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Miércoles, 4 de julio de 2012

MUSICA › A VEINTE AñOS DE SU MUERTE, LA MúSICA DE ASTOR PIAZZOLLA LO SIGUE RESISTIENDO TODO

Cómo reinventarse una y otra vez

El repaso de los múltiples giros que practicó en una carrera signada por un espíritu inconformista da pruebas de lo que significa el bandoneonista en el panorama de la música argentina del siglo XX. Este año habrá ediciones para redescubrir.

 Por Diego Fischerman

Veinte años no es nada, cantaba Gardel. Y ésa era la cifra que Astor Piazzolla, el bandoneonista que a los 13 años había aparecido en un breve papel junto al cantante en El día que me quieras, había elegido en 1964 para la temprana retrospectiva discográfica 20 años de vanguardia con sus conjuntos. Y fue hace dos décadas, el 4 de julio de 1992, cuando Piazzolla falleció tras una larga agonía. Esta vez, ese período sí ha significado algo. Aun cuando muchas cosas sigan siendo más o menos iguales, está claro que a Piazzolla y al valor de su música ya no lo discute nadie. Y aún más: para muchos no hay, para nombrar a Buenos Aires –e incluso al tango–, un sonido mejor que el que el marplatense construyó a lo largo de un conflictivo medio siglo, desde que a los 20 años ingresó como instrumentista en la Orquesta de Aníbal Troilo hasta su último sexteto pasando por sus propias orquestas y, desde ya, por sus geniales quintetos.

Inquieto y preocupado por registrar los latidos de su época, Piazzolla no tuvo un solo estilo, ni siquiera una biografía. Si no existiera el derrotero que comenzó en 1955 con el Octeto Buenos Aires, si no hubiera más que aquel orquestador que a los 22 años comenzó a arreglar para Troilo, que a los 24 dirigió la orquesta que acompañaba a Francisco Fiorentino, que un año después formó la propia –grabando 16 discos de 78 rpm para Odeón, entre septiembre de 1946 y diciembre de 1948–, y que entre 1950 y 1953 compuso para las principales orquestas del momento –Troilo, Fresedo, Francini-Pontier y Basso– alcanzaría para considerarlo un nombre fundamental del tango. Sus arreglos de “Inspiración” o, ya en 1951, de “Responso”, para Troilo, sus versiones de “Chiclana”, “Taconeando” o “Quejas de bandoneón”, con la Orquesta 1946-48, y piezas propias como “El desbande” (lo primero propio que grabó), “Se armó”, “Villeguita”, “Para lucirse”, “Prepárense”, “Contratiempo”, “Triunfal” y “Lo que vendrá” están entre lo mejor del tango de los ’40 y ’50.

Pero ése era un género con el que Piazzolla estaba en crisis. Lo conocía como nadie, admiraba a muchos de sus músicos pero despreciaba su conformismo y falta de horizontes. Decía que con sus colegas no había de qué hablar. Y, si bien gozaba del respeto de los más prestigiosos, había otros que no cesaban de hostigarlo. Y la Argentina no era –ni lo sería después– un lugar caracterizado por la tolerancia. La renovación de una música como el tango –y ya su orquesta, aunque claramente anclada allí, proponía una mirada distinta– tomaba los atributos de la traición a la patria. Y lo que en otras partes (las polémicas sobre el be-bop en los Estados Unidos, por ejemplo) no pasaba de la discusión estética, en Buenos Aires acababa frecuentemente a las trompadas. En 1953, Piazzolla, que luego de estudiar con Alberto Ginastera había ganado un concurso de composición organizado por el gobierno –el concurso tomó el nombre de Fabien Zevitzky, director de la Sinfónica de Indianápolis que el año anterior había conducido a la Orquesta del Estado y al que se comprometió para que dirigiera un concierto, en la Facultad de Derecho, con las obras premiadas–, decidió viajar a París y allí llegó a tomar diez lecciones con la prestigiosa Nadia Boulanger. Quería convertirse en compositor clásico, pero el resultado de su periplo fue paradójico. La vieja maestra le recomendó que se dedicara al tango.

La experiencia parisina resultó fundamental para el nacimiento del segundo Piazzolla. Por un lado, grabó una serie de discos, para los sellos Festival, Vogue y Barclay, donde por primera vez prescindió del molde de la orquesta de tango (aun con agregados como el oboe, tal como había sucedido en la grabación de “Dedé”, en 1951), colocando al bandoneón como solista absoluto, junto a un piano y una orquesta de cuerdas. Y por otro, porque el dueño de uno de los sellos para los que realizó estos registros, Charles Delaunay, de Vogue, le hizo escuchar otros discos grabados por él, entre ellos los que documentaban las actuaciones del cuarteto de Gerry Mulligan en la Salle Pleyel, poco tiempo antes de que el bandoneonista llegara a París, y el del sexteto de Oscar Pettiford. Una grabación que tuvo una influencia notable en el octeto que Piazzolla crearía al volver a Buenos Aires. Allí había un cello (tocado por Pettiford) y estaba, además, la guitarra eléctrica de Tal Farlow, en un papel solista que resultaba sumamente novedoso. El regreso a la Argentina nada tuvo que ver con aquel de Cobián a Bahía Blanca. El bandoneonista no volvió vencido, a pesar de la decepción con Boulanger, sino lleno de ideas y con la decisión para llevarlas a cabo. Creó el revolucionario Octeto Buenos Aires, donde incluía otro bandoneón, tocado por Leopoldo Federico, dos violines (el virtuoso Enrique Mario Francini y Hugo Baralis, quien había sido solista en su Orquesta 1946-48), el piano de Atilio Stampone, el cello de José Bragato, la guitarra eléctrica de Horacio Malvicino (reclutado en el Bop Club) y el contrabajo de Hamlet Greco, luego reemplazado por Juan Vasallo, y con el que grabó un disco de duración media para Allegro (Tango progresivo) y un LP para Disc Jockey (Tango Moderno). Y, paralelamente, con la misma conformación de sus discos parisinos, grabó cuatro temas para el sello TK (“Azabache”, “Negracha”, “Sensiblero” y “Lo que vendrá”), dos para Odeón (“Vanguardista” y “Marrón y azul”) y dos LP, Lo que vendrá, registrado en Montevideo para Antar-Telefunken, y Tango en Hi-Fi, para Music-Hall. Allí el violín solista era el de Vardaro y había temas notables como “Melancólico Buenos Aires” (en el segundo disco) y “Tres minutos con la realidad”, uno de los experimentos más modernistas de Piazzolla, que aparecía en ambos discos aunque en la versión montevideana tenía percusión, lo que ponía más en evidencia su filiación bartokiana.

