Sábado, 19 de noviembre de 2011 | Hoy
CINE › LA INCREíBLE HISTORIA DETRáS DE EL PADRINO, EN OCASIóN DE SU REESTRENO
Sergio Leone, Peter Bogdanovich, Arthur Penn y Costa-Gavras fueron sólo algunos de los directores que le dijeron no al proyecto, cajoneado por la Paramount, boicoteado por la mafia y para el cual Marlon Brando... ¡tuvo que hacer una prueba de cámara!
Por Horacio Bernades
En 1970 nadie quería filmar El Padrino. Los dueños de la Paramount, porque las películas de mafiosos no estaban rindiendo bien en boleterías. El director de la Gulf & Western, la compañía petrolera que desde tres años antes era dueña de la Paramount, menos, porque entre sus mejores amigos había muchos “buenos muchachos”. Ningún director famoso quería filmarla y ni siquiera quería Francis Ford Coppola, por entonces un treintañero que, aunque venía de ganar un Oscar al mejor guión (por Patton) como realizador, no tenía un solo éxito encima. Por eso se la ofrecieron: porque era barato. Barato e ítalo-americano. El único que quería que El Padrino se filmara era el autor de la novela original, Mario Puzo, interesado en sumar suculentos royalties a las descomunales ganancias que la novela le estaba deparando: 13 millones de ejemplares se habían vendido ya. ¿Por qué entonces terminó filmándose El Padrino? Por el motivo por el que tantas películas se realizan en Hollywood: para que no la filmara otro.
El que quería filmarla era Burt Lancaster, quien le ofreció un millón de dólares a la Paramount para comprarla, con intención de producirla y, sobre todo, protagonizarla. Allí todo se aceleró. Co-ppola, que tenía deudas para levantar, aceptó la oferta, con la condición de reescribir el guión junto a Mario Puzo y, sobre todo, reenfocar el tema. El Padrino no sería una película sobre la mafia (Coppola siempre dijo que la mafia jamás le interesó, hasta el punto de no haber visto en su vida ni un solo episodio de Los Soprano), sino una crónica familiar, que sirviera de metáfora para hablar del desarrollo del capitalismo en Estados Unidos a lo largo del siglo XX. Ese enfoque llevaba a pensar a Robert Evans, director de la Paramount –venía de producir, al hilo, Descalzos en el parque, El bebé de Rosemary y Love Story–, que Co-ppola estaba lisa y llanamente loco.
Pero Coppola era lo que había, y había que decidir pronto. No fuera que los ejecutivos del estudio aceptaran la oferta de Lancaster y a Evans El Padrino se le fuera de las manos. Al fin y al cabo, él había reservado los derechos de la novela, cuando la novela no era todavía una novela ni se llamaba El Padrino. Mafia era el título que llevaban las cien páginas manuscritas que el ignoto ítalo-americano Mario Puzo le había alcanzado al famoso productor en 1968, con la única intención de que le adelantaran 10 mil dólares. Ese era el monto total de las deudas de juego que Puzo había contraído con parientes, amigos y financistas de toda laya. Diez mil dólares le dio Evans a Puzo. Diez mil dólares y un compromiso por 75 mil más, en caso de que la novela se publicara.
Dos años más tarde, los derechos de El Padrino no se vendían ni por un millón. La película terminó costando seis millones y recaudó, hasta el día de hoy, unos 250 millones. Lo que para Coppola era una metáfora del capitalismo se había convertido en paradigma de la multiplicación capitalista.
Sergio Leone, Peter Bogdanovich, Arthur Penn, Costa-Gavras, Fred Zinnemann y Richard Brooks fueron sólo algunos de los directores que le dijeron no al ofrecimiento de Evans & Cía. Aprobado Coppola tras una reunión con Charles Bludhorn –aquel señor con buenos amigos–, faltaba la aprobación de, justamente, los buenos amigos. Los muchachos de la Organización se habían mostrado inquietos con la novela, y más lo estaban ahora con la película. Una denominada Liga por los Derechos Civiles Italoamericanos (¡!) hizo oír su voz. Primero con una carta dirigida directamente a la Paramount, enseguida con una reunión en el Madison Square Garden y, ante la falta de respuesta, seguimientos no muy sigilosos a algunos de los productores, rematados con un atentado contra el auto de uno de ellos. “Suspendan la película o van a ver”, decía un mensaje hallado dentro del auto.
