Domingo, 27 de agosto de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
En El interior (Planeta), Martín Caparrós muestra la cara y ceca de las provincias, el turismo, el campo y sus habitantes. Y lo hace con una obra voluminosa pero poblada de historias mínimas. Este primer volumen corresponde al norte argentino y busca descifrar los mitos de una parte de la Argentina que se suele considerar como la verdadera tierra.
Por Patricio Lennard
El año pasado, a lo largo de más de cinco meses y a bordo de un Renault 21 blanco que se compró sin saber que había pertenecido a Osvaldo Soriano (autor con el que estuvo, chismorreos al margen, enemistado durante bastante tiempo), Martín Caparrós recorrió catorce provincias de la República Argentina. Una travesía de casi 30.000 kilómetros que se suma a los no proporcionales “kilómetros de prosa” (tal el patrón de medición que Roberto Arlt concebía) que este viajero empedernido y acreditado grafómano, licenciado en Historia en la Sorbonne y uno de los más destacados cronistas de las dos últimas décadas, lleva escritos al presente. Cifras que con sólo contar las 3200 páginas de la segunda edición en cinco tomos de La voluntad (ese fresco de la militancia revolucionaria en la Argentina que escribió a cuatro manos con Eduardo Anguita), o las casi mil de su novela La historia (1999), invitan a imaginar los beneficios que con El Interior obtendría Caparrós si, a imagen y semejanza de las personas que vuelan, los escritores pudieran acumular “millas literarias” al cabo de la publicación de cada uno de sus libros.
“Recién ahora me doy cuenta de que hay una constante y de que mis tres libros gordos tienen títulos con la forma de artículo determinante y sustantivo: La voluntad, La historia, El Interior –desliza Caparrós mientras enciende un cigarrillo–. Libros en los que se trasluce cierta idea de la antonomasia y en los que, por alguna razón, siento que hice mis mayores apuestas. Pero yo no diría que su extensión se debe a una prolijidad en el sentido español, es decir, a una facundia desmesurada de la prosa, sino más bien a que hay muchas cosas que quiero contar y no sé cómo privarme de hacerlo. Rara vez me detengo a pensar sobre qué no contar cuando escribo. En La noche anterior, una novela que publiqué en 1990 y que me gusta mucho, elaboré una tentativa para dejar de contar, guiado por un epígrafe de San Clemente de Alejandría, un filósofo gnóstico del siglo III, que dice: ‘Contar en un libro todas las cosas es como dejar una espada en manos de un niño’. Allí procuré no dejar espadas en manos de los niños, y quizá en esos tres libros se me dio por hacerlo.”
Asumiendo el riesgo, Caparrós demuestra que su afán elefantiásico excede en El Interior lo anecdótico de la cantidad de páginas, para volverse la raíz de un ambicioso proyecto cuyo objetivo es plasmar un fresco de la Argentina. Un proyecto que piensa la crónica como cartografía sociocultural, como ejercicio muralista, como arqueología del presente (¿acaso la década del 90 no ha dejado tras de sí un tendal de ruinas?), y que en este primer tomo da cuenta de la mitad norte del país según un criterio de división geográfica que lejos está de ser simplemente arbitrario. “Este país se ha especializado en dividirse. Pero he dado con una división que me interesa: están por un lado, al norte de Buenos Aires, las regiones que crearon la Argentina; y, por el otro, al sur, las regiones que la Argentina creó”, escribe Caparrós al comienzo del libro. De ahí que él consigne que se podía ser misionero, salteño o cordobés antes que la idea de ser argentino existiese siquiera (lo que tal vez explica que el subtítulo del libro sea “La primera Argentina”), al tiempo que fundamenta su recorrido a partir de una premisa de rigor histórico, que se completará cuando explore la otra mitad del país en un nuevo volumen. “Las tierras que los argentinos –cuando ya lo eran– ocuparon para armar la Argentina”: la Patagonia y la Pampa.
