Viernes, 14 de octubre de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
El Encuentro Nacional de Mujeres, desde hace tres años cada vez más masivo y más comprometido con esa demostración de fuerza en favor de la despenalización del aborto, es un espacio al que los sectores fundamentalistas de la Iglesia miran con recelo pero también con ansia. No en vano mejoran sus estrategias para tratar de poner en palabras un estereotipo de mujer (y de varón) que niega 50 años de cambios en la vida de unas y otros. Algunas reflexiones y unas cuantas postales de un encuentro con vida propia.
Por Marta Dillon
Antes que nada, una aclaración: no hay cobertura que pueda dar cuenta de un Encuentro Nacional de Mujeres sin cometer alguna injusticia. Decir 32 mil mujeres, por ejemplo, como se repitió para dar idea del éxito de la autoconvocatoria, es decir nada. Los números suelen obturar más que contar, pero cómo hacerlo cuando la acumulación de cuerpos, historias, subjetividades, identidades, caminos, colores y estilos se suman de modo tan apabullante. Se puede contar alguna de esas historias, es cierto, es un recurso del periodismo y echamos mano de él, aunque es fácil reconocerlo insuficiente. Porque lo que distingue a los ENM es el poder que genera poner a esas historias en diálogo, para tejer, como si las experiencias fueran agujas, una trama que pone en suspenso las marcas corporales de esas vivencias para poder pensar sobre ellas. Mirarlas con alguna distancia; mirar las marcas en el cuerpo de la otra y armar un laberinto de espejos deformados, que de todos modos algo tiene que contar de nosotras mismas. Ese diálogo se produce, a pesar de las repeticiones. Juega a las escondidas en los bares aledaños a los talleres, se bebe a grandes tragos por la noche y se cuece en las ollas que arden en anafes en las escuelas donde las bolsas de dormir tapizan por tres noches las aulas. No es que sea un Encuentro paralelo, es en todo caso como una corriente subterránea que arrasa con mucho más poder que la palabra, aunque ésta siga siendo fundamental. La fuerza de un acuerdo que esquiva los discursos cuando éstos se tornan rígidos como obeliscos –gulp– y que permite, por ejemplo, que las bolsas de pañuelos verdes que imprimieron estratégicamente quienes se agruparon en la Campaña Nacional por el Derecho a un Aborto legal, seguro y gratuito, se vacíen apenas abiertas y que las mujeres inventen tocados para que se lea la inscripción o para sentirse más bellas haciendo oír una voz que en este caso en lugar de escucharse, se ve.
Pero la palabra, hay que decirlo, se retoba. No sólo a la hora de contar lo que sucedió, esta vez, en Mar del Plata. La palabra parece cada vez más encorsetada, como un yeso que fragua, más y más apretado, a medida que el volumen de cuerpos llena estadios y el consenso sobre los temas más sentidos para la Iglesia se va alejando de sus designios. Hace tiempo que en el país la masividad de las manifestaciones se mide sólo un segundo antes de la hecatombe (caso cacerolazos) o unas horas después (caso Cromañón); pero ¿30 mil mujeres marchando para proponer un desvío antes de que el camino se cierre por completo? En el ENM, en la marcha final, sobre todo, se propone y se advierte: escuchen, la violencia es un problema, nos asfixia tanto como la miseria, porque asfixia más allá de la miseria, nos atraviesa; una advertencia ya escrita en el cuerpo de Romina Tejerina, o de Claudia Sosa, o de la médica que ahora mismo está entre la vida y la muerte porque su novio (arrepentido) no soportó que lo dejara. Escuchen, dice la marcha, ni una muerte más por abortos clandestinos. Y lo dice con la potencia que da una base amplia y colorida. Hmmm, tentador para quien cree que podría apropiarse de esa fuerza.
