Martes, 27 de marzo de 2012 | Hoy
LITERATURA › LEOPOLDO BRIZUELA Y LOS SIGNIFICADOS DE UNA MISMA NOCHE
El jurado del Premio Alfaguara la consideró un “thriller existencial hipnotizante”. En esta entrevista, el escritor platense desmenuza los hilos que unen su propia historia con lo que relata la novela e insiste en la necesidad de seguir abriendo la memoria.
Por Silvina Friera
La Itaka apunta al blanco. El tintinear sombrío de la moneda de la muerte se siente en el aire. Pero no se escucha. El tiempo se estanca en la siniestra geometría del suspenso. El blanco es un adolescente de 13 años que toca el piano en su casa de Tolosa, cuando una patota requisa las casas de la cuadra de ese barrio de La Plata arrasado por el terror. El operativo avanza: ya están en el living, en la cocina, en las habitaciones. El padre por un lado; la madre, en otro. La inocencia arropada en las yemas de los dedos, que pulsan las teclas una y otra vez. ¿O será el miedo agazapado que mueve las manos del pequeño pianista? La memoria suele ser un engranaje fallido, un fichero que a veces necesita vaciarse de las experiencias más traumáticas. El cuerpo, en cambio, nunca olvida. Aunque lo intente, queda tatuado para siempre. No había leído aún a Flannery O’Connor ese adolescente que continúa tocando el piano como si nada ocurriera. Ni podía imaginar que muchos años después no sólo escribiría sobre esa circunstancia que vivió en una novela que ganó la 15a edición del Premio Alfaguara, sino que invocaría la frase de la escritora estadounidense como una especie de credo espiritual: “No escribo lo que pienso, sino para saber lo que pienso”. Leopoldo Brizuela escribió Una misma noche –presentada al concurso bajo el título La repetición y con el seudónimo Picwick– para tratar de entender la época más oscura del país: la dictadura cívico-militar. Este “thriller existencial hipnotizante”, como lo definió Rosa Montero (ver aparte), narra la historia de un escritor que en 2010 es testigo de un asalto a la casa de sus vecinos. El incidente abre el dique de sus recuerdos. En 1976, en el mismo lugar, vivía la familia Kuperman. Uno de sus miembros, Diana, fue secuestrada. El protagonista intenta exorcizar un pasado que había querido olvidar.
Leonardo Diego Bazán, el narrador y escritor en primera persona de Una misma noche, decide escribir una novela cuya brújula se orienta en la pesquisa de Diana Kuperman. “La novela es como un cuaderno de notas; el narrador redacta capítulos donde describe lo que le pasa en 2010, como si fuera su diario íntimo, y otros capítulos para la novela que quiere escribir sobre el ’76”, revela Brizuela. “El gran motor de la novela es esa capacidad que tenemos de modificar el pasado, de modificar la propia memoria y cómo un recuerdo puede ser dicho de muchas maneras. El presente va enriqueciendo ese recuerdo y lo va transformando con cuestiones significativas del 2010, como por ejemplo que se abriera la lista de espías de la Marina o el caso Papel Prensa”, plantea el flamante ganador del Premio Alfaguara en la entrevista con Página/12. “A partir de pequeños datos, el narrador empieza a comprender cuestiones mínimas y termina por reconstruir su pequeña historia, que había sido mucho más dolorosa de lo que él mismo reconocía.”
–Sí, aunque está construida a partir de un montón de testimonios. No puedo decir que la novela sea autobiográfica, no me pasó a mí. Pero es cierto que trabajé con materiales de la memoria, especialmente con textos que no podía cuestionar, datos concretos. Me interesaba ser absolutamente fiel a lo que me acordaba de esa época, lo que había hecho el vecino de la otra cuadra, lo que decía. Cuando vino a casa la patota, no vino en Falcon como era usual, sino en Torinos. Y llevaban gabanes muy finos color té con leche. El único recuerdo absolutamente autobiográfico es que cuando hicieron la requisa en casa, en toda la cuadra, yo estaba tocando el piano. A mi mamá la llevaron para un lado y a mi papá para otro. Y yo tocaba el piano con un tipo al lado con una Itaka. Y seguí tocando. No recordé este hecho durante veinte años porque me parecía muy impresionante –ahora me doy cuenta–, hasta que leí la novela El silencio de Kind, de Marcela Solá, en donde la protagonista hace algo parecido y muy distinto también. Ella es una concertista que da un recital para los milicos con el objetivo de poder hablar cara a cara con un jerarca y preguntarle por la suerte de su hermana. Cuando leí eso, volvió como un flashback lo que yo había hecho. Y no pude dejar de preguntarme por las razones que me habían impulsado a tocar el piano en una situación como esa.
