Viernes, 30 de julio de 2010 | Hoy
COCINA
En lo más crudo del invierno, un tentador libro de recetas de grandes clásicos de la repostería francesa, firmado por Pascale Alemany, nos incita a poner las manos en la masa (dulce) y preparar manjares simples y refinados
Por Moira Soto
Qué ganas de ponerse ya mismo a cocinar que provoca el Cuaderno Dulce, una antología de poco más de 40 recetas de postres franceses, a cual más apetecible y tentador en su perfecta simplicidad... ¿La crème brûlée o la mousse au chocolat amer? ¿La tarte au citron o el gâteau l’orange? ¿El ParisBrest o los Oeufs à la beige? Problemática decisión, ya que tanto los textos como las seductoras imágenes que los acompañan prometen felicidad y facilidad en todos los casos. Ocurre que Pascale Alemany, la autora de este libro tan apropiado para regalar el paladar propio y el ajeno, ha experimentado con recetas clásicas hasta alcanzar una suerte de quintaesencia que aúna simplicidad y refinamiento, dejando de lado superposiciones de sabores y ornamentaciones rococó. El brillo caramelizado de un canelé, el dorado de un tierno clafoutis de peras, la lisura satinada del glaseado de una torta de chocolate a la naranja valen por sí mismos, sin necesidad de subrayados, al tiempo que su despojamiento permite adivinar, presentir los gustos específicos de cada postre de este recetario elegantemente ilustrado con fotografías irresistibles de Andrés Lehman, mientras que la imagen de portada pertenece a Eloïse Alemany, hija de Pascale, responsable general de esta edición tan cuidada. Tanto que hasta reproduce, según las páginas, las líneas de los renglones, el cuadriculado de un cuaderno escolar.
Porque este libro tiene su origen allá en Reims, en pleno viñedo de Champagne, donde nació Pascale Alemany, cuarta hija de familia numerosa. Desde niña, fascinada por las alquimias que se producían en la cocina, especialmente la que manejaba con suma destreza la tía Maggy, Pascale empezó a meter mano en cacerolas y fuentes, y a tomar notas en un cuaderno de espiral que todavía conserva. A las fórmulas de la sabia tía se sumaron las de las madres de algunas amigas de la precoz cocinerita, que rápidamente empezó a descubrir el placer de dar placer mediante sus primeras realizaciones como repostera, en las meriendas familiares, apenas cumplidos los 12.
Luego de casarse con un joven diplomático, Pascale se fue a vivir al Japón, adonde llevó aquel viejo y querido cuaderno. En Tokio empezó a enseñar francés en la universidad Kushuin, lo que no le impedía preparar sus platos favoritos para agasajar a invitados de su marido. Algunas amigas japonesas le pidieron que les diera clases de cocina francesa y de nuevo salió a relucir el cuaderno de infancia. La fama de hada de las hornallas de Pascale se extendió, las alumnas se multiplicaron y las recetas se fueron agotando. A esta altura de la soirée, la cocinera amateur optó por profesionalizar su pasión, trabajó con varios chefs franceses instalados en Tokio, siguió investigando por su cuenta.
El arte culinario de P. A. se fue expandiendo y perfeccionando: profesora de Art de la Table y de cocina familiar en el Cordon Blue de Tokio en los tempranos ‘90, en 1994 conoce al súper-chef Joël Robuchon, quien le permite hacer una pasantía en París, en su exclusivo restaurant de la avenida Raymond Poincaré. En 1996 publica su primer libro, Huevos, en japonés, recopilación de platos dulces y salados de origen francés que llevan el ingrediente del título, denotando algunos toques de la cocina asiática que la creativa y abierta Pascale ha sabido incorporar con naturalidad.