Ese “país” que se supone es el interior, y que más de una vez ha sido figurado como un cuerpo con su cabeza decapitada –mientras la Pampa (Buenos Aires) se daba a leer como la palma de la mano de la argentinidad a quirománticos extranjeros (la metáfora pertenece a Victoria Ocampo)–; ese “país”, que ha sido visto como reservorio de los valores “auténticos” de lo nacional y cuya oposición a la metrópolis supo alimentarse de la del campo y la ciudad, de la de unitarios y federales o porteños y provincianos, no es entonces para Caparrós uno sino dos. O, más precisamente, varios. “El interior es un país en la medida en que es una suma de diversidades, más allá de que parezca una contradicción que allí puedan coexistir diferentes países. Diversidades que son algo propio de cualquier nación, me parece; lo que en nuestro caso se refuerza por el hecho de que lo que llamamos país es un concepto relativamente nuevo, que no ha cumplido aún ni doscientos años”.
Pero ¿en qué ha cambiado a lo largo del tiempo esa idea bipolar de la Argentina que tuvo en el Facundo –y en la dicotomía civilización y barbarie– su primer correlato? En un artículo en el que analiza las implicancias históricas de esa contraposición, Adrián Gorelik plantea que luego de la bonanza del modelo agroexportador que justificó nuestras ínfulas de granero del mundo (y esparcidos ya los efectos de la Primera Guerra y del crac del ’29 en estas costas), la idea de la fractura entre Buenos Aires y el interior resurgió con nuevos bríos de la mano del ensayo de interpretación nacional y del revisionismo histórico. Así, en la década del ’30, en un clima de época en que la búsqueda de una identidad nacional obsesionaba a unos cuantos, se cristaliza la figura de “las dos Argentinas” a la luz de la ocurrencia de que había un país verdadero y uno falso. Algo que en Radiografía de la Pampa (1933) de Martínez Estrada se traduce en cómo ese cosmopolitismo europeizante e impostado que caracteriza –según él– a la metrópoli es el reverso de un interior que aloja “la verdad y la vida”, “las entrañas y los hijos del mañana”.
Será, pues, con la aparición de las primeras villas miseria en la Capital Federal, a fines de la década del ’50 –en parte, producida por la llegada de miles de migrantes de distintas partes de la república en aquellos años–, que el pensamiento de izquierda reelaborará en clave social la noción de las dos Argentinas (ya no se tratará de gauchos o inmigrantes, europeos o mestizos, sino de ricos y pobres), y verá en esos asentamientos incipientes las incrustaciones del interior profundo en la Reina del Plata. Algo que medio siglo después, cuando Caparrós comprueba en un lugar de San Miguel de Tucumán que “el country recupera el Interior, cuando el Interior deja de ser ese lugar donde se pueden dejar las puertas abiertas y el coche con las llaves puestas”, reaparece en una imagen en negativo, asomado como un fantasma.
Está a la vista: si de algo se han alimentado Buenos Aires y el interior es de sus innumerables mitos. Una materia que Martín Caparrós, lejos de contribuir a acrecentar en su libro, esclarece. “Lo que más me llamó la atención, en un principio, fue cómo para muchos porteños el interior sigue siendo esa especie de comarca bucólica donde el gaucho llega a caballo a su ranchito, en que la china lo espera con un par de mates; o en donde el kolla camina con bultos sobre la cabeza a la vera del camino y el hachero se interna en la procelosa selva misionera. Todo eso existe, por supuesto, pero en un grado mucho menor al imaginado. Un 80 por ciento de la población del interior es urbana, y muchos viven en grandes ciudades o en pueblos, algunos más grandes, otros más pequeños.”
