrido por los restos de aquellas salas que alguna vez fueron una marca identitaria de Buenos Aires. Cozarinsky, que acaba de abordar el tema en su flamante libro Palacios plebeyos, reconstruye las claves de su transformación a manos de evangelistas, colchoneros y dueños de bingos.

 Por Julián Gorodischer

Edgardo Cozarinsky, escritor y cineasta, conduce esta tarde un paseo por los cadáveres exquisitos de cines que alguna vez reinaron. El viaje en combi por las avenidas de la ciudad no deberá ser interpretado como “la crónica de un jovato que da vueltas por los lugares en los que fue joven” –pedirá el guía– sino como un breve tratado de arqueología de la vida reciente. Impresiona la cantidad de víctimas que se llevaron consigo los bingos, templos evangélicos, negocios de chucherías y hasta una fábrica de colchones, sobre Santa Fe casi esquina Scalabrini Ortiz, que mantiene la marquesina, la amplia escalera y la pullman de lo que alguna vez fue un cine.

Entre los depredadores, la fábrica de colchones que extinguió al Gran Norte niega a su fósil irrumpiendo con sus futones y sofácamas con indiferente prepotencia. Pero más tarde, se sabrá que hay victimarios más crueles: el Ambassador Outlet de Lavalle provoca cínicamente desde la marquesina intacta dedicando el nombre de la elegante sala a la venta de encendedores revolver y pequeños budas dorados. Todo viene a cuento de la reciente edición de Palacios plebeyos (de Editorial Sudamericana), donde Cozarinsky agrupó sus recuerdos y saberes sobre cines del mundo, y que es la excusa perfecta para salir a pasear. Ahora que la combi toma por Las Heras, pasando por el supermercado frente a la Biblioteca Nacional, suena una señal de alerta: donde se apilan las verduras y los botellones quedaba el cine Roxy...

–Ahora me acuerdo de algo de hace diez años –dice el autor de La novia de Odessa y El rufián moldavo y director de la reciente película Ronda nocturna– y parece tan remoto. El Roxy era un cine muy chico y la vecindad con la iglesia hacía que cada Semana Santa pasaran una película vetusta que se llamaba Vida, pasión y muerte, muda y con colores ilustrados a mano.

Primera escala

–Vamos hacia Santa Fe –dirige Cozarinsky– hasta llegar a los Palacios (Gran Palais, Palais Royal, Palais Bleu y Petit Palais, todos ejemplos de la megalomanía barrial de los ’40 y ’50). Pero no, mejor sigamos por Scalabrini Ortiz hasta el Gran Norte, hoy fábrica de futones. Yo recuerdo....

Entre lo más divertido que se le aparece, surge la figura gritona de la mujer pegando el carterazo en la cabeza a un tipo sentado a su lado. El marco era el de la proyección de una fantasía onírica de clase B sobre una princesa loca que bailaba, impregnada de vago terror y erotismo, encuadrando una escena de espectadores más movedizos y activos que ahora... En las antípodas del ataque sexual, el cine como “refugio de Eros” (tal el título de un capítulo del libro) era el territorio propicio para transacciones que no involucraban moneda, para lances y roces. Y además, ¿qué fue del exhibicionista del pilotín ajustado, al que ya no se ve más? ¿Y con el valijero? ¿Dónde quedaron esos marginales del deseo, tan arraigados a una imaginería de las calles, cines y entradas del subterráneo? “Bueno –sigue Cozarinsky–, el exhibicionista no existe más. Al último lo vi en París en los ’70 a la salida del metro. Estaba muy apretado con su impermeable tradicional. No lo iba a abrir para mí, pero sí ante una mujer sola, una amiga mía que, al llegar el verano, sacó una teta y se la mostró. El tipo huyó despavorido.”

–La transformación del Gran Norte parece responder a un criterio previo al del reciclado; este tipo de depredador sería el que ejerce el ninguneo del cine que lo precedió. En cambio, un empresario de Palermo hubiera aprovechado el marketing que aporta el cine tomando como contraejemplo a la librería El Ateneo Grand Splendid....

–Ajá.

–Es notorio que a la fábrica de colchones no le hayan modificado ni la marquesina... ¿Será un alarde patrimonial?

–Se ve que no necesitaron hacer ningún cambio, y no es por espíritu patrimonialista. Ahí están la escaleras que subían a la pullman, está la fachada intacta. Pero lo que no veo, tampoco, es ningún futón. Veo muchas cosas que no querría tener en casa. ¡Vámonos!

Llegando al Cine Arte

Para Cozarinsky, las cadenas de cines –pese al óptimo sonido e imagen– no cuentan en este repaso. “No son lugares aparte –dice–. El Village Recoleta está metido entre dos cafés y una librería...”. Al pedido de eludir la condena típica a los multicines, tratando de encontrarles algún encanto, insistirá en que “es otra cosa: no una arquitectura hecha para hacer cine, sino un espacio con juegos electrónicos, restaurantes, librerías...”. A la observación de que lo que en verdad molesta es el monopolio de unos pocos títulos en varias de las salas y la dificultad para ver animación de Pixar sin doblaje, responderá: “Pensá que hoy se estrenan muchas menos películas que en otra época.... Con los programas triples, la tercera era una película vieja y así pude ver películas de los años ’30, en copias arruinadas. Era interesante esa capa geológica de cine en una sola tarde”.

