Viernes, 21 de diciembre de 2012 | Hoy
GLORIAS
Paloma Efron hubiera cumplido 100 años este mes. Pero murió a los 64, aparentando mucha más edad de la que tenía y jactándose de su voz cascada de tabaco. Ya había hecho más que cualquier otra mujer de su época: cantante –de jazz y gospel, de ahí el mote de “negrita”–, periodista, locutora, productora –casi sobre todas las cosas–. “Corta de vista, boca de buzón, cuerpo huesudo”, ésa es la descripción que hacía sobre sí misma esta pionera capaz de dirigir un canal de televisión en alpargatas y pantalones de trabajo para después aparecer en pantalla con aires de diva y al mismo tiempo despreciar la seducción femenina: “un arma artera”. En su centenario, una justa revisión de su biografía a propósito del estreno del documental de Alberto Ponce: Blackie, una vida en blanco y negro.
Por Hinde Pomeraniec *
En el país de la memoria corta, hubo una vez una mujer de ambiciones enormes. Se podría escribir que fue un personaje mayor del espectáculo, una artista, una intelectual, una periodista pura sangre. Que fue una voz influyente de su tiempo, una empresaria, alguien que atravesó como figura pública casi cinco décadas de una Argentina turbulenta. Podríamos, también, decir que fue una pionera todoterreno, una persona que puso su sello a todo lo que hizo y dijo y que se adelantó a su tiempo. Todas estas definiciones serían apropiadas para hablar de Paloma Efron, más conocida como Blackie, de cuyo nacimiento se cumplieron 100 años el pasado 6 de diciembre.
(Quiso todo, tuvo bastante. Pensaba fumando. Su cabeza era una locomotora de ideas. Fue una personalidad tan apabullante como contradictoria, una transgresora de los límites de género y, a la vez, una mujer profundamente conservadora en términos de imagen.)
Nació en 1912, en Lucienville, una colonia judía de Basavilbaso, Entre Ríos. Fue la menor de cinco hermanos de una familia de inmigrantes de Europa del este. El nombre de la colonia era emblemático: Lucien se llamaba el hijo del Baron Mauricio de Hirsch, el filántropo alemán que a fines del siglo XIX fundó la JCA (Jewish Colonization Association), el organismo a través del cual miles de judíos europeos lograron escapar de un destino de pogroms y llegaron a los campos argentinos para terminar convertidos en “gauchos judíos”. Su padre fue Yedidio Efron, maestro de profesión e inspector de las escuelas judías en la Argentina, para muchos una suerte de Sarmiento de la colectividad. Su madre, Sara Steimberg, provenía de una familia famosa por albergar la primera biblioteca de la zona. Libros en su casa no faltaron.
Para la familia era Taibele (Palomita, en idish), un pequeño terremoto de curiosidad, ansias de conocimiento e ingenio. Aprendió pronto a leer y a escribir, también a tocar el piano y a cantar. Tenía cinco años cuando la familia se trasladó a la Capital, donde creció en un marco de absoluta libertad cultural y también religiosa, algo que sería una constante en su modo de pensar y actuar.
A los 17 años, luego de una larga temporada al cuidado de su madre (una mujer brillante y algo proclive a las depresiones), Paloma decidió provocar a su padre y lo hizo de manera casi perversa, siguiendo sus consejos teóricos (“Una persona no puede ser independiente si no tiene independencia económica”, decía el gran maestro Efron). Fue entonces que buscó trabajo. Lo consiguió en Icana, el Instituto de Cultura NorteamericanoArgentino, donde mientras cumplía funciones de secretaria descubrió el primer gran tesoro entre sus manos: discos de Negro Spirituals. A partir de ese hallazgo, comenzó a bucear en la riqueza de la cultura negra de los EE.UU., en tiempos de la gran crisis, cuando en medio del caos producido por el derrumbe de las Bolsas los primeros grupos defensores de los derechos civiles buscaban hacerse oír.
Paloma cantó siempre. A las tradicionales canciones idishs que aprendió en la cuna fue sumando un repertorio de gospel, junto con un impresionante conocimiento de las raíces de la cultura negra que durante años la convertiría en gran difusora del jazz en el país. Talentosa, singular e inquieta, en 1934 se presentó y ganó un concurso organizado por Jabón Federal en Radio Stentor. La premiaron por su interpretación de “Stormy Weather” (gran éxito de su admirada Ethel Waters) y además de una simpática fama, el premio trajo de regalo un nuevo nombre artístico, elegido por el público. Ese día nació Blackie, la “negrita” judía que se propuso cambiar la cultura en Argentina. La idea de viajar a conocer el lugar de origen de esa música que ocupaba sus días y sus noches ya era una obsesión.