Pero también están los mitos que la gente del interior tiene sobre sí misma, como el de la tranquilidad, por ejemplo. Una palabra que Caparrós escuchó incontables veces a la hora de indagar qué significa para esas personas vivir en el lugar que viven. “En el interior, por otro lado –prosigue Caparrós–, todavía existe la idea de que el verdadero país son ellos. Una idea que se conecta con la suposición de que una mezcla de razas y culturas anterior en el tiempo (los aborígenes antes que los inmigrantes) se convierte en pureza. En este sentido, en el libro cuestiono la visión pretendidamente historicista que supone que porque los aborígenes estaban antes en un lugar determinado tienen más derechos. Cuando en realidad son pueblos que, como todos, en algún momento desplazaron por la fuerza a otros pueblos que estaban allí antes de que ellos llegaran. No obstante, me parece bien que a los wichis les den tierras, por supuesto. Pero ¿por qué no se les dan también a los pobres de La Matanza? ¿Qué tienen los wichis que no tengan los pobres de La Matanza? Algo que me llama mucho la atención es cómo los progres les piden a los indios que no progresen, que mantengan los usos y costumbres de sus bisabuelos y se perpetúen como estampas de buenos salvajes. En una circunstancia, a raíz de esto, le pregunté a una persona que no es aborigen y que vive en un pueblito del Chaco: ¿acaso vos te ponés polainas y galera y vas en sulky a la iglesia con tu mujer vestida con corsé y miriñaque? ¿Por qué ellos tienen que hacer, entonces, lo mismo que sus bisabuelos? Y estas son cosas sobre las que no se puede hablar porque es incorrecto. Mientras, los mapuches consiguen del Estado y de las ONG lo que los pobres de La Matanza no consiguen ni soñando.”
Si en El Interior el interior es pensado como un país aparte, se debe al peso que en el imaginario de la patria tiene ese motivo, y no a la presunción –rancia, a esta altura– de que la Capital y las provincias aún siguen enfrentadas. Una idea que, según Adrián Gorelik, deja de activar las imaginaciones sobre la nación en los años ’80, debido a que otras fracturas mayores irrumpen en escena: “Las oposiciones entre los militares y la sociedad, o entre el autoritarismo y la democracia”.
“Quizás el propósito de mi viaje por el interior haya sido ver cómo eran los desconocidos de la familia. Esos primos lejanos con los que tenés algún parentesco, porque compartís el apellido o algún bisabuelo, pero que no sabés quiénes son ni les conocés las caras.”
Martin Caparros>
No hace falta decir que Caparrós comprende que ya no tiene sentido sostener esa prédica (nacionalista) en cuya fragua se forjó la oposición entre Buenos Aires y el interior como causa de todos los males que sufriera la Argentina. Algo que en las páginas de El Interior es actualizado en la forma en que el sentido común de lo que nos pasa a los argentinos se hace presente. Eso de que “tenemos todo para ser un gran país, pero los políticos son corruptos”; de que “alta cultura del trabajo, pero también más empleos”; de que “no es posible que en un país tan rico no haya comida para todos”, y de que “si se mama de algún lado en la Argentina es de la teta del Estado” son lugares comunes que, junto con otros tantos, Caparrós le endilga a una voz anónima (suerte de encarnación patriotera de la doxa) que reaparecerá fragmentariamente a lo largo del libro. En El Interior –un libro que dista bastante de querer ser un tratado sobre la patria–, Caparrós siempre está en busca de “razones para pensar que somos algo todos juntos”. Pero el hallazgo de eso se demora invariablemente, porque es claro que la pesquisa no consiste en revolver el arcón de esencias de la patria ni en tratar de definir lo que se sabe en una entelequia. “Yo quise ver si hay cosas que nos hacen argentinos, y creo que la conclusión más defendible a la que he llegado es que lo que más argentinos nos hace es esto (hace el gesto típico de quien pide un café en un bar). Un gesto con el que uno se puede hacer entender en cualquier rincón de la Argentina, pero no en Bogotá, París o Kishinau. Supongo que ese tipo de cosas, eventualmente, constituyen lo que somos los argentinos. Cosas en las que no dejo de ver una cierta pobreza.”
A lo que agrega: “En un pueblito de Tucumán, en un momento de mi viaje, tuve la sensación de que si alguna vez cayera en ese lugar de sopetón, si los marcianos me dejaran allí, sabría a primera vista que estoy en la Argentina, pero no podría decir exactamente por qué motivo. En eso que se me escapa se cifra lo nacional en un modo extraño. En algo que en la letra del Himno no he encontrado ni encontraré, supongo”.
Caparrós siempre dice que todos los viajes exóticos que hizo en su vida –y cuyas crónicas se reúnen en Larga distancia (1992), Dios mío (1994), La guerra moderna (1999) y en el documental de 2003, Crónicas mexicas, en el que reproduce la travesía mexicana que el conquistador Hernán Cortés llevó adelante en 1519– son una preparación para el viaje más difícil de todos: el de la manzana de su casa. Un viaje para el que su periplo a través de la Argentina sería una aproximación –según él– considerable, en razón de que “es fácil ver lo que uno quiere contar en lo exótico, pero no lo que forma el paisaje cotidiano”.
