Viernes, 23 de abril de 2010 | Hoy
TEATRO
Una niña que querría ser santa en una iglesia cercana a la villa, donde su padre policía y el cura párroco transan en secreto para reprimir a cualquier precio. Una obra de Ignacio Apolo sobre la inconducta de las instituciones y sus víctimas, protagonizada por Ana Pauls.
Por Moira Soto
Esa mujer más amarga que la muerte, cuyo corazón tiende lazos y redes, con manos como cadenas, que con tanta mala onda misógina describe uno de los libros sapienciales del Antiguo Testamento –El Eclesiastés–, no se asemeja por cierto a la flor del rosal de Jericó, de ocho pétalos, templo sagrado en cuya corola estaría escondido el Mesías por llegar, y que dio origen al culto de la Rosa Mística, invocada en las antiguas Letanías Lauretanas que se siguen rezando en la actualidad. Ignacio Apolo, dramaturgo original y reflexivo que se ha acercado con desprejuiciado interés a personajes femeninos en obras como Trío para madre, hija y piano de cola, ha encontrado en la mitología y en la liturgia de la religión católica oficial un material sumamente significativo en lo conceptual y de fascinante teatralidad en lo formal. En su obra Rosa Mística, que también dirige, aflora toda una temática relativa al dogmatismo, la religiosidad popular, la búsqueda de trascendencia a través de la santidad (que aquí se intenta alcanzar a través de alguna forma de martirio).
Por otra parte, en este texto denso y complejo, se alude a las fórmulas de plegarias y sermones repetidos incesantemente, como mantras huecos, por oficiantes y fieles, que sin embargo suelen obrar lejos de toda virtud teologal, en particular de la caridad (en cuanto a amar al/la prójimo/a como a nosotros/as mismos/as). Empezando por el hipócrita cura párroco de esa zona del Bajo Boulogne, lindante con la villa, y ese agente de policía prejuicioso y corrupto que busca (y consigue) la venia clerical para plantar pruebas y limpiar el barrio.
Entre esos dos personajes siniestros, una madre enajenada hipnotizada por los noticieros de la TV (que reiteran lugares comunes entre el amarillismo y la moralina, todo lo que pueda sumar rating alimentando el morbo) y Lauchi el chico de la villa (nieto de una ex empleada doméstica de la madre), cobra inquietante relieve la figura de Rosa. Una chica que –al igual que Lauchi– está haciendo el pasaje a la adolescencia en una situación afectiva cercana a la orfandad. En verdad, se trata de dos criaturas aún inocentes al comenzar la obra, que ha de pasar por deformantes pruebas iniciáticas: Rosa, en su fanatismo religioso al que se aferra desesperada, en su afán de lavar sus pecados e igualarse a Cristo, llegará a la laceración y a poner en riesgo su vida. Lauchi, sin horizonte alguno, discriminado e injustamente acusado, terminará en un correccional.
En las letanías que se recitan en la obra, la Virgen María es implorada como Madre Amable, Espejo de Justicia, Causa de Nuestra Alegría, Consuelo de los Afligidos... Pero ella no parece responder a tan bellas adjetivaciones en la vida práctica. El Cordero de Dios que quita los pecados del mundo no demuestra demasiada piedad hacia los que lo alaban y glorifican. Rosa intenta iniciar una cadena de rosarios sin ningún éxito. El cura llama “hermanos” a los integrantes de su grey y paralelamente avala la represión y la inequidad.
Ignacio Apolo conjuga con maestría y enfoque humanista el accionar de los representantes de dos instituciones que deberían preservar la legalidad y la justicia y que, en cambio, se asocian perversamente sin dejar de mantener una fachada honorable. Las víctimas evidentes en el contexto de la obra: Rosa y Lauchi. Una alimentando su misticismo hasta la exacerbación enfermiza, hasta una suerte de paroxismo teñido –inconscientemente– de erotismo. El otro, estigmatizado por sus orígenes y su condición social, arrastrado por Rosa a una situación de arrebato que no comprende, aunque sí percibe con dolor cuando ella para provocarlo lo insulta “¡Cartonero!”. “Vos tenías buen corazón”, le dirá tiempo después Lauchi a Rosa, cuando ella va a verlo al correccional, ya casi convertida en beata de sacristía, obedeciendo ciegamente a los dictados del cura.
El dramaturgo y director eligió con mucho acierto a su elenco, aunque quizás a Alejandro Dufau, el sacerdote, le falte algún reflejo tenebroso en su expresión. En boca de Mario Jursza se vuelve muy creíble la jerga y las modalidades policiales, Amanda Busnelli lleva con sutil naturalidad a su madre más allá del bien y del mal, y Lucas Barca hace a un chico villero al que dan ganas de tenderle una mano, tan genuina es su presencia. Como protagonista, resulta admirable la compresión de su difícil rol por parte de la muy joven Ana Pauls, conmovedora por el alto compromiso con que lo asume. ¤
Rosa Mística, los viernes a las 21 en Sala Beckett, Guardia Vieja 3556, 4867-5186.
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