Paloma fue una mujer inteligente y pícara. Supo temprano que tenía las herramientas para forjar su propia leyenda y lo llevó adelante a lo largo del tiempo, fortaleciendo el lado bueno de su historia y barriendo bajo la alfombra lo inconveniente. Lo hizo dejando declaraciones edulcoradas, relatos idílicos de su infancia, su juventud y su madurez en cada entrevista, en cada nota sobre su vida y su familia. En este relato ideal, su padre era una suerte de gurú, de libro abierto, un hombre de avanzada, decía ella. Un hombre capaz de llamarla a su oficina de la calle Ayacucho para decirle “Usted es una mistificadora: está cantando la música de un pueblo que no conoce. Vaya y vea por usted misma”.
Era 1937 y el viaje hacia el corazón del jazz iba a durar unos cuatro años. El hermano mayor de Paloma, David, era antropólogo y estaba en la Universidad de Columbia, al borde de Harlem. David trabajaba en la cátedra de Franz Boas y tenía un grupo de amistades muy rico y variado, de artistas e intelectuales que incluía al propio Albert. Hacia Nueva York entonces partió Paloma y se quedó casi cuatro años, viviendo en Manhattan pero también viajando a Alabama, a Mississippi y a otros estados del sur de EE.UU., al centro mismo del lamento negro. Eran los tiempos del New Deal, el plan económico social con el que el presidente Franklin D. Roosevelt buscaba revivir al país que se había hundido en la depresión luego del crac del año ’30. Es influida por este estímulo fenomenal de arte, discurso intelectual y discusión por los derechos de las minorías que Blackie regresa a la Argentina en 1941, tiempos en los que la gran ambición de la mayoría de las mujeres no estaba centrada en el éxito profesional sino en cumplir con el destino prefijado de casarse “bien” y tener hijos.
Paloma tuvo un amor, imposible saber hoy si hubo alguno más. Se llamaba Carlos Olivari, era uruguayo y tenía diez años más que ella. Periodista del diario Crítica, Olivari era también uno de los guionistas más solicitados y exitosos del teatro y el cine nacionales. Trabajaba en dupla con Sixto Pondal Ríos, socio en la escritura de las grandes comedias de teléfono blanco de la época y también en las estridentes salidas nocturnas. Juntos escribieron además ese bolero que declara las condiciones “ideales” de toda mujer para el perfil machista de la época, aquel que dice “Una mujer debe ser, soñadora, coqueta y ardiente/ debe darse al amor con frenético ardor/ para ser, una mujer...”
Semicalvo y buen mozo, carismático, mujeriego empedernido, Olivari vio a Paloma por primera vez desde la platea. Ella integraba el elenco de la revista del Maipo que lideraba Pepe Arias. Acompañado por alguna de sus muchachas de turno, Carlitos empezó a ir todas las noches, pero cada vez lo único que lo esperaba era el desdén de ella. “Hay una judía en el teatro que me gusta”, les dijo una noche en el bar a los muchachos. Contaba Paloma –y confirmaron otros, como el genial Osvaldo Miranda– que una noche Pepe Arias se le metió hecho una tromba en el camarín y le dijo que estaban filmando juntos una película y que Olivari lo estaba volviendo loco con sus lamentos de macho despreciado. “Che, Negra, a ver si le das pireli al coso éste. Me tiene harto, o vos cenás con él o yo largo el celuloide. Acabala: o cenás con él o me voy de la compañía”, fue la voz de la protesta.
“¿Así que usted quiere salir conmigo? Usted me gusta, así que cuando sea libre, llámeme”, le habría dicho ella en un diálogo digno de alguna de las películas de la época. Esa noche, Olivari se fue a las puteadas contra la presuntuosa que le ponía condiciones. Por formación, por convicción, Carlitos o Carlucho era exactamente el tipo de hombre que Paloma rechazaba por su conducta. Veinte días después, el portero del teatro llevó un canasto lleno de flores al camarín de Paloma. En el centro del arreglo floral, una tarjetita y dos palabras: “Ya está”.
Estuvieron juntos diez años. Hubo un paso por el Registro Civil de Montevideo (Olivari era divorciado y tenía un hijo) y una vida colmada de intensidad y enfrentamientos. “De Carlos, lo primero que me impresionó fue su inteligencia y su desapego a la vida. Vivía en un estado de euforia permanente”, contó alguna vez como si la palabra euforia tuviera solamente una connotación positiva, vital. Como muchos hombres de su tiempo y de su ambiente, Olivari vivía de noche, consumía cocaína, era gran bebedor de whisky y jugador de perder mucho, cuando no todo. Era un gastador compulsivo. Por las mañanas, una vez que ella ya se había ido a trabajar, los vecinos lo veían bajar en bata hasta el bar para tomarse el indispensable café negro. Ella, por su parte, era la imagen viva del rigor y el orden: maniática de la limpieza (lustraba con alcohol las suelas de sus zapatos diariamente, limpiaba sobre lo limpio y vivió siempre acompañada por un elenco de mucamas) era también una persona cuidadosa del dinero y se mordía los labios de vergüenza cada vez que tenía que recurrir a un familiar o a un amigo para saldar deudas de juego del marido.