Sobre esto César Aira da una cabriola en un notable ensayo cuando escribe: “El americano no necesita viajar tanto como el europeo, porque en sus países inconexos, a medio hacer, encuentra mitades exóticas mirando por la ventana” (una lección que asimilamos, hasta decir basta, en el realismo mágico). Fue esa mezcla posible de familiaridad y exotismo –que Caparrós ya había experimentado en algunos lugares del interior a los que previamente había ido– la que le generó la mayor intriga a la hora de emprender este largo viaje. “Ir a esos pueblitos donde casi todo me es ajeno; donde casi no hay luz y la gente anda a caballo, y la vida consiste en subir las cabras al monte o cuidar a las vacas, pero que a su vez están poblados por personas que gritan los mismos goles, padecen los mismos gobiernos, pasan los mismos avatares económicos y hasta piden el mismo café con el mismo gesto más allá de que no haya un bar en donde viven... Quizá el propósito de mi viaje haya sido ése: ver cómo eran los desconocidos de la familia. Esos primos lejanos con los que tenés algún parentesco, porque compartís el apellido o algún bisabuelo, pero que no sabés quiénes son ni les conocés las caras.”
Una voluntad que denota un interés por contar historias mínimas en el marco de un proyecto que se muestra titánico, pero en el que, no obstante, se opta por pintar la mitad norte del país de manera impresionista, lejos de grandilocuencias y de ese falso esencialismo que Caparrós percibe, aggiornado, en el centro de ciertas relecturas recientes de la historia. “Pienso que en estos últimos tiempos una frase del eximio pensador Diego Armando Maradona ha marcado el rumbo: Estamos como estamos porque somos como somos. Una frase que si algo nos dice es que la tentativa de saber cómo éramos sólo serviría para demostrar que siempre fuimos y seremos de la misma manera. Una forma que para mí es la más estúpida y paralizante que puede adoptar el pensamiento.”
Tanto sus incursiones a los santuarios de esos beatos paganos que son el Gauchito Gil (Corrientes), la Difunta Correa (San Juan) o San La Muerte (Chaco) como su paso por ese “pueblo boutique” en que se ha convertido Purmamarca, son tan sólo unos pocos ejemplos de los numerosos sitios que Caparrós ha visitado, y que como si fueran viñetas articula en una texto que mezcla la entrevista, la crónica, el cuadro de costumbres y el ensayo, y hasta haikus y pasajes en verso. Un recorrido que no le esquiva el bulto, bien por el contrario, a las zonas sembradas de turistas, en tanto allí se dan situaciones que permiten reflexionar sobre el viaje en el presente. “El turismo pone en escena la finitud del tiempo, que uno en general trata de dejar de lado en la vida cotidiana porque si no se volvería loco. De ahí, esa especie de compulsión a disfrutar del paisaje, la ansiosa acumulación de instantáneas.”
Al comienzo de Infancia en Berlín, Walter Benjamin escribe que “importa poco no saber orientarse en una ciudad”, y que “perderse, en cambio, como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje”. Una frase que el viajero Caparrós –quien acusa un “espantoso sentido del tiempo y de la orientación” que siempre le permite saber qué hora es y dónde está parado– dice tener presente cada vez viaja. “Hago grandes esfuerzos para perderme en las ciudades. De hecho, tenía una táctica que ahora uso menos, que consistía en tomar ómnibus sin tener la menor idea de hacia dónde iban. En la Argentina, por supuesto, perderse es más difícil. Aunque en un momento de mi viaje, en que estaba en la Puna e iba hacia un lugar por un camino que no tenía carteles y que cada tanto se abría en bifurcaciones, tuve la sensación de estar yendo a cualquier parte. Era un día soleado y hacía bastante frío, y el camino se hacía cada vez más complicado, y no había nadie a quien hacerle una pregunta y yo estaba perdido... Ese fue uno de los momentos más felices del viaje.”
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