En viaje por la avenida Corrientes, se añorarán los frescos de la pintora española Maruja Mallo en el hall del cine Los Angeles. “Cuando lo tomó Disney –recuerda– borraron los frescos de inspiración surrealizante, algo decorativos. Eran frescos con pretensiones, unas figuras extrañísimas de algas y formas marinas, que los de Disney habrán tomado como viejo o no propio para niños.” Se le pide un comentario sobre el Cosmos, tema de actualidad debido al anuncio de su cierre y venta próximos que acabarán con un reducto de cine arte de los que quedan pocos. Pero sorprende su indiferencia: “La venta del Cosmos no me genera nada, no era mi vaso de vodka”.

Siguiendo por Corrientes, se encuentran los restos forjados por una generación de dueños de cines con pretensiones cultas que llenaban sus halls de murales (de Juan Carlos Castagnino y César López Claro, en el Cine Arte, actual librería Losada), o motivos egipcios, hindúes u orientales tratando de construir en cada barrio un palacio plebeyo, “una sala con aspiraciones”. Al llegar al Cine Arte/Losada, se imponen los dos murales, uno de ellos con los nombres de Meliès, Griffith, Chaplin y Buñuel como un homenaje más explícito al canon de indiscutidos y otro, enfrente, con ninfas y caballos en un paisaje desértico.

¿Dónde fue a parar esa intención de generar un derroche visual hoy que en la entrada de cada cine hay, con suerte, un local de comidas rápidas? El empresario de los años ’40 y ’50 se diferenciaba con su despilfarro artie o su propensión a las ambientaciones monumentales. Cozarinsky cita, en su libro, a Victoria Ocampo comparando al Gran Rex con el cine Opera, dedicados hoy los dos al número vivo. “La más terrible de todas las pesadillas imitaba –escribió V. Ocampo– una noche estrellada, con nubes, y nos rodeaba de una ciudad maravillosamente horrenda, llena de torrecitas de color merengue, de balcones, de estatuas.” Ocampo, irritada, prefería reposar la vista entre las líneas depuradas y los colores severos del Gran Rex (sic Palacios plebeyos). “Es como cuando se lee buena prosa después de haber recorrido diarios y revistas de gran circulación”, agregaba.

Mundo aparte

Lavalle recibe al autor de Palacios plebeyos con su exceso de transeúntes, bingos, cines condicionados, cines comerciales venidos a menos, templos evangélicos, casas de comida rápida y una mezcla de olores que abarcan el cosmopolitismo de un schwarma al paso (que fuerza la comparación con la neoyorquina Calle 42) y el autóctono chori. Caminando, da un poco de lástima la cantidad de cines extinguidos, pensados –con su desborde ornamental y su emulación de atributos del Barbes o el Myrrah parisinos– para ser eternos.

–Aquí estaba el Arizona, que daba películas de acción y suspenso. Más allá, el Rosemary, adentro de la galería. Acá, el Ocean, frente al Monumental... Farmacity era el Select Lavalle; Musimundo, el Renacimiento...

–Algunos depredadores, como el Ambassador Outlet, parecen estar provocando cínicamente desde su marquesina...

–El Ambassador era un cine elegantísimo, que anteriormente había sido la casa solariega del abuelo de Victoria Ocampo, con sus jardines y patios donde Victoria y Ricardo Güiraldes practicaban el tango a la hora de la siesta para que nadie los oyera. (N de la R: hoy se ven lamparitas con dibujos animados, celulares falsos, miniaturas de piano, revólveres encendedores, bolas de vidrio con paisajes interiores.)

Nada tan evidente, sin embargo, como la expansión ilimitada del cine/ templo desde el Roca de Almagro al Iguazú de Lavalle y 9 de Julio, tomado por la Iglesia Universal del Reino de Dios. Allí, el depredador místico reasigna la dinámica del cine a nuevos usos respetando el escenario, las butacas, la pantalla y el hall central. El cine/templo nunca tuvo su mística (atribuida por todo buen cinéfilo) tan a flor de piel. Pero cambia el público: aquí se verá a las familias con sus tuppers y banquetas, acampando durante la feria del plato del domingo. Se hacen cosas que en el cine no se harían, como gritar en conjunto, sacudir a una poseída o reclamar un milagro. Lo del milagro, tal vez, no esté tan lejos de las emociones que despierta una película favorita. Ante la puerta del Iguazú reconvertido, sin horror ni melancolía, apenas con la curiosidad malsana del cronista entrometido, Cozarinsky se pierde en un recuerdo. ¿En qué estará pensando?

–Me acordé de Audrey Hepburn –dice–. Acá vi La princesa que quería vivir. Yo me pregunto: ¿qué te han hecho Audrey Hepburn? Te has muerto de cáncer y, acá mismo, donde lucías maravillosa en la pantalla, te han creado una Iglesia Universal del Reino de Dios, que encuentra en cada cine la superficie ideal para tener a los fieles en fila.

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Cozarinsky frente a lo que alguna vez fue el cine Gran Norte.
Imagen: Sandra Cartasso
 
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