Domingo, 12 de octubre de 2008 | Hoy
LITERATURA › LAS MANíAS DE LOS ESCRITORES REUNIDAS EN UN LIBRO
Proust trabajaba hasta las 7 de la mañana, Dostoievski escribía día y noche, Sartre era un grafómano obsesivo y Marguerite Duras tenía siempre al lado una botella de whisky. Estas y otras historias fueron recopiladas por el autor italiano Francesco Piccolo en Escribir es un tic.
Por Silvina Friera
En la era de la grafomanía, el oficio de escritor no se considera tal. Cualquiera puede “ejercerlo”, basta con escribir un relato o algo que se le parezca. El chileno Luis Sepúlveda siempre se acuerda de un oficial de aduanas de Quito. “Cada vez que tenía que mendigar una visa me preguntaba la profesión. Cuando le contestaba: ‘Escritor’, repetía: ‘Le he preguntado la profesión’”. Muchos, como ese oficial de aduanas, creen que los escritores escriben cuando tienen “mal de amores”, cuando hay luna llena o, con suerte, cuando reciben la visita de esa extraña dama llamada Inspiración. En Escribir es un tic (Paidós), el escritor italiano Francesco Piccolo propone un recorrido ligero de equipaje por los métodos y las manías de Balzac, Hemingway, Claudio Magris, Ian McEwan, Thomas Mann, Marcel Proust, Gabriel García Márquez, Paul Valéry, Kafka, Sartre, Georges Simenon, William Faulkner, Marguerite Duras, Mark Twain, Raymond Carver, Italo Calvino y Gustave Flaubert, entre otros escritores. El libro, según plantea el autor en el prólogo, nació de un deseo íntimo. “Sentía la necesidad de reunir una documentación práctica para mostrar que el oficio de escribir tiene sus reglas y no se parece en nada a esa imaginería de colegial tan falsa.” Pi-ccolo, en su embestida contra el mito romántico del poeta, copió páginas y páginas en la que los escritores hablaban de cómo escribían, dónde, cómo habían empezado y por qué, “para recordarme a mí mismo todos los días que la escritura es una combinación original de devoción sagrada y mentalidad de empleado”.
Cuando William Faulkner vivía en Nueva Orleans, conoció a Sherwood Anderson. “Pasábamos las tardes paseando juntos por la ciudad y hablando con la gente. Luego, por la noche, delante de una o dos botellas, él hablaba y yo escuchaba. Antes del mediodía no lo veía nunca. Se quedaba en casa trabajando. Decidí que si ésa era la vida del escritor, yo también lo sería”, dijo el autor de Las palmeras salvajes. Kafka confesaba que el ritmo de su vida estaba organizado exclusivamente con vistas a escribir: “Si experimenta cambios, lo hace para adaptarse lo mejor posible al escritor, porque el tiempo es corto, las fuerzas son escasas, la oficina es un espanto, la habitación es ruidosa, y hay que salir del paso con artificios, cuando no se puede hacer con una buena vida recta”. Un periodista que entrevistó a Ian McEwan se sorprendió por la vida que llevaba el autor de Expiación, con esposa e hijos, té y costumbres semanales, en contraste con sus historias crueles, inquietantes. “Esta tranquilidad requiere un afán continuo y unos ajustes continuos. Considero que es la condición indispensable para tener trato con mi imaginación”, revela el escritor británico, y recuerda que Flaubert decía que habría que vivir como un burgués y escribir como un loco. “Si te creés el mito romántico del poeta que se acuesta a las cinco de la madrugada, borracho y con cinco o seis mujeres a la vez, puedes hacer lo que sea menos escribir”, ironiza McEwan.