Los años que duró su matrimonio fueron los de su consolidación en el mundo del espectáculo. Siguió cantando, actuando en teatro de revistas y también produciendo. Se convirtió en la representante de la dupla Olivari-Pondal Ríos y viajó a México y a EE.UU. a negociar la venta de sus guiones. Uno de los éxitos de su gestión fue la compra por parte de Columbia Pictures de Los martes, orquídeas, la película de Lumiton dirigida por Francisco Mugica que marcó la consagración de Mirtha Legrand. En Hollywood le cambiaron el nombre por Bailando nace el amor, fue protagonizada por Fred Astaire y Rita Hayworth y llegó a recibir un par de nominaciones al Oscar.
Su vida en pareja con Olivari fue un tormento afectivo pero una etapa rica en su realización profesional. Fue durante estos años que nació su carrera como periodista gráfica. Desde muy joven había viajado mucho y siempre había dejado registros de esos viajes. Siempre escribía sobre esas experiencias y sobre sus singulares conversaciones con las celebridades de la época. Una tarde, luego de leer esas páginas, Olivari la convenció de que debía comenzar a escribir como una profesional. Juntos fueron a ver a León Bouchet, el director de la revista El Hogar, amigo personal de Olivari: de esa cita Paloma salió convertida en colaboradora regular de la revista.
Los textos que aún se conservan exhiben el mismo registro algo esquemático, cercano a la oralidad, contaminado por cierta lengua poética elemental, de estereotipo de maestra primaria de la época. Los puntos suspensivos son un clásico de su pluma como recurso para crear clima. Por lo general son relatos de sus encuentros con figuras del mundo de la cultura o el espectáculo. Como recurso fechado, su conversación con la estrella aparece siempre como instrumento que ayudan a revelar el lado oscuro de la vida del entrevistado. Siempre hay una mirada que se pierde en el recuerdo o una máscara que cae para dejar al descubierto que detrás de esa gran personalidad pública se esconde, simplemente, un ser humano. Con el tiempo siguió también publicando sus entrevistas, de muchas de ellas hay registro fotográfico, como Ella Fitzgerald, Salvador Dalí o Eleanor Roosevelt. De muchas otras, no. Y es en este punto en el que aparece, insistente, una sospecha. Hay algo de creatividad, de ficción, de “exagerar verdades”, como dirá su amigo Tito Bajnoff en el recientemente estrenado documental Blackie, una vida en blanco y negro (ver recuadro). Muchos de esos artículos podrían ser, en realidad, una suerte de “fraude periodísticoliterario”, una más de las producciones de Paloma, una hermosa fantasía hecha realidad por la palabra escrita. (Cómo saberlo, a quién preguntarle ya.)
La muerte de sus más queridos llegó de repente y toda junta. Primero fue su padre, luego Carlucho –ya estaban separados pero seguían muy cerca– y por último su madre, casi una hija en muchos momentos de su vida. Cerca de los cuarenta, sin grandes atributos de belleza (“Yo no era linda. Esa era la época de las Hedy Lamarr, Mirtha Legrand, Zully Moreno y un montón de chicas que se llamaban Nelly. Sí, entonces todas se llamaban Nelly. Yo era muy corta de vista, tenía boca de buzón, un cuerpo huesudo...”), se avecinaba el tiempo de un renacimiento.
En esta vida de vértigo, viajes, grandes inversiones y derrotas, hubo un día, una tarde, una vida que duró ocho horas. Fue el tiempo que –según contaba Paloma– estuvo sentada una vez en el sillón de su padre (“el tata”), fumando sin parar y diseñando el futuro por venir. Estaba sola, las personas que más amaba, las que más la necesitaban, ya habían muerto. Fue entonces –contó una, dos, muchas veces– que eligió llenar sus días trabajando sin parar. La vida de familia no era para ella, su destino iba a estar siempre junto a un micrófono o en un set de televisión. Fue entonces que nació la última versión de Blackie, la más recordada, la icónica. La de la mujer grande que buscó entretener, cultivar y hacer hablar a un país. La inventora de los livings de televisión, de los programas políticos por TV como Derecho a réplica, de los concursos de preguntas y respuestas como Odol pregunta. La productora algo vergonzante de Yo me quiero casar y Ud., la madrina de Karadagián y sus Titanes en el ring. La gran divulgadora cultural, la hacedora de producciones imposibles como la de Volver a vivir. Se iniciaba el tiempo de la Blackie de voz de tabaco, la risa de horas y horas de radio, la que acuñó las frases “La gente quiere ver a la gente”, “Vamos, ánimo” y “Con amor y con respeto” como lemas para sus programas, casi un plan de acción cultural, diríamos hoy.
