Domingo, 22 de octubre de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
La publicación de su autobiografía Prontuario y de los relatos patagónicos de La tierra maldita en un solo volumen (Ediciones B) implica desenterrar un oculto y oscuro secreto de la cultura argentina. Hijo del presidente Justo, trotamundos y revolucionario, Liborio Justo tuvo una extensa y compleja vida, donde el vitalismo, la literatura y la política se encontraron en la encrucijada dramática de la lucha de clases.
Por Diego Schurman
Mientras su padre, dictador militar, feudaliza el país, lo vacía y endeuda a la vez que persigue trabajadores, su hijo, educado en el Lasalle, se hace amigo de marineros y vagabundos, putas y lúmpenes mientras se arrima a la izquierda, se radicaliza en sus posiciones y no vacila en enfrentarlo. Un buen ejemplo de cómo actúa el niño bien de izquierda es cuando Roosevelt visita el Congreso Nacional. El hijo logra filtrarse entre la concurrencia y grita con toda la fuerza de sus pulmones: “Abajo el imperialismo”. Y el grito se oye en Estados Unidos. La relación con el padre es todo un conflicto: el joven lo enfrenta sin parar. En el pathos de la relación, por debajo del iceberg, circulan, además de la culpa, la estirpe, sus códigos traicionados y no tanto. El padre, después de cada retorno al hogar, lo reprende: “Sos de manicomio”. Es que la rebelión del hijo contra su padre y todo lo que significa (las fuerzas armadas, la oligarquía, el colonialismo, la represión, lo careta) tiene más de subversión que de épica generacional: el muchacho no cree en las generaciones.
Cree en las clases. Y en su lucha. Europa no lo sorprende. Más bien lo aburre. En cambio América, desde el norte hasta el sur, lo enciende. El joven no para. El planeta parece quedarle chico. Es cierto que en cada uno de sus viajes, fugas, extravíos de poseído, cuando se encuentra en peligro acude, tarde o temprano, la providencial ayuda paterna. Como esa vez que se encuentra en la impenetrable y caliente selva misionera desfalleciendo de una neumonía: allí acude una lancha en su rescate. Otras veces su puntería intrépida para meterse en problemas y el socorro de su clase que le llega siempre providencial hace pensar con ironía en un Isidorito en apuros. Pero de izquierda. El coronel Cañones, es decir, su padre, el militar golpista de la Nación, se las ingenia, superando la confrontación, para auxiliarlo.
Culpa, conciencia de clase, fe en la evolución, pasión por la aventura que se confunde con el horror domiciliario, son algunas de las características que definen la trayectoria literaria y vital de Liborio Justo (1902-2003), hijo del general Agustín Justo, el militar que ha despertado la adhesión del reaccionario Manuel Gálvez y fuera aclamado por Leopoldo Lugones como representante de “la hora de la espada”. No pueden aislarse, y más en el caso de Justo hijo, vida y obra, la resonancia entre ambas. Como él lo reconoce en su autobiografía Prontuario: de las ideas pasa a la experiencia y, pragmático, le encuentra su utilidad. Después el joven Justo vuelve a las ideas y corrige sus premisas anteriores. Materialismo dialéctico puro. Pureza es un término que le sienta a este autor que, siendo hijo nada menos que del presidente de la Década Infame, se transforma en militante trotskista y como narrador emula a London consiguiendo a veces, en sus mejores cuentos, un empate con el maestro.
En ocasiones, a lo largo de Prontuario, trata de salvar a su padre, el tiranuelo de aspecto bonachón, seguidor de Mitre y de Roca, responsable de un aparataje conservador alimentado por el empobrecimiento nacional. El hijo escribe que el trato con su padre es de caballeros. Y no ahorrará tinta en las páginas y la nota al pie donde, a pesar de su izquierdismo, intentará un rescate del dictador como un militar honesto incomprendido. Lo caballeresco, lo viril, es un sello vitalista en su escritura. El joven Justo preferiría ser hijo de proletarios, y en la abominación de su clase, lo que cuenta es siempre la construcción de un destino macho. En este aspecto, lo macho es lo que resalta una reseña de La tierra maldita que acompaña su publicación: “¡Tierra de los hombres machazos y las almas libres!”. Es que hay que ser macho para perderse en esa Patagonia que, al decir de Darwin, es la tierra maldita de sus cuentos patagónicos que firmará con el seudónimo de Lobodon Garra. Por lo tanto, las mujeres con nombre y apellido no participan en estos dos libros masculinos por excelencia, que serían un festín caníbal para una crítica especializada en las cuestiones de género. El joven Liborio viaja a Perú, vive una “orgía de fiestas” y más tarde se enamora, pero nada cuenta de los pormenores del romance, excepto que años más tarde, defendiendo su honor, trompeará a un fulano. Luego, cuando está casado, apenas si menciona a su pareja. Lo que cuenta no son las mujeres sino sus rivales. Medirse. O, si se prefiere, medírsela.