Proust tenía la costumbre de volver a su casa muy tarde. Se ponía el pijama y un grueso jersey de lana del Pirineo, y trabajaba hasta las siete de la mañana o incluso hasta más tarde. Sentado en la cama, las rodillas le servían de escritorio; la posición era incómoda, pero Proust no se preocupaba por su salud ni por su comodidad. En una carta a su amigo Louis de Robert cuenta que, al escribir así, apoyado en el codo, en papeles inestables, se sentía muerto de cansancio al cabo de diez renglones. Escribía deprisa, con pluma de marca Sergent Major. En la mesita de luz tenía quince plumas al alcance de la mano (si una se le caía, no tenía que recogerla), dos tinteros escolares de vidrio, un reloj de péndulo barato y material para sus inhalaciones. Gabriel García Márquez señala que su maestro fue Hemingway. La lección que aprendió del narrador norteamericano fue ésta: “El descubrimiento de que el trabajo de todos los días sólo debe interrumpirse cuando ya sabes cómo reanudarlo al día siguiente. No creo que se haya dado nunca un consejo mejor para escribir. Es, ni más ni menos, el remedio absoluto contra el fantasma más temido por los escritores: la agonía matutina ante el papel en blanco”.
El propio Hemingway narró de un modo magistral su jornada de escritor parisiense en París era una fiesta. Por lo general escribía en una cafetería, pero durante una temporada solía alquilar una habitación de hotel bien calefaccionada, y mientras escribía comía mandarinas o castañas asadas. Subía a la habitación con una idea en la cabeza, trabajaba toda la tarde desarrollándola, escribiéndola una y otra vez hasta que surgía otra idea. Cuando aparecía esa nueva idea, Hemingway dejaba de escribir. Cerraba el cuaderno y salía, muy contento, a dar una vuelta por París; sabía que hasta el día siguiente ya no debía pensar en esa idea, para que el subconsciente trabajara por él. Leía, caminaba, hacía gimnasia, se acostaba con su mujer.
Un caso especial es el de Salman Rushdie. Cuando se pronunció la fatwa contra él, cambió radicalmente su vida y en pocos años vivió en más de cincuenta casas distintas; pero a pesar del peligro y la vida desordenada, todos los días encendía la computadora a las diez y media de la mañana y trabajaba unas cuatro horas.
“La primera redacción la hago a mano –explicaba Raymond Carver–. Con soltura, casi con prisa. Luego escribo a máquina y ya cambio algunas cosas. Añado, quito. Hago dos o tres redacciones y entonces le paso el borrador a Tess, que me da su opinión. Luego entrego la copia mecanografiada a una señora que tiene una computadora personal. A la mañana siguiente ella me trae el texto impreso. Hago más correcciones, hago cortes, a veces radicales, y se lo devuelvo. Ella vuelve a escribirlo y así varias veces, cinco, diez. He llegado a hacer treinta redacciones de un relato. Con una poesía incluso más.” Dostoievski escribía día y noche, en cambio T. S. Eliot sólo un par de horas: “He descubierto que más de tres horas no funciona. Como mucho pulo un poco el texto. Cuando me he pasado de las tres horas, nunca he producido cosas satisfactorias. Es mejor dejarlo ahí y dedicarse a otra cosa”.
El mejor “órgano de control” de la escritura es la reescritura. Flaubert afirmaba: “Escribir significa reescribir”, y en una carta a Louise Colet comentaba: “Hoy me he pasado ocho horas corrigiendo cinco páginas y creo que he trabajado bien”. García Márquez escribe y corrige, corrige y escribe hasta que su agente literario le imprime el manuscrito, casi a la fuerza. “Un libro no se termina, se abandona”, admite el colombiano, y de mala gana lo entrega a su destino. Sartre escribía cuarenta páginas diarias de lo que fuera (sobre todo cartas), pero era un grafómano obsesivo. Mary McCarthy hacía crítica teatral en una revista, pero cuando se casó con Edmund Wilson, su marido decidió que podía dedicarse a la narrativa. “Me metió en un cuartito, no me encerró con llave pero me dijo: ‘Quédate ahí y trabaja’. Lo hice, me senté y me puse a escribir”, recordaba la autora de Memorias de una joven católica. Una costumbre rígida como la de Paul Valéry, que todos los días, de cuatro a siete de la mañana (en la “hora pura y profunda”) tomaba asiento en su escritorio, y nos ha regalado sus 261 Cuadernos, escritos entre 1894 y 1945, una de las obras más luminosas del siglo XX. Valéry dedicaba a los cuadernos las horas incipientes de la mañana.
