Domingo, 12 de enero de 2014 | Hoy
MUSICA › OPINION
Por Eduardo Fabregat
La escena tuvo lugar en Beijing, durante la fiesta de cierre de los Juegos Olímpicos de 2008. En la pista olímpica, un double decker rojo simbolizaba el “pase” a la próxima cita, que tendría lugar cuatro años después en Londres. Un zumbido grave se encargó de generar expectativa; de pronto, de las entrañas del bondi tan típicamente inglés empezó a subir una plataforma, una cabellera blanca y un riff que les puso la carne de gallina a millones de personas en todo el globo. Y entonces, sobre el techo del ómnibus estaba Jimmy Page y su legendaria Les Paul Sunburst ’59, y lo que sonaba era “Whole lotta love”: en la fiesta del deporte, la estampa y el sonido del violero de Led Zeppelin pusieron la cereza en el postre, con Leona Lewis haciendo los honores a las partes vocales. Curioso efecto de los años: aquello que alguna vez asustó a la sociedad sirvió como síntesis de un buen cacho de la cultura inglesa. En 2012, a Page le hicieron un inexplicable desplante al dejarlo afuera de la ceremonia de apertura de los JJ. OO. londinenses, pero eso ya es otra historia.
Lo que llama la atención, al cabo, es otra cosa. En enero de 1996, Robert Plant y Jimmy Page se presentaron en el estadio de Ferro Carril Oeste, en un proyecto conjunto que no se limitaba a Led Zeppelin, sino que abrevaba en las músicas orientales que siempre fueron del gusto de ambos músicos. Aunque fue inevitable dejarse llevar por el poder hipnótico de tener semejantes leyendas sobre un escenario local, también fue cierto que no estaban en su mejor forma. Plant apelaba a un arsenal de cámaras de voz, Page llegó una fracción de segundo tarde en algunas digitaciones; al tercer tema se los vio sentados en banquetas, cansados por el trajín. Once años después, la reunión de Zeppelin en el O2 Arena de Londres dejó excelentes resultados artísticos, con Page, Plant y John Paul Jones bien a la altura de la leyenda. En noviembre de 2012, Robert Plant se presentó en el estadio Luna Park y dio un show impecable: junto a The Sensational Space Shifters, le dio a las canciones del dirigible y las de sus últimos y formidables discos un viraje de hipnosis lisérgica que borró cualquier comparación con aquellos años mozos de pecho al aire y alarido en las alturas.
Page cumplió 70 el jueves. Plant cumplió 65 en agosto pasado. Y lucen mejor que hace dieciocho años.
También en 2013, el Hyde Park de Londres recibió a una banda llamada The Rolling Stones. La última vez que habían subido a ese escenario era 5 de julio de 1969 y acababan de enterrar a Brian Jones. El 6 y 13 de julio del año pasado, Mick Jagger (70), Keith Richards (70), Charlie Watts (72) y Ronnie Wood (66) dieron junto a sus músicos de apoyo un concierto vibrante y sonaron sin fisuras. Quien tenga dudas puede consultar el DVD Hyde Park Live: en la tercera edad, los Stones muestran una garra no tan evidente en algunos pasajes de su carrera de los ’80 y ’90. De hecho, puede compararse el soberbio A bigger bang (2005) con los algo rutinarios Voodoo lounge (1994) o Bridges to Babylon (1997) para advertir que, también en el estudio, los Stones vienen añejando mejor de lo que envejecieron.
Véase Old ideas, de Leonard Cohen (79); escúchese Le Noise, tormenta eléctrica desatada en 2010 por Neil Young (68) sólo con su guitarra; en 13, Ozzy Osbourne (65), Tony Iommi (65 y bajo un tratamiento por cáncer linfático) y Terence “Geezer” Butler (64) dan lecciones de rock duro, y quien sospechaba de un exceso de rosqueo del productor Rick Rubin, sólo tuvo que ir al Estadio Unico de La Plata para guardarse la suspicacia. Paul McCartney (71) se pasea por el mundo brindando conciertos de tres horas, y edita el lozano New: la discografía de los últimos años del Beatle supera largamente algunas de sus obras de hace dos décadas. Bruce Springsteen se da el lujo de superar incluso la marca de Paul, con conciertos de hasta cuatro horas. En 12/12/12, el show a beneficio de las víctimas del huracán Sandy, Pete Townshend (68) y Roger Daltrey (69) dieron una performance por demás convincente de clásicos de The Who como “Pinball wizard” y “Baba O’Riley”. A los 67 años, Patti Smith tiene plena vigencia con las canciones de Banga. A la misma edad, David Bowie saca de la galera un discazo como The next day.
