Jueves, 28 de junio de 2012 | Hoy
CINE › OPINION
Por Andrés Di Tella *
No me gusta la palabra documental. Es como el club de Groucho: “No deseo pertenecer a un club que acepta entre sus socios a alguien como yo”. El vocablo documentalista trae a la mente un auxiliar administrativo que revisa expedientes en una dependencia municipal. O, en el mejor de los casos, una especie de cazador filantrópico que avista ballenas (o indígenas) con un teleobjetivo. En algún sentido, el documental parece ubicarse en un polo opuesto al del cine. “Cine” evoca toda una sucesión de palabras que empiezan con f de ficción: fantasía, fábula, fascinación, frenesí, fantasma, felicidad, film. Documental, en cambio, trae otra serie de asociaciones, términos que empiezan con t de testimonio: tema, trabajo, tesis, teoría, tarea, tristeza... tedio.
Sin embargo, ay, hago documentales. Pero creo que el documental también puede aspirar a esa dimensión cinematográfica propia de la ficción, sin perder la fuerza de lo real. Es decir, me gusta pensar que hago películas. De hecho, en este momento se han desdibujado bastante las fronteras entre documental y ficción. A la vez, podría argumentarse que cierto tipo de procedimiento documental está a la vanguardia del cine (incluso, del arte) contemporáneo.
Se ha dicho que en la ficción se escribe antes de filmar (el guión) mientras que en el documental se escribe después de filmar (el montaje). Se trata sin duda de una simplificación. Yo creo, más bien, que cualquier distinción remitiría a las diferentes tradiciones, o “familias”, de películas. Esa caracterización ayuda, de todos modos, a explicar la potencia actual de la corriente documental dentro del cine argentino.
La ficción depende demasiado de la imaginación del que escribe el guión, de sus limitaciones, de sus prejuicios, incluso de los estereotipos genéricos de un argumento. La escritura de un documental, del buen cine documental, refleja la experiencia, siempre singular, siempre imprevisible, de una investigación, de un rodaje, de un encuentro con el mundo. El resultado, si no ha de traicionar el proceso, no puede ser otra cosa que único. En el documental están las historias que un guionista difícilmente pudo imaginar.
En estos últimos años se está produciendo una mudanza cultural que ha transformado la manera de concebir el documental, tanto por parte de los espectadores como de los hacedores, cambiando acaso el signo de la palabra maldita. Gracias, también, al apoyo decidido del Instituto de Cine –que simplemente dejó de ignorarlo– han florecido mil flores. Para dar una idea de la vitalidad del género en la actualidad, basta pensar que en toda la década del ’80 apenas asomaba un esporádico Juan, como si nada hubiera sucedido (Carlos Echeverría, 1987) y no sé si alguna otra cosa de interés. Ahora, para limitarse sólo a la programación del último Bafici, explotan en un mismo año todas juntas: Papirosen de Gastón Solnicki, El etnógrafo de Ulises Rosell, La casa de Gustavo Fontán, Dioramas de Gonzalo Castro, La chica del sur de José Luis García, Escuela normal de Celina Murga...
Y estas películas de los colegas de ADN que no he visto, pero que no tengo dudas se sumarán a lo que ya constituye uno de los fenómenos más importantes de los años 2000.
* Cineasta, fundador del Bafici.
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