Pero no fueron necesarias cabezas de caballo. La Paramount acordó con los muchachos de la Liga que las palabras “Mafia” y “Cosa Nostra” no se mencionarían jamás en la película, que se usarían como extras a miembros de la Organización y que la recaudación de la première neoyorquina de la película iría a parar íntegramente a la caja fuerte de la honorable Liga. Ahora sólo había que reunir el elenco y el equipo técnico. Por el lado del elenco, todo bien con James Caan, Robert Duvall (ambos habían actuado en The Rain People, la película previa de Coppola) y hasta Talia Shire, hermana del realizador, que junto con papá Carmine (autor de la música de la secuencia de la boda y a cargo también de un breve cameo) y la pequeña Sofia (es la nena a la que bautizan sobre el final de la película) aseguraban una siempre deseada presencia familiar en el rodaje.
Nadie puso objeciones al director de fotografía Gordon Willis y al director de arte Dean Tavoularis, que contaban con las mismas ventajas que el propio Coppola: eran desconocidos, eran baratos. La cosa empezó a complicarse a la hora de elegir a los protagonistas. Cuando Coppola les presentó a los productores a un tal Alfredo James Pacino –cuyo único antecedente era a esa altura una aparición en un episodio de la serie N.Y.P.D.–, éstos pusieron el grito en el cielo. “Un enano no va a ser Michael Corleone”, resumió Robert Evans a Coppola, y de inmediato se barajaron alternativas: Robert Redford, Warren Beatty, Jack Nicholson, Ryan O’Neal. Finalmente optaron por alguien más cercano: James Caan. El protagonista de Permiso de amor hasta medianoche llegó a hacer pruebas de cámara no sólo para interpretar a Michael, sino también a Tom Hagen, el consigliere de origen irlandés que –después de que Paul Newman y Steve McQueen resultaran descartados, tal vez por ser demasiado caros– quedaría en manos de Robert Duvall.
Coppola se puso firme: el papel de Michael, el más “siciliano” de los hijos, no podía interpretarlo nadie que no fuera ítalo-americano. ¡Y Caan era judío! Finalmente, Evans aceptó al enano, a cambio de que Caan hiciera a Sonny, el hermano “americanizado”. Faltaba decidir nada menos que el protagonista. Esa sí que fue una guerra aparte.
Si en algo coincidían Coppola y Mario Puzo era que Vito Corleone no podía ser otro que Marlon Brando. Así se lo había hecho saber el propio autor de la novela al actor de Nido de ratas, a quien el papel le interesó. Había un pequeño problema: por muy actorazo que fuera, desde hacía un rato largo Brando estaba considerado “veneno de boleterías”. Eso, sumado a que siempre fue caro e inmanejable, y en ese momento estaba, además, gordo, olvidadizo y depresivo. “No vamos a financiar a Brando en el protagónico. Caso cerrado”, decía un telegrama que los capitostes del estudio hicieron llegar a Coppola.
Mientras tanto tenía lugar un nuevo desfile de posibles candidatos para el papel de Don Vito: Laurence Olivier, Ernest Borgnine, Anthony Quinn y hasta Carlo Ponti (¡sí, Carlo Ponti!) eran para la gente de la Paramount mejores opciones que el díscolo superactor del Actor’s Studio. “Hubiera vendido mi alma al diablo con tal de conseguir el papel”, confesaría más tarde alguien a quien los productores no llamaron: Orson Welles. Finalmente, y a pesar de todo, una vez más the winner was... Francis Ford Coppola. No se sabe muy bien cómo hizo, pero el hecho es que el hombre de los viñedos insistió, insistió... y al final convenció a los mandamases de que estaba todo bien con Brando. Iba a adelgazar para el papel, se iba a presentar todos los días a horario, iba a recordar sus líneas de diálogo y, sobre todo, iba a empezar trabajando... ¡gratis!