Los ritos están presentes en todas las formas de creación artística. La Premio Nobel de Literatura Toni Morrison cuenta que el cuarto donde escribe está lleno de duendes y espíritus mágicos y está tan convencida que no deja entrar a nadie por miedo a que esas figuras mágicas se escapen si ven a un extraño. Los instrumentos de trabajo imprescindibles de Marguerite Duras eran una botella de whisky siempre a mano, “una marca de tinta negra difícil de encontrar” y la misma mesa y la misma silla delante de la misma ventana. Y, sobre todo, la casa en silencio, una casa tan querida que la consideraba “un caparazón protector”. Cuando Balzac se disponía a escribir un libro, no admitía distracciones: cerraba las cortinas y no distinguía el día de la noche. Mientras duraba la composición, no bebía vino ni licores. Pero era adicto al café. Thomas Mann reunía a su familia todas las noches y les leía lo que había escrito durante el día. Después entablaba discusiones con su esposa y sus hijos, que tenían permitido opinar. Más de una vez, Mann acababa aceptando sus consejos.
Mark Twain, con precisión obsesiva, llevaba la cuenta de las palabras que había escrito durante el día: “en sus manuscritos se pueden ver pequeños números escritos a lápiz cada equis páginas”. Hemingway, cuando escribía, llevaba como amuleto en el bolsillo derecho “una castaña de Indias y una pata de conejo raída, con los huesos y los tendones relucientes de tanto sobarlos”. Bruce Chatwin tenía fijación con los cuadernos donde anotaba sus impresiones durante sus viajes; eran del tipo moleskine), fabricados por una pequeña empresa familiar de Tours, pero Chatwin los compraba siempre en una papelería de la Rue de l’Ancienne Comédie y escribía en ellos su nombre y dirección, y ofrecía generosas recompensas, si los perdía, a quien los encontrase. A Antonio Tabucchi le gusta escribir en cuadernos escolares con tapas negras y lomo rojo. En Italia ya no los encuentra, por lo que va a buscarlos a las tiendas de la vieja Lisboa. Calvino solía escribir en el reverso de las galeras, sobre todo en su despacho de la editorial Einaudi, porque además de ahorrar papel pensaba que así se le bajaban los humos.
Georges Simenon sacaba una guía telefónica al azar, se sentaba a la mesa y la hojeaba. Cuando encontraba un nombre que le gustaba lo escribía en un papel. Seguía consultando guías hasta haber reunido una treintena de nombres en su lista. Luego empezaba la segunda fase: con la lista de los treinta nombres en una mano y en la otra una bola de oro macizo, que habitualmente estaba encima de su escritorio, paseaba de un lado a otro de su despacho haciendo resonar en su boca los nombres que había copiado, uno a uno, como cuando un catador paladea un sorbo de vino. Cuando uno de los treinta nombres no superaba la prueba, el creador de Maigret, ese comisario de mirada profunda, se detenía un momento junto a la mesa y lo tachaba con un lápiz. El rito proseguía hasta que la lista se reducía a doce nombres. Entonces empezaba la fase número tres: volvía a sentarse a la mesa y escribía una ficha biográfica de cada uno de los doce nombres, en hojas separadas. Después apilaba esas hojas como naipes sobre el tablero de la mesa, barajaba los destinos de los personajes y por fin se ponía a escribir la novela, sin separar el lápiz del papel.
“En casa no puedo escribir, necesito aislamiento, y la cafetería es un aislamiento especial: es el sitio donde la soledad se verifica en medio de los demás”, subraya Claudio Magris. Cuando Don DeLillo está lejos de su casa, se lleva su máquina de escribir, pero admite que necesita varios días para acostumbrarse al nuevo ambiente. “Es un trastorno muy grande no tener tu propia mesa, tus propias paredes, ciertas imágenes, las fotografías, los objetos, los libros. Es como estar perdido en el espacio, y necesitás una eternidad para acomodarte.” DeLillo nunca pudo familiarizarse con la computadora. “Necesito el ruido de las teclas, de las teclas de la máquina de escribir manual. La materialidad de un tecleo tiene un peso, es como si usara martillos para esculpir las páginas.” La máquina de escribir de Isaac Bashevis Singer, Premio Nobel de Literatura, era, sin duda, la más especial: “No es una máquina de escribir, es un crítico literario. Lo he dicho también en Estocolmo. Cuando la historia que estoy escribiendo no le gusta, deja de trabajar”.
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