En la tele arrancó jugando en primera, como cantante en Tropicana al principio, luego como productora y en 1952 como directora general. Cuentan que el día que se hizo cargo de Canal 7 entró al estudio en pantalones y alpargatas, puteando por el clima. “¡Qué calor de cagarse! ¿Cómo aguantan?” Esa fue la Blackie de pantalones y alpargatas para la producción dura y los trajecitos y la bijou sonora para salir al aire o asistir a los cócteles en donde siempre estaba atenta al socio capitalista que podría ser el alma económica de su próxima producción.
En ese entonces surgió el personaje de género casi neutro, rodeada de colaboradores, algunos amigos y ninguna pareja. La gran productora de programas para las amas de casa, defensora rabiosa de los derechos de las mujeres a informarse, a ser educadas y respetadas (“Una mujer debe tener los mismos atributos del hombre, debe ser antes que nada inteligente, debe tener ideas, ser comunicativa. Si es bonita, mejor. Ojo, no me gustan las que usan la seducción para conseguir algo: la seducción es un arma artera...”).
Tanta soledad y tanto feminismo para la época dieron nacimiento a las versiones de la Blackie lesbiana, rumores de los que ella misma daba cuenta y se reía. El modisto Paco Jamandreu, muy ligado a Paloma por décadas, recordó una anécdota de 1952, en el hotel San Rafael de Punta del Este, un episodio que posiblemente haya sido el inicio de esas versiones. Paloma estaba recién separada, necesitaba dinero y había vuelto a cantar por una temporada. Alguien dijo que una mucama denunció que Blackie había querido tocarla. Escándalo soto voce. “Una tontería, m’hija”, me dijo en 1994 Jamandreu restándole importancia al hecho. “Ella estaba muy sola entonces, y cuando uno está caliente, está caliente...”
Si se mira hacia atrás y se pone en perspectiva su obra –sería más apropiado hablar de su producción–, habría que señalar que Paloma integra el grupo selecto de los grandes importadores culturales argentinos. Blackie, una suerte de Victoria Ocampo judía y plebeya con vocación popular. Una y otra fueron mujeres con ansias de divulgar las tendencias culturales de otros horizontes. Lo hicieron con diferencia de clase y de acceso al dinero para producir. Mientras Victoria utilizaba su propia fortuna, Paloma siempre tuvo que salir a buscar sponsor.
Demócrata de sangre, logró atravesar los diferentes ciclos políticos de la Argentina con destreza, sin inmolarse pero también poniendo sus condiciones. Cuenta Ricardo Horvath, quien trabajó con ella y fue su primer biógrafo, que durante el gobierno de Videla, luego de firmar contrato con una radio para hacer uno de sus célebres programas de la siesta, le advirtió al militar interventor de turno: “Pero, ojo, en mis programas no hay prohibidos”.
No tuvo mucho tiempo para pelearse con ningún funcionario de la dictadura. Murió el 3 de septiembre de 1977, cuando parecía recuperarse de una cirugía de urgencia a raíz de unas úlceras.
Parecía una anciana pero apenas tenía 64 años. Fue su elección dejar de tener edad o, más bien, pasar a tener todos los años del mundo. Se burlaba de sí misma diciendo que tenía los años de Matusalén: es curioso, Blackie debe ser la única mujer de ese ambiente que uno recuerde que buscaba sumarse años en lugar de restarlos. Lo mismo con su belleza, siempre bromeaba con su supuesta fealdad. ¿Qué había detrás de esa búsqueda? ¿De qué huía, qué quería mostrarles a los demás?
Aunque las nuevas generaciones saben poco de su historia, su rostro es uno de los que puede verse desde 2009 en las paredes del Salón de la Mujer de la Casa Rosada, donde comparte cartel con Juana Azurduy, Tita Merello, Eva Perón y Alicia Moreau de Justo, entre otras grandes de la historia, la política y el espectáculo. La falta de archivos y registros históricos le jugaron sucio y dejaron su imagen en tinieblas. Una vuelta de tuerca irónica para una voz clave de la radio y un rostro fundacional de la televisión argentina.
* Autora de Blackie, la dama que hizo hablar al país (Capital Intelectual)
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