En 1958 llegó otro viaje. De nuevo Nueva York, donde Piazzolla había vivido en su infancia, y el sueño de trabajar allí con un proyecto del que después renegaría pero cuyos resultados estuvieron lejos de tal escarnio. Además de algunos arreglos para grupos y cantantes latinos (Fernando Lamas, José Duval, The Di Mara Sisters, Machito), el bandoneonista creó por primera vez un quinteto (en rigor un sexteto, ya que a su instrumento, vibráfono, guitarra eléctrica, piano y contrabajo, se agregaba percusión) en el que mezclaba temas propios con versiones de clásicos del jazz. Más allá de las congas, que en esa época eran vistas por cierto público fino –en el que se contaba Piazzolla– cono signo suficiente de oprobio, en ese grupo se sumaba, al manejo experto de los contracantos y al swing que siempre había tenido, una nueva contención en la escritura. Y un sonido que, con la incorporación del violín en lugar del vibráfono, caracterizaría a la creación más extraordinaria y duradera. Ese quinteto que fundó al regresar a Buenos Aires y al que, con algunos cambios de integrantes y a pesar de varias idas, siempre volvería.

En el comienzo se sucedieron tres violinistas, Symsa (Simón) Bajour, Elvino Vardaro y Antonio Agri, que permaneció incluso hasta la primera formación del grupo eléctrico de 1975-1977. A Malvicino lo sucedió Oscar López Ruiz, que integró también el Noneto de 1972-1973 y la primera formación del nuevo quinteto de fines de 1978. Durante el primer período se alternaron dos pianistas, Jaime Gosis y Osvaldo Manzi, y el contrabajista fue Kicho Díaz, que había tocado en la orquesta de Troilo. En 1964 hubo un breve octeto con flauta y percusión, una formación a la que volvería en 1968, para la “operita” María de Buenos Aires, que compuso junto a Ferrer, con quien también creó, un año después, dos de sus piezas más exitosas, “Balada para un loco” y “Chiquilín de Bachín”. Después del noneto, Piazzolla se mudó a Italia, donde comenzó a grabar con un formato más cercano al jazz rock (el solo de órgano eléctrico en la versión de “Adiós Nonino” incluida en Libertango, el de piano eléctrico en “Whisky”, en la Suite Troileana). En esa época formó su grupo electrónico, que hacia fines de la década abandonó para volver a su viejo amor, esta vez con Fernando Suárez Paz (que había integrado la primera formación del Sexteto Mayor) en violín, Pablo Ziegler en piano y Héctor Console en contrabajo. López Ruiz fue el primer guitarrista y, en un movimiento simétrico al de los comienzos, lo reemplazó Malvicino.

Luego llegó el sexteto, con cello en lugar del violín, el agregado de otro bandoneón y un impensado Gerardo Gandini en piano. Sin dejar ningún disco de estudio completado y con varios cambios de integrantes en apenas un año de existencia, queda de este grupo, no obstante, un sonido espeso y oscuro, nuevos arreglos de viejos temas, como “Buenos Aires Hora 0” y “Tres minutos con la realidad”, y unos cuantos estrenos. Pero, dicen los que lo conocían, Piazzolla no era el mismo. Había tenido un infarto de miocardio en 1973 y en 1988, antes de formar el sexteto, le habían realizado una operación de cuádruple by pass. El 5 de agosto de 1990, en su casa de París, tuvo un infarto cerebral. Lo trasladaron a Buenos Aires una semana después. Contaba su hijo Daniel –que además había sido su músico, tocando el sintetizador a mediados de los ’70–, que reaccionaba cuando escuchaba música y, durante los dos años hasta su muerte, se ocupó de que siempre estuviera sonando la que él prefería. “La muerte del ángel”, “Romance del diablo”, “Calambre”, “Tristezas de un Doble A”, “Invierno porteño”, “Milonga del ángel”, “Revolucionario”, “Soledad”, “Contemporáneo” y, claro, “Adiós Nonino” son apenas algunas obras que transformaron para siempre el campo de la música artística de tradición popular. Veinte años después, el Conservatorio Superior de Música de Buenos Aires y el aeropuerto de Mar del Plata, su ciudad natal, llevan su nombre. Son muchas más, sin embargo, las marcas de su música.

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A mediados de los años ’50, el bandoneonista volvió de París lleno de ideas y con la decisión para llevarlas a cabo.
 
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