Pero una fuerza tan díscola, tan variopinta, tan atravesada por la propia experiencia que es imposible conducirla. Tal vez por eso sólo unos pocos partidos de izquierda ponen su mirada (y su carnada, y su discurso digerido y domesticado como una buena explicación apta para todo servicio) en los ENM; y los medios de comunicación –más allá de las excepciones que este medio inaugura– directamente deciden hacer de cuenta que no existen, hasta que, claro, se imponen, al menos por la presión del conflicto con la Iglesia.
Porque es esta institución la que de verdad pone sus estrategias para apropiarse de los ENM. Y es cierto que año a año han mejorado la planificación, corriéndose apenas de los sitios donde todas esperaban las voces compungidas de las católicas –talleres relacionados con el aborto—, para mezclarse en otros terrenos que hasta hace poco se creían ganados. Ni en los talleres de feminismo, ni en los de identidad, estudios de género, sexualidad, adolescencia, ni siquiera en los de violencia, se pudo dialogar sobre los conflictos que ahora mismo están en la agenda. Las adolescentes, para algunas entrenadas en modelar estereotipos, no tendrían sexualidad activa si no la vieran por la tele, si en lugar de hablar de sexo se les hablara de deportes; o sea, se dejara la educación sexual para cuando sean, al menos, universitarias. Género no es esa construcción social que impone a mujeres y varones atributos diferenciados y esquematizados (las mujeres son sentimentales, emotivas, etcétera, pero cuando tienen poder son locas o brujas; los hombres son racionales, fuertes y poderosos, pero si lloran son maricones) sino “una guerra sin sentido, porque yo no entiendo por qué una mujer no puede entregarse a su esposo para cuidarlo y defenderlo, si naturalmente nosotras somos el complemento del hombre”.
La enumeración podría seguir, pero sería tan tedioso como escuchar las conclusiones de los más de cien talleres, en cada uno de los cuales hubo luchas cuerpo a cuerpo –sí, literalmente– para imponer una cosmovisión retrógrada, que busca reubicar a la mujer sólo en relación con los hijos y con el hombre, en un intento que parece desesperado por conservar la primacía sobre la moral; y sobre todo, sobre el modelo de familia, tradicional y cristiana, honda preocupación vaticana.
Y lo cierto es que impusieron la discusión. Se volvió a hablar de naturaleza, no en términos de ecología, sino como mandato del que es imposible liberarse porque estamos hechas para eso: para ser sumisas, para aceptar el poder de los varones, para proteger a nuestros hijos y jamás de los jamases usar la violencia, “porque eso es el aborto y no otra cosa”. Y si la estrategia el año pasado era impedir el debate, aun judicialmente, esta vez la idea fue colar estas voces, estas palabras, que a veces confunden porque estamos en tránsito, porque son muchas las mujeres que vienen llegando, con sus experiencias a cuesta, con el trabajo que lentamente se viene haciendo en los barrios, en las organizaciones populares para “desnaturalizar” esos esquemas rígidos que hacen que parezca normal la violencia, al menos esa que empieza y deja marcas invisibles y después es tan difícil detener. Para quienes cada día hacen el trabajo de forzar sus voces ahí donde históricamente sólo hablaron varones –en los piquetes, por ejemplo–, aun cuando el cuerpo lo pongan ellas; para las que todos los días se convencen, a pesar del mandato de juzgados e instituciones, de que la familia no es lo único sino que hay que discutir y elegir qué familia y qué compañero. Para las que tienen la inquietud de amar de otra manera, de amar a otra mujer o de amar sin tener que poner un candado a su propia curiosidad. Para todas las que año a año siguen llegando, la estrategia del cangrejo puede ser peligrosa. Porque hace de la palabra y del consenso –ese método díscolo de tomar decisiones colectivas evitando la votación– la herramienta del retruco.
Pero la fuerza de los ENM también encuentra sus maneras de organizarse. Y entrega, si es necesario, los papelitos con las conclusiones y se desarma y se rearma; y en cualquier caso, como sucede con los pañuelos verdes, como sucede con las chicas que se besan apasionadamente en la calle, hace visible lo que no se nombra de manera unánime y pone otras palabras más allá de la disputa.
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