Domingo, 12 de noviembre de 2006 | Hoy
LOS MIL Y UN ENCUENTROS DE FELIX DELLA PAOLERA
Poeta, traductor, periodista, a los 83 años recapitula tramos de su paso por el siglo XX: durante casi cuatro décadas dedicó el mediodía de los sábados a almorzar con el autor de Ficciones. Pero también supo cartearse con Heidegger y compartió alguna copa con Faulkner.
Por Facundo García
Hay que estar atento, porque aunque muchos lo hayan olvidado, algunos rincones de la ciudad conectan con universos remotos. La casa de Félix della Paolera es uno de esos puentes secretos. Una vez ahí, cualquier tema puede conducir a otros tiempos. Si se quiere conversar sobre suburbios, la voz del dueño de casa hará aparecer en el living varios trenes rebozantes de poetas, como aquellos en los que viajó por el conurbano cuando compartía tertulias con el grupo al que pertenecía Oliverio Girondo. El que prefiera la filosofía podrá revisar alguna carta enviada por Heidegger, fruto de una tarde en la que el entrevistado paseaba por Basilea y se animó a tocarle el timbre al autor de Ser y tiempo. Pero eso no es todo: en caso de que se prefiera evocar la gastronomía, puede aparecer el recuerdo de William Faulkner, quien también supo compartir alguna copa junto al señor que ahora, a los 83 años, recapitula tramos de su paso por el siglo XX. Cualquiera de sus anécdotas podría justificar una nota por separado, y si en este caso la regla no se cumple es porque Della Paolera es también la persona que durante casi cuatro décadas dedicó el mediodía de los sábados a almorzar con un amigo que con el tiempo se fue haciendo bastante conocido, un tal Jorge Luis Borges.
El anfitrión es dueño de una amabilidad casi oriental, rasgo que reviste con un candor juvenil y con el pedido repetido de que esta nota “mantenga su bajo perfil”. Abre una botella de whisky como si le tocara inaugurar el fin de semana y después, ya en clima, se larga a recordar. “Nací en Buenos Aires, en 1923. Tengo 83 años. Me parece que ya no soy de la tercera edad, sino de la quinta”, dispara desde su escritorio el no-viejo y deja flotar en la sala un exquisito acento rioplatense que no se consigue en ningún country. A su alrededor persiste el aroma de cientos –¿miles?– de volúmenes que han ido anidando en su biblioteca a medida que pasaban los cuarenta años que lleva en ese lugar.
“En el ’40 yo tenía diecisiete. Mis amigos eran Enrique Molina, Olga Orozco, Juan Rodolfo Wilcock... un grupo numeroso en el que yo era el más joven”, apunta. “Solíamos ir a distintos encuentros en el conurbano. Salíamos en grupos de diez o veinte poetas, comíamos en el lugar de reunión y después nos volvíamos recitando hasta Retiro o Constitución en lo que llamábamos ‘El Tren Ebrio’; en honor al Barco Ebrio de Rimbaud.” Las postales de bohemia juvenil giran alrededor de una Buenos Aires irremisiblemente perdida, con intelectuales que se juntaban en Once a beber un alcohol que no nublaba la percepción estética. “Oliverio Girondo, que era uno de los referentes, solía invitar a veinte o veinticinco poetas a tomar manzanilla o jerez. Nos quedábamos discutiendo sobre poesía hasta cualquier hora”, rememora.
La amistad con el autor que en aquel momento estaba urdiendo los cuentos de Ficciones llegó después, una mañana de marzo de 1948. El joven Félix había ido a la estación de Adrogué para tomar el tren de las diez y cuarto. Bajo el alero del edificio inglés, alcanzó a ver la figura de un todavía poco reconocido Borges. No se atrevió a encararlo en el andén pero se acercó después, cuando viajaban juntos hacia el centro. Entre el traqueteo y el viento que entraba por las ventanillas del vagón, Della Paolera preguntó: “Disculpe, ¿usted es Borges?”. “No me queda más remedio”, fue la respuesta. Borges estaba de vacaciones en casa de su hermana Norah, pero esa mañana tenía turno para ir al oculista. “Lo acompañé a la clínica, y cuando esa noche volvimos a Adrogué fuimos al hotel La Delicia, que él menciona siempre en sus textos. En ese lugar conversamos y bebimos hasta el amanecer.” Durante aquella velada entró al lugar William Foy, un inglés muy solitario que residía en una de las habitaciones. Della Paolera le preguntó a Borges si Mr. Foy le había inspirado la creación de Herbert Ashe, el ingeniero taciturno que posee el tomo XI de la Enciclopedia de Tlön en Tlön Uqbar Orbis Tertius; a lo que el creador respondió afirmativamente. “Y por qué no lo invitamos a conversar”, preguntó Félix. “¡No! –respondió Borges–, ¡me aterraría conocer a un personaje!”