–Cuando lo hablé con otras personas, me dieron interpretaciones que no se correspondían con la realidad. Uno me decía: “Ah, seguramente tendrías miedo”... Pero mi sensación es que no tuve miedo, aunque creo que el miedo estaba ahí sin que me diera cuenta. Lo más interesante es que ninguna de las explicaciones me cerraba. Meterte en la cabeza de esa época es muy complicado, es un ejercicio tan interesante que ahora mismo sé que uso categorías que en ese entonces, a mis 13 años, no creo haber tenido. Cuando desaparecieron a la chica de al lado de mi casa, dudo de que tuviera conciencia de qué representaba la palabra desaparición. En otras cosas había un saber muy distinto. Explorar esos saberes y recuperar ciertas palabras fue uno de los propósitos de la novela. Recién un periodista español me preguntaba qué quería decir la palabra “patota”. Y le expliqué que era la manera de llamar a las fuerzas de seguridad en el ’76. La desaparición se decía “se lo llevaron”. Así, sin sujeto. ¿Qué llegábamos a componer de quienes se los habían llevado? ¿Qué pensábamos? La idea es cómo el recuerdo de esa noche puede seguir viviendo en una persona. Cuando escucho esas frases tipo Jorge Lanata “para qué ocuparse de cosas que pasaron hace 36 años”, además de indignarme, siento que esos recuerdos no tienen tiempo.
Brizuela anuda la soga del destino narrativo. Un simple robo del presente en el que componía la novela incrusta un episodio del pasado en las grietas del aquí y ahora, como si fuera una misma noche sin fondo, girando siempre en su órbita incierta. “Cuando asaltaron una casa de Tolosa en 2010, el barrio en el que vivo, me impresionó mucho comprobar cómo la gente actuaba de la misma manera que en el ’76. Un vecino pronto dijo que había que llamar al 911”, repasa el escritor ese acontecimiento. “Pero yo no confío en la policía, alguien de mi generación no puede confiar; es instintivo e ideológico también. Hay algo aprendido en esa época. La repetición es eso: tratar de hacer memoria consciente de algo que está recordado sólo en el cuerpo.”
–No sé... creo que a veces se aprende, pero de a poco. Lo curioso es que la gente actuaba igual en 2010 ante un robo y en el ’76 con la desaparición de personas. Hay algo que se sigue aprendiendo y que está por debajo de la ley y de la democracia. Todo ese fenómeno de repetición es como si fuera una maquinaria secreta que continúa trabajando en nosotros. Ese chico que está en la novela, que tiene 13 años, no sabe lo que es un desaparecido, pero había aprendido que no tenía que salir jamás sin documentos. Y aún hoy yo mismo me vuelvo de cualquier lado si salí sin documentos. Y tengo incorporado que cuando estoy cerca del Departamento de Policía me cruzo de vereda. Este es un saber incorporado en muchas de las personas de mi generación.
–Una gran liberación; es una alegría poder liberarme. Es muy extraño y gratificante apreciar cómo sacar afuera temas tan pesados y amenazantes puede significar una reparación, algo que sentís que está para ser dicho. Una de las cosas que me pasó mientras escribía la novela es que conocí al historiador Emmanuel Kahan, que trabaja con la colectividad judía en la dictadura con un punto de vista muy revulsivo, y se entusiasmó tanto que pude sentir que somos muchos más, como si hubiera algo en la sociedad que quiere decirse y tiene que ser dicho para que toda la sociedad se libere. Puede parecer pedante o grandilocuente, pero es estrictamente la vivencia que tuve. La literatura te escribe o uno está diciendo algo que viene de atrás y pone en palabras.
–Sí, totalmente. Yo creo lo contrario: cada vez hay que hablar más sobre la dictadura. Siento que se dijo muy poco y que hay un montón de vivencias y de interpretaciones que treinta y seis años después es aún poco tiempo para digerir. No estoy hablando del pasado; para mí es una vivencia sin tiempo que opera en el presente. El pasado es una parte del presente que te interpela.