El público argentino ha podido comprobar la teoría con sólo prestar atención al escenario: en 2009, AC/DC –grupo encabezado por Brian Johnson, cantante de 66 años, y Angus Young, incombustible guitarrista de 58– demolió el estadio de River y superó por mucho lo que se había visto de ellos en 1996 con el Ballbreaker Tour. En el Gran Rex de abril de 2012, Bob Dylan hizo otra soberbia parada de su Neverending Tour, título que lo dice todo. A pesar del discutible uso de playback, no puede dejar de celebrarse la inquietud de Roger Waters para, con siete décadas encima, salir a la ruta con la parafernalia de The Wall. En el Luna Park de 2011, John Fogerty exhibió una vitalidad mayor que la de más de uno que ocupaba las plateas y ya no podía pararse a bailar los inoxidables clásicos de Creedence. Los conciertos en la Argentina de un ya veterano Lou Reed fueron lecciones de rock and roll. La triste excepción en el recuento es el pobre Chuck Berry (87), padre fundador del rock and roll al que su familia debería dejar descansar en el porche de alguna buena casa sureña, antes que exprimirlo del modo cruel que se vio en el Luna Park.
Es una linda paradoja que algunos de estos músicos –Neil Young con aquello de “mejor arder que desvanecerse lentamente”, Townshend con eso de desear morirse antes que llegar a viejo– hayan sido los primeros en desconfiar de lo que podrían dar de sí una vez que se evaporaran la adrenalina y belleza juvenil. Muchos de ellos transitaron en algún momento de la mediana edad una meseta creativa, sólo para picar más alto y llegar a este momento con un estado que deberían envidiarle chicas y muchachos que la maltrecha industria de la música insiste en vender como la próxima gran cosa, y son a menudo una repetición de fórmulas sin mayor gracia. No es este un alegato que pretenda que sólo los viejos tienen algo para ofrecer: en el panorama musical abundan los grandes artistas de todas las edades. Y los artistejos adolescentes inventados en un escritorio no son un fenómeno nacido en este tiempo. No es que la tercera edad sea una garantía de buenas cosas, pero tampoco puede negarse la curiosidad. En los días posteriores al papelón de Justin Bieber en el Monumental, circuló en Facebook una cruel comparación entre la performance del pibe canadiense y la de McCartney, tan verídica como ociosa. Será que los músicos que transitan los últimos años de su carrera se ven compelidos a dar aún más de sí, a apurar los últimos tragos, a demostrar a quien quiera ver y escuchar que el juego está lejos de estar terminado.
Igualmente ocioso, aunque inevitable, es preguntarse qué cosas podrían estar ofreciendo aún aquellos que ya no están. Dado que la música tiene mucho de juego, uno no puede evitar la fantasía de unos Beatles en el siglo XXI, de la poesía crepuscular de un Jim Morrison de 70 años, de donde podrían haber ido a parar las experimentaciones sonoras de Jimi Hendrix. Más de una conversación casual entre amantes de la música suele liquidarse con la frase “no, Jimi hoy estaría hecho mierda”, pero este recuento sirve para relativizarlo. Sobre todo si se tiene en cuenta todo lo que circuló por los cuerpos de Richards u Ozzy y allí están, a sus anchas en su mundo y todavía capaces de generar arte. Imposible no trasladarlo aquí y lamentar no tenerlo a Miguel Abuelo a los 67, a Federico Moura a los 62, a Luca Prodan a los 60. Y a Luis Alberto, claro, que se fue a los 62 dejando el precioso recuerdo de Vélez, un artista en plenitud.
Alguna vez se sostuvo que el rock sólo podía ser joven, porque entonces todo era joven y no podía imaginarse otra cosa. Lo que queda claro, en este flamante 2014 y con tanto para escuchar y alimentar el alma, es que la audacia no tiene edad. Y a veces es mejor irse lentamente que arder en un fuego que sólo deja cenizas.
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