Desde aquella noche, los dos amigos empezaron a almorzar juntos todos los sábados, salvo cuando alguno de los dos viajaba. El que todavía persiste en este mundo subraya que “a veces los almuerzos eran literarios, y otras veces eran ‘paraliterarios’. Jugábamos, por ejemplo, a ver quién se acordaba de los peores poemas que había leído”. En uno de esos encuentros tuvieron el siguiente diálogo:
–Borges, a ver qué le parece esto: “unos mágicos números/ y luego la delicia/ de una voz en la mano/ como flor recién cortada/y esa voz al instante/recoge la esperada/ sensación de silencio/que misterio y caricia/...”.
–Efectivamente, Della Paolera, ha dicho usted versos realmente horribles, ¿quién es el autor?
–Enrique Larreta...
–Previsiblemente. ¿Cómo se llama la obra?
–Telefonías.
–Podría haberse llamado “Reparaciones”, ¿no?...
Cuando “Georgie” se hizo cargo de la dirección de la Biblioteca Nacional, el entrevistado tuvo oportunidad de viajar a Alemania para conocer distintas bibliotecas públicas y universitarias. Al llegar a Friburgo preguntó por Heidegger, pero nadie pudo gestionarle una entrevista con el filósofo, que tenía una proverbial reticencia a ciertos encuentros. “Entonces me fui hasta la puerta de la casa con una chica que estudiaba allá, para que me sirviera de intérprete. Toqué el timbre y nos abrió la señora de Heidegger. Esperamos. Después bajó él y al rato nos habíamos bajado dos botellas y media de vino. El estaba encantado con la chica... era un tremendo mujeriego. Tengo fotos de esa tarde. Estamos todos al lado de las pruebas de imprenta de los famosos dos tomos sobre Nietzsche, que Heidegger estaba terminando.”
Los dos litros de vino blanco le dieron tiempo a Heidegger para recordar a varios pensadores hispanoamericanos. “Se acordaba del filósofo argentino Carlos Astrada y de un montón más. En un momento dijo que le parecía interesante el sentido de la muerte en la poesía española. Salió disparado como loco hacia una habitación que estaba arriba, y trajo las obras completas de García Lorca, a quien había conocido por Ortega y Gasset. Porque no sé si sabe que Ortega, Heidegger y otros filósofos se reunían a intercambiar opiniones periódicamente, en un sanatorio... Después le envié a Heidegger la entrevista que publiqué en La Nación y él, amablemente, me respondió al poco tiempo.”
Las aventuras podrían seguir hasta cualquier hora, sin que el tiempo haga mella en la confección perfeccionista de cada frase que usa Della Paolera. De la biblioteca que hay detrás del memorioso van surgiendo discos, libros o recortes de diario. Aparece de pronto un artículo del domingo 25 de abril de 1965, donde puede leerse acerca de la presentación de un disco de Piazzolla y Borges, en el que ambos le agradecen a su “amigo común” –Félix– el haberlos presentado. La palabra sigue remontándose hacia uno u otro asunto y aclara, cerca del final, que “en el fondo, los itinerarios que uno hace por la literatura pertenecen al orden de lo secreto”. ¿Cuál es el sentido colectivo de la literatura, entonces? “Cuando yo era chico, pensaba que me iba a gustar escribir, para darles a los demás el placer que yo sentía cuando leía, pongamos, a Julio Verne. Me parece que si la literatura puede producir en alguien ese deseo generoso, ya está justificada”, asegura el hombre.
Afuera cae la noche. La despedida deja la sensación de estar despertando de un sueño. Cuando todo empieza a acomodarse, la puerta del departamento que hasta hace un minuto estaba lleno de sonido se cierra e inaugura el silencio, no sin antes sonar exactamente igual que un pasadizo.
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