En estos días, la autora del Cuaderno Dulce ha de estar recolectando ciruelas, peras, cerezas, duraznos, manzanas del estío europeo, pensando en tartas, mousses, compotas, coulis frutales. Y preparándose para la visita de su hija Eloïse, que vive en Buenos Aires desde hace cuatro años. Sucede que en agosto el ritual familiar indicar que Pascale cocinará el irreemplazable gâteau au chocolat para celebrar el cumpleaños de Eloïse, con 200 gramos de chocolate (60% de cacao), 100 de manteca, 200 de azúcar, 5 huevos, 5 cucharadas de harina, 1 cucharadita de esencia de vainilla. Y tal como lo anota en su libro, mamá Pâscale calentará el horno a 170 grados, enmantecará y enharinará un molde de 20-22 centímetros. Luego fundirá juntos chocolate y manteca, sumará el azúcar, agregará yemas, harina y vainilla. Batirá las claras a punto de nieve firme y las añadirá suavemente a la mezcla anterior, que enseguida verterá en el molde, para hornear la mezcla entre 25 y 30 minutos, de modo tal que la superficie quede crocante y el interior húmedo... ¿Quién no querría festejar lo antes posible su cumpleaños, o su no-cumpleaños como Alicia?
Pascale Alemany logra que todo lo que propone en el Cuaderno –desde los profiteroles al volcán de chocolate, desde el manjar blanco al soufflé helado de café– parezca de lo más accesible en sus ingredientes y en su procedimiento. Por si acaso, ella aclara que en pastelería –al revés de lo que sucede con lo salado– no conviene improvisar, que hay que respetar las proporciones, conocer el comportamiento del propio horno y estar bien alertas la primera vez que se hace una receta. E incluso, para evitar desalientos, contar con que en el debut las cosas pueden no salir impecables, por lo que habrá que insistir hasta tomarle la mano y el tiempo al postre en cuestión,
Salvo las hojas de gelatina, que lamentablemente no son fáciles de conseguir acá –pero que se pueden reemplazar por gelatina sin sabor–, todo lo demás está al alcance de la mano para poder soltarle un poco las riendas a la gourmandise, la golosidad. A ese gusto por la dulzura, a veces combinada con la acidez, que conforta y levanta el ánimo, llevándonos en ocasiones a regiones celestiales. Un viaje que empieza cuando a la hora de los postres, o complementando un té o un café, avistamos esa exquisitez que despierta las papilas aun antes de llegar a la boca hecha agua, donde cada bocado será demorado para saborear mejor todo su potencial de placer.
En el Cuaderno Dulce, que honra la tradición repostera de Francia, no podían faltar las madeleines, esas masitas alveoladas que ayudan a encontrar el tiempo perdido, sobre todo si se mojan en té de tilo, se repite el gesto y de pronto llegan recuerdos como el de la tía Léonie, en Combray, la vieja casa gris que daba a la calle, las flores del parque del señor Swann, los nenúfares del Vivonne, en fin, todo lo que puede salir de una taza de té donde se moja una madalena... La receta de Pascale Alemany lleva 100 gramos de manteca, 40 de harina, 100 de azúcar impalpable, 40 de almendras en polvo y una cucharada de miel. Ya en los moldes, la mezcla se coloca 20 minutos en la heladera, antes de depositarla 15 minutos en el horno. Inolvidables. Aunque desde luego, si se trata de asociarse con helados de canela o de jazmín, resultarán insoslayables las lenguas de gato, siempre siguiendo las gratas y sencillas instrucciones de P. A., que comprenden un apéndice con recetas base (de masa dulce y sablée, cremas) y las tablas de conversión para no errar las cantidades.
Este invierno particularmente crudo que estamos atravesando parece apropiado para cocinar delicias azucaradas, cremosas, crujientes, especiadas, perfumadas con ron, Amaretto, Grand Marnier, Cointreau, licores para tener en la alacena y quizás echarnos un traguito mientras preparamos, por ejemplo, un millefeuille de pommes et d’oranges caramelisées, que no lleva hojaldre, a pesar de su nombre: solo rodajas de manzana y de naranja doradas en (poca) manteca, intercaladas y ricamente salseadas.
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