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Lunes, 14 de julio de 2008

LITERATURA › GABRIELA MASSUH, DIRECTORA DEL GOETHE Y AUTORA DE LA NOVELA LA INTEMPERIE

“A mí me gusta un poco más de contaminación en el arte”

Una separación entre dos mujeres y la crisis posterior a 2001 van articulando la primera novela de la crítica cultural, docente y ensayista. “En la literatura ya nadie sufre”, dice Massuh, que construyó una ficción sobre la base de una pérdida personal.

 Por Silvina Friera

Como Hannah Arendt, la narradora de La intemperie (Interzona), primera novela de Gabriela Massuh, escribe para entender, para conjugar un sentido frente al dolor por la separación de su pareja, Diana, que dejó un espacio en blanco en su vida. Elige una forma de narrar que flota por las aguas del diario íntimo, la crónica, el ensayo y la novela, sin decidirse por ninguna, pero como si estuviera a gusto en medio de ese remolino de géneros. Quizás esta elección obedezca a la necesidad de descubrir una ficción que se comprometa con la época, alguna manifestación o experimento que pudiera hacer estallar el entendimiento, que no se conformara con repasar los acontecimientos previos al abandono –un catálogo de situaciones que remiten al tedio y al desencanto– ni con sondear ese dolor íntimo en cuyos pliegues se posa el recuerdo de la persona ausente. Se resiste a vomitar frases de ritmo prefabricado, cursilerías de ocasión, pero hay momentos en que no puede prescindir de Diana y navega “como alma en pena a la altura de los zócalos de mi casa”, dice, parafraseando a Daniel Melero. La ruptura se produce poco después de la crisis de 2001 y para la protagonista –que desde una institución internacional articula proyectos con artistas plásticos– resulta imposible sustraerse del entorno, no contaminarse con la catástrofe económica que hundió a más del cuarenta por ciento de la población debajo de los índices de pobreza y que llevó a miles de familias a revolver la basura para comer o vender cartón.

En una librería de Palermo, la directora del Instituto Goethe en Buenos Aires cuenta que le interesa el entrecruzamiento de lo privado y lo político porque “la teoría de género destruyó esa politización de lo privado”. Ella define su primer libro de ficción como “un falso diario, una falsa novela y una falsa crónica”. El formato del libro proviene de los modos de producción con que cuenta Massuh: la escritura fragmentaria. “Tengo un trabajo de ocho horas y escribo en los márgenes. La construcción de la novela fue como un enorme rompecabezas donde fui sacando y poniendo fragmentos, articulando y llenado con historias de ficción para que fuera entretenida, porque mi gran miedo era que fuera un plomo”, confiesa la escritora en la entrevista con PáginaI12. “Ese no género que tiene el libro, que es una especie de crónica, diario, novela, ensayo, fue por la necesidad de decir cosas que sentía que no tenía lugar para decirlas. Yo, salvando las distancias con las verdaderas víctimas de la exclusión social, también había sido una excluida de la vida de una persona.”

Massuh admite que no hubiese podido escribir una novela convencional porque para eso se necesita contar con un saldo a favor de, por lo menos, ocho horas diarias. “Me interesaba la libertad que te brinda un espacio de ficción, pero no escribir una novela en sí”, aclara. En La intemperie aparece una serie de artistas plásticos, poetas y escritores que entablan diálogos con la protagonista, como los poetas Sergio Raimondi y Cecilia Pavón, o que Massuh cita, como Emiliano Bustos, Bárbara Belloc o Ariel Devicenzo; artistas plásticos como los alemanes Alice Creischer y Andreas Siekmann o la francesa Anne Sophie y la dramaturga Beatriz Catani. “Me ayudaron muchísimo no sólo a superar el dolor sino a bucear dentro de lo que quería decir. Yo reflexionaba con todos ellos y les robé mucho”, plantea la escritora.

–En una zona de su novela adquiere mucha relevancia Rímini, el protagonista de El pasado, de Alan Pauls. ¿Qué encontró en ese personaje?

–Lo encontré un par, un personaje que sufría, porque en realidad ahora en la literatura nadie sufre, no hay sufrimiento. Cuando una novela me gusta, necesito sentirme solidaria con el autor y con los personajes.

–En un momento cuenta que durante los ’90 dejó de leer ficción y que sólo leía ensayos. ¿Por qué ese rechazo a la ficción de los ‘90? ¿Esa literatura vivía la “fiesta menemista” y no daba cuenta de la realidad?

–No, esa literatura no vivía la fiesta menemista, de ninguna manera, pero era una literatura que se encerró demasiado en un concepto de ficción. Para mí el paradigma fue Historia Argentina, de Rodrigo Fresán; lo compré porque creí que era una especie de historia o crónica argentina y no tenía nada que ver, era un libro de cuentos. Los títulos eran muy engañosos y no trataban de lo que realmente estaba pasando. Siempre necesito leer para entender y en la ficción de los ’90 encontraba paliativos que no me interesaban mucho. Cuando empecé a leer El pasado, me di cuenta de que había otra cosa en ese personaje que sufre, se droga, está desesperado, hace papelones, es un ridículo, una especie de parodia de sí mismo. Rímini es un personaje que no existía en los ’90 y me dio muchísimo placer encontrarlo. Y justo apareció cuando estaba escribiendo La intemperie.