Los ejecutivos bufaron un poco, rumiaron otro poco y finalmente pidieron algo que una estrella no podía aceptar: una prueba de cámara. Coppola le vendió a Brando la prueba de cámara como si se tratara de metraje para la película, apersonándose en casa del ex Stanley Kowalski con una cámara y un par de ayudantes. Brando apareció en kimono y con el pelo larguísimo, recogido con una colita. Se ató el pelo sobre la coronilla, se lo oscureció ahí mismo con pomada para zapatos, tomó unos pañuelos carilina y se los metió en la boca: según él, Corleone había recibido un disparo en la garganta, y por ese motivo tenía que hablar medio raro. Coppola llevó la prueba de cámara a Mr. Bludhorn, y cuando éste vio a Brando casi le dio un infarto. “¡No, no!”, se limitó a musitar el pobre hombre. Tras un par de minutos de verlo como Corleone, sin embargo, no había quien lo convenciera de que Brando no era la persona más indicada en todo Hollywood para el papel.
Brando adelgazó, se portó bien y empezó trabajando gratis (más tarde Coppola gestionó para él 50 mil dólares y un 5 por ciento sobre las recaudaciones). Lo que nunca hizo fue llegar al set a horario. Mucho menos, recordar sus líneas de diálogo: en cada plano/contraplano de El Padrino, son legendarias sus miradas por detrás del interlocutor, para leer los carteles que algún asistente sostenía pacientemente.
“Me despedían todas las semanas”, contó Coppola años más tarde. Estuvieron a punto de despedirlo ya en la primera semana de rodaje, porque el enano de Pacino no tuvo mejor idea que lastimarse seriamente, obligando a parar la filmación. Después siguieron con ganas de despedirlo por los motivos más diversos: porque el rodaje se estiraba, porque no terminaban de estar convencidos del elenco, porque el directorcito sin antecedentes se metía en gastos innecesarios. Presuntamente tenían a un director de reemplazo en línea de largada, algunos dicen que se trataba nada menos que de Elia Kazan.
Finalmente el hombre de la barba volvió a capear el temporal, mostrando astucia, temple o muñeca corleoneanos. Hasta terminó consumiendo para el rodaje menos tiempo que el estipulado: 77 días en total, desde fines de marzo hasta comienzos de agosto de 1971, en lugar de los 83 días pautados por contrato. Tras el estreno (15 de marzo de 1972), los ejecutivos de la Paramount respiraron aliviados. El público se retiraba exultante, las críticas coincidían en señalar la grandeza de la película, fue postulada a ocho Oscar y terminó ganando tres: mejor película, guión adaptado y actor protagónico. Brando, claro. ¡Hasta los mafiosos estaban chochos con ella!
Salvatore Gravano, segundo al mando de la familia Gambino, dijo: “Salí de verla como flotando. Puede que fuera ficción, pero para mí ésa era nuestra vida. Era increíble. Hablé con un montón de muchachos bien curtidos, que me dijeron que habían sentido exactamente lo mismo al verla”. Se reportó incluso a más de un mafioso que, a partir de ese momento, comenzó a hablar de modo sospechosamente parecido al de Don Vito. Al día de hoy, El Padrino está considerada una de las mejores películas jamás realizadas. La segunda después de El ciudadano, de acuerdo con la más reciente encuesta del American Film Institute. La cuarta mejor de la historia, según se desprende del último ranking de la revista especializada Sight and Sound.
El único que no piensa lo mismo es Francis Ford Coppola, que considera a toda la serie El Padrino películas de encargo y por lo tanto no tan personales como The Rain People, La conversación, Apocalypse Now! o sus bodrios más recientes. A pesar de ello, uno de los deportes favoritos del hoy septuagenario cineasta es, desde hace treinta y cinco años, remontar, restaurar y retocar la más famosa, aunque no la más querida de sus películas.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.