Martes, 5 de febrero de 2013 | Hoy
LITERATURA › A UN AñO DE LA MUERTE DE WISLAWA SZYMBORSKA
La poeta polaca lo había mantenido en secreto, pero su secretario reveló que ella donó buena parte del dinero del Premio Nobel, que ganó en 1996, a poetas, traductores y editores en apuros. Beckett lo destinó a obras de beneficencia y Cela compró una casa en Guadalajara.
Por Silvina Friera
Una trampa lógica se esconde en el adjetivo “asombroso”. Aquello que escapa de la norma conocida y comúnmente aceptada, lo “extraordinario”, suele sorprender. Quienes repiten la locución latina homo homini lupus –el hombre es un lobo para el hombre–, popularizada por el filósofo inglés Thomas Hobbes, reproducen la idea de que el egoísmo es básico en el comportamiento humano. Y entonces se asombran cuando alguien se sale del molde implícito de la frase citada. A poco más de un año de la muerte de Wislawa Szymborska –el 1º de febrero de 2012–, se difundió su secreto mejor guardado hasta ahora, contra su voluntad de huir de las grandes palabras y los gestos grandilocuentes. La poeta polaca donó una parte importante del dinero que recibió cuando obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1996 para ayudar a otros poetas en apuros, a traductores, a editores en crisis y también a revistas literarias de su país, con la única condición de que todo debía concretarse bajo la mayor de las reservas posibles. El trato lo rompió el joven poeta Michal Rusinek, que fue secretario de Szymborska y actualmente preside la fundación que lleva el nombre de la poeta polaca.
Esta revelación hizo saltar la olla a presión de las comparaciones. ¿Qué hicieron otros ganadores del Nobel? W. B. Yeats se compró una jaula de oro para los cincuenta canarios que tenía en su estudio y luego invirtió el dinero en valores seguros en la Bolsa. Camilo José Cela adquirió una casa en Guadalajara. Samuel Beckett –cuya mujer exclamó “¡Qué catástrofe!” cuando se enteró de la noticia– destinó el dinero a obras de beneficencia y a ayudar a escritores necesitados, en especial a Djuna Barnes, que por entonces vivía en la miseria en un departamento de Greenwich Village, y al joven y casi desconocido B. S. Johnson.
Quizá no debería asombrar que se haya violado el pacto entre la poeta y su secretario; abundan ejemplos de esta especie de puñalada trapera. Tampoco debería sorprender que la noticia ponga a Szymborska en el incómodo y odioso papel de “poeta comprometida” y “solidaria” –o peor aún, de “buena samaritana”–, etiquetas que ella rechazaba sin medias tintas. Nunca se tomó en serio los epítomes que le adosaron los académicos suecos cuando la calificaron de “Mozart de la poesía por la riqueza de su inspiración y sobre todo por la leve gracia con que ordena las palabras”, ni cuando afirmaron “que hay algo de la furia de un Beethoven en su actividad creadora”. Furia es lo que sentiría, si viviera, la poeta polaca que nació el 2 de julio de 1923 en Bnin, un pueblo al oeste de Polonia. Lo primero que se compró con el dinero del Premio fue un espartano piso con ascensor en el mismo barrio de Cracovia donde residía, para conjurar el cansancio que le generaba subir y bajar los cuatro pisos por escalera del departamento anterior, el lugar donde supo, el 3 de octubre de 1996, que había ganado el Nobel. Después de la mudanza, le encomendó a Rusinek que fuera donando el dinero restante a la gente del mundillo literario polaco con problemas económicos. Sólo exigió un requisito: que ese dinero se distribuyera en secreto.
Se dice que Szymborska eligió a Rusinek por su sentido del humor. La poeta no soportaba compartir sus días con personas agrias, amargas, plomizas. Su secretario la asistió en la agotadora faena de declinar las ofertas de viajes y de entrevistas post Nobel. “Ya viajaré cuando sea más joven”, solía excusarse al rechazar cualquier tipo de convite que le llegara. La simpática dama polaca odiaba moverse de Cracovia. Y sin embargo, fue Rusinek quien logró convencerla de que al menos se dejara entrevistar en un par de ocasiones. Los pocos privilegiados que tuvieron acceso a su intimidad han revelado que nunca faltaban bombones y brandy para amenizar esos encuentros. “Cuando escribo, siempre tengo la sensación de que alguien está detrás de mí haciendo muecas. Por eso huyo, todo lo que puedo, de las grandes palabras”, comentó en alguna de esas escasas entrevistas que concluían con Szymborska oficiando de reportera inquieta, azuzando con preguntas a sus entrevistadores.
“Estimo altamente estas dos pequeñas palabras: ‘no sé’. Pequeñas, pero dotadas de alas para el vuelo. Nos agrandan la vida hasta una dimensión que no cabe en nosotros mismos y hasta el tamaño en el que está suspendida nuestra tierra diminuta –dijo la poeta en el discurso de aceptación del Nobel–. Si Isaac Newton no hubiera dicho ‘no sé’, las manzanas en su jardín podrían seguir cayendo como granizo, y él, en el mejor de los casos, solamente se inclinaría para recogerlas y comérselas (...). También el poeta, si es un verdadero poeta, tiene que repetirse perpetuamente ‘no sé’. Con cada verso intenta responder, pero en el momento en que pone el punto final, le asaltan las dudas y empieza a advertir que su respuesta es temporal y en ningún caso satisfactoria.” Szymborska tenía los pies sobre la Tierra. En ese memorable discurso en el que daba cuenta de las dificultades y humillaciones que padecen los poetas, recordó también a quienes pelean día a día por sobrevivir. “La mayoría de los habitantes de esta tierra trabaja porque necesita conseguir los medios de subsistencia, trabaja porque no le queda otra. No fueron ellos quienes por pasión escogieron su trabajo, son las circunstancias de la vida las que escogen por ellos. El trabajo mal querido, el trabajo que aburre, es respetado únicamente porque no resulta accesible para todos, y esta situación constituye una de las más penosas desgracias humanas. No se vislumbra que los siglos venideros traigan un cambio feliz al respecto.”
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