Una misma noche no es un relato épico ni mucho menos heroico. “La novela está trabajada a partir de anécdotas reales, como hacemos a veces los escritores. Pero no quiero revelar quiénes son los protagonistas reales por respeto”, aclara Brizuela. “Cuando cuento que en ese barrio de Tolosa vivieron Hebe (de Bonafini), (Estela) Carlotto o Cristina (Fernández de Kirchner), la mayoría me dice: ‘¡Qué barrio castigado!’. Pero era un barrio como cualquiera, no era nada excepcional.” Dos sustantivos de mala fama quiere poner en debate: vergüenza y cobardía. “En un momento el narrador se da cuenta de que le importa mucho más la historia de su propia cobardía, de su miedo. Y también la vergüenza, porque durante mucho tiempo sentí pudor por contar cosas mínimas respecto de las grandes tragedias”, admite el escritor. “Cuando leí el testimonio de los Graiver, el año pasado, comprendí el pudor que implica afirmar: ‘A mí no me torturaron, me hicieron esperar simplemente dos días sin agua y sin comida; tortura física no tuve’. A lo mejor no podían identificar los que le hicieron como tortura.”
–Sí, es cierto. Una misma noche es una novela muy de la época kirchnerista, con la que yo acuerdo; pero también trata de pensar ciertas cuestiones desde una profundidad distinta. Me refiero a no tirarle el prontuario en la cara a la gente desde un lugar de absoluta pureza y heroísmo. Lo más difícil es asumir la conexión con el mal, que está en todos. La novela habla de eso, de un poema de (Fernando) Pessoa que irónicamente dice: “¿Así que en esta tierra sólo yo soy vil y me equivoco?/ Admitirán que las mujeres no los amaron,/ aceptarán que fueron traicionados –¡pero ridículos nunca!–/ Y yo que fui ridículo sin haber sido traicionado,/ ¿Cómo puedo dirigirme a mis superiores sin titubear?/ Yo que fui, literalmente vil,/ vil en el sentido mezquino e infame de la vileza”. Descubrir el mal en uno, o el lado oscuro, es algo muy dramático. Es mucho más fácil tirarle el prontuario al otro en la cara que ver el propio. A veces creo que se está trabajando con mucha frivolidad estos temas.
–Una vez le dije a un cura católico que debe ser fascinante confesar porque en el momento en que la gente confiesa sus pecados debe bajar un poco el copete. El cura me respondió que era lo más aburrido de este mundo porque la gente más que confesarse hace una transacción. La mayor parte negocia y vuelve a hacer la misma cagada. Y juzga al que no se confiesa (risas). El mal en uno es algo que muy poca gente puede mirar. Quizá lo que disparó la escritura de la novela es una frase de Roberto Bolaño: “La literatura se hace con aquello que ni le contás al psicoanalista”.
Leopoldo Brizuela obtuvo el Premio Alfaguara de Novela 2012, dotado con 175.000 dólares, con Una misma noche. El jurado, presidido por Rosa Montero y compuesto por Montxo Armendáriz, Lluís Morral, Jürgen Dormagen, Antonio Orejudo y Pilar Reyes –con voz pero sin voto–, declaró ganadora a la novela por mayoría. Montero afirmó que trata de “temas mayores”, porque roza las tragedias clásicas, la relación entre padres e hijos, la dignidad y la indignidad y lo hace “con contención, modestia y una potencia narrativa increíble”, subrayó la escritora. “Habla de la trastienda de una sociedad, en este caso de la argentina, pero la historia sobrepasa lo local. Habla de una sociedad que tiene que enfrentarse con una dictadura, con un abuso de poder, con una historia de violencia, de culpa, con la complicidad social, con discernir cómo se divide una sociedad entre víctimas y verdugos”, agregó Montero, que definió la obra de Brizuela como un “thriller existencial hipnotizante”. Alfaguara informó que en esta edición se batió el record de participación, con un total de 785 manuscritos presentados. El año pasado el premio lo ganó el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez con El ruido de las cosas al caer. En 2010 fue para el chileno Hernán Rivera Letelier con El arte de la resurrección y en 2009 quedó en manos de Andrés Neuman con El viajero del siglo.
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