Martes, 4 de julio de 2006 | Hoy
OPINION
Por Andrea Estrada *
A nadie le gusta que lo corrijan, porque corregir es como decir la verdad. Y salvo los chicos, que en general suelen tomar con naturalidad –o indiferencia– los cartelones rojos de las maestras, y los locos –ajenos a todo barbarismo lingüístico, y de los otros–, ni siquiera nuestros parientes aceptarían cambios en sus textos. La otra razón es que, a veces, y aunque parezca paradójico, los correctores operan como verdaderos “corruptores”. ¿Por qué? Porque rebosantes de entusiasmo no pueden evitar caer en la sobrecorrección y la ultracorrección. Si sobrecorrigen, intervienen desacertadamente en los textos ajenos, pues no lo hacen para modificar los errores, sino simplemente por una cuestión de preferencia personal. De la misma manera, si ultracorrigen, también corrigen lo que está bien o, para ser más exacta, realizan una trasposición errónea de la normativa vigente. Es lo mismo que hacen los hablantes cuando para evitar formas como “Pienso DE que es injusto”, suelen decir “Me doy cuenta (DE) que no tengo razón”, quitando el “de”, que en este caso es correcto. Pero nada de esto invalida el trabajo del corrector, cuya obligación es corregir los errores, aunque algún damnificado se enoje. Quizá la clave para que la corrección no sea vista como un acto soberbio y autoritario, ejercido desde la desventajosa posición de alguien que sabe mucho, pero cuyo conocimiento no sirve para mostrar ni mostrarse, radique en el buen criterio personal para interactuar con editores y autores. Porque corregir es un trabajo oculto, invisible y, por eso mismo, ingrato. Parecido, si se me permite una comparación con el fútbol, al del buen árbitro: debe pasar desapercibido. De allí que muchos escritores consagrados sólo confiesen haberse dedicado a la corrección, a la hora de revalidar su título de “buen intelectual”. Como Rodolfo Walsh, corrector de pruebas de Hachette, Andrés Rivera, o Truman Capote. O incluso Guillermo Cabrera Infante, cuya tarea de corrector de la prolífica escritora española de novelitas rosa –“la inocente pornógrafa”, como él mismo la llamaba– resultaría determinante para su posterior dedicación a la escritura. Este hecho viene a corroborar dos cuestiones: la primera, que no es cierto que a los escritores no se los corrija; la segunda, que a los conocimientos, la minuciosidad y el talento de un corrector tal vez se deba el éxito de una obra, un escritor y un sello editorial. Y si no, pregúntenle a Corín Tellado.
* Editora de Páginas de Guarda, revista de lenguaje, edición y cultura escrita (Cátedra de Corrección de Estilo, FFyL, UBA).
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