–El año pasado Daniel Guebel publicó Derrumbe y Sergio Bizzio Era el cielo, dos novelas donde justamente aparecen personajes que sufren a raíz de una separación.

–Sí, pero yo terminé de escribir la novela en 2005, por eso en el libro cito muchos poetas en los que encontraba una fisura hacia lo real. Ahora hay una tendencia a decir que están apareciendo más novelas con un yo autobiográfico, pero no sé si es así. Pienso que fueron como restos de lo que era la ficción, la construcción de mundos que no tuvieran nada que ver con lo real. El sufrimiento no tenía prestigio en una determinada clase social, tal vez por pudor o por miedo. Pero también me pasó lo mismo con las novelas francesas y alemanas; con Amélie Nothomb, que tiene un enorme afán de ridiculizarse así misma, pero no tiene ese afán novelístico de poner algo más. Y tal vez no se pueda.

–¿Por qué no se puede?

–No hay demasiado tiempo como había antes para se dé ese afán novelístico, que podría sonar pretencioso, y creo que hay mucha defensa contra la desesperación y la pérdida. Este es un mundo sumamente convulsionado donde más que nunca se pone de manifiesto una normalidad muy extraña: “todo está bien”, “todo está perfecto”, seguimos mandando los chicos al colegio, seguimos comprando en los countries, seguimos aislándonos, pero estamos haciendo agua. Uno tiene que negar un poco esas cosas para seguir viviendo. Y eso me parece legítimo.

–En ningún momento aparece el acento puesto en la cuestión del lesbianismo o en un discurso de género. ¿Por qué? ¿Fue deliberado no subrayar esta condición?

–Es que carezco absolutamente de discurso de género. No quería encontrar una identidad a partir de la pertenencia a un grupo minoritario. Le tengo mucha alergia a eso; estoy en una fase anterior del feminismo, precisamente aquella que une lo político con lo privado. No creo en esas identificaciones de campus americanos universitarios porque son bastardizaciones de la política. Es más: son pretextos de políticas porque no son de verdad. Además impiden tener la solidaridad de un conjunto social más amplio. En ese sentido evité toda teorización, toda ideología alrededor de eso.

–Esta postura no es la mayoritaria dentro de las minorías sexuales.

–Sí, esas minorías son una manera de defensa y yo no quería armar ninguna defensa. Tal vez haya quedado excesivamente expuesta, pero jamás pude identificarme con esos grupos minoritarios. Una vez fui jurado de la fundación Rockefeller y me tocó leer un montón de proyectos redactados en Estados Unidos. Y todos empezaban: “Yo en tanto que árabe, inmigrante, siendo zurda...”, era como la hipertrofia del discurso identitario. Y ahí me di cuenta de lo ridículo que era.

“Todavía me cuesta mucho leer novelas. Son universos muy cerrados en sí mismos que no están contaminados, y a mí me gusta un poco más de contaminación en el arte –explica la escritora–. Está muy arraigado el sentimiento de que la novela no tiene que tomar partido. Y digo yo: ¿por qué no?” Massuh recuerda que Daniel Link instauró un permiso para que se animara a escribir. “Cuando leí su Carta al padre, me di cuenta de que era posible escribir así, porque a mí me cerraba lo que decía. Link me abrió una puerta”, revela la escritora.

–¿Por qué cuando la protagonista se encuentra con las Obras completas de Borges dice: “Basta de Borges”?

–Porque hay interpretaciones sobre interpretaciones sobre interpretaciones en donde todas son viudas de Borges. Si hoy no damos cuenta de la realidad, es porque el peso de Borges todavía sigue vigente con sus mundos de palabras autosuficientes. Creo que deberíamos volver a Puig, que es el escritor más actual.

Massuh sabe que se expuso demasiado en esta primera novela. Durante la escritura, sentía que estaba a la intemperie, como el título del libro. “Tenía que romper un cascarón y poner muchas cosas sobre la mesa; tenía que sostener muchas opiniones personales y políticas que pensé y dije”, subraya.

–¿Escribir sobre la pérdida es como desplazarse por una cornisa?

–Y sí... ¿quién quiere escuchar o leer sobre eso? Yo sí quiero leer sobre eso. Sylvia Plath decía que “lo que estaba peor que yo me consuela”.

–¿Diana leyó la novela?

–Sí.

–¿Le reprochó por cómo aparece?

–No, no me reprochó nada.

–Pero ella no queda muy bien parada...

–No hubo mala intención, cada una hizo lo que pudo. Si ella pudo así, pudo así. Tampoco es tan grave... Y además, ¿quién le va dedicar un libro? (risas).

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Massuh construyó un libro que deambula entre el diario íntimo, la crónica, el ensayo y la novela.
Imagen: Guadalupe Lombardo
 
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