Quienes no disponen de una mínima figuración social, sean de izquierda o de derecha, no se registran en su memoria. En este punto, los personajes que surgen en su autobiografía son prestigiosos siempre: trátese de Huidobro, Siqueiros, Diego Rivera, Orozco, John Reed, Dos Passos, Waldo Frank (agudísima la apreciación de este escritor mediocre únicamente consagrado en nuestro país por el cipayismo de Sur), y así, todos los personajes con los que se codea o intima constituyen una guía azul de la iniciación roja del joven Justo.
Inevitable preguntarse si este ninguneo de todos aquellos que son ignotos no es un respeto atávico a los códigos de figuración de su clase.
La publicación de Prontuario (su autobiografía de 1938) y La tierra maldita (sus cuentos patagónicos de 1932) permite acercarse a un modelo de héroe voluntarista que se vincula, en una escala menor, con los aventureros legendarios de su siglo, Lawrence de Arabia y el mismísimo Che. Quizá el orden de la publicación de estos dos libros juntos, tan diferentes uno de otro, puede confundir. Porque el autor de la autobiografía, en su presunción, parece un pariente lejano del narrador distante y objetivo de los cuentos patagónicos. De haberse invertido el orden y respetado el orden cronológico de las publicaciones, también se habría producido en el lector algún malentendido proveniente de dos textos disímiles en su pretensión y naturaleza si bien la experiencia, en ambos, opera en primer plano. Podría conjeturarse tal vez que si un mérito tiene leer primero la autobiografía Prontuario precediendo a La tierra maldita es que legitima, siempre desde la experiencia, la verosimilitud de las hazañas y miserias de los personajes perdidos en los confines del sur. Es decir, el deslumbre del viajero de lo patagónico, incluyendo las islas de Tierra del Fuego, las Malvinas, el sur de Chile, las islas Orcadas y los mares antárticos, tal como se evoca en Prontuario, es el que –en este criterio de publicación– les otorga “realidad” a esos relatos crudos y salvajes de “la tierra maldita”, donde Justo cuenta con “garra” londoniana una matanza de lobos marinos, el hallazgo de un barco naufragado o una sublevación de presidiarios. Lo interesante es que ambos libros comparten, en sus diferentes registros, un magnetismo en el que conviven tanto la curiosidad histórica (Prontuario) como el exotismo aventurero (La tierra maldita).
Vale la pena detenerse en Prontuario. Y cabe entonces reflexionar que si toda escritura ficcionaliza la realidad aun cuando pretenda testimoniarla, la dificultad de escribirse sin inscribirse se agrava cuando se incurre en uno de los géneros del yo tan ficcional como la autobiografía. Desde el vamos, ésta, la autobiografía, ingresa con escasa modestia en una tradición pretenciosa que no alcanza los riesgos del papelón confesionalista del diario íntimo. Aun cuando la autobiografía comparte con el diario íntimo un afán de sinceridad y de presentación del yo, no confiesa resbalones y caídas en tanto no apunten a reforzar la decoración moral de quien escribe. Mientras que la apuesta del diario consiste en descalificar a los contemporáneos y confiar en la comprensión de los lectores del porvenir, la autobiografía, más pudorosa, incurre inevitablemente en la novelización de las propias virtudes y bosqueja más un autorretrato de elevación moral que la escritura de diario que, por lo general, apunta al reproche plañidero. Justo, ya no tan joven, a los treinta y seis años, escribe Prontuario en un momento de crisis existencial con la intención de encontrarse a sí mismo y clarificar su conciencia. Más tarde, dieciocho años más tarde, en 1956, el Justo cincuentón creerá necesario explicarle al lector quién era el autor de Prontuario a los treinta y seis, la contradicción entre su origen y sus ideas:
“De las filas de las clases gobernantes han salido, en la historia, la inmensa mayoría de dirigentes revolucionarios, en tanto que, por el contrario, del seno de las propias clases oprimidas surgieron siempre sus más grandes traidores y verdugos”. Pero, una vez más, como Justo nunca se autocritica, se justifica. En consecuencia su autobiografía, contradiciendo lo que va de las ideas a la experiencia y su vuelta al pensamiento, lejos del examen de conciencia, avanza sin mirar atrás, sin animarse a descifrar sus errores, opera como clave para una comprensión de algunas concepciones heroicistas de la izquierda.
El mapa de lecturas que nutre al joven Justo incluye tanto a Sarmiento y Alberdi (Facundo y Las Bases son libros fundacionales para él) y pronto, luego de las lecturas de Ingenieros y Unamuno, sobrevendrá la iluminación marxista. Lenin, pero más Trotsky. Como no puede ser de otra manera, Justo se opone al dirigente italiano del PC argentino, el stalinista y vetusto Vitorio Codovila. En ocasiones también, y no pocas, sus iluminaciones, entre crisis de “agotamiento nervioso”, comprenden no sólo la construcción de su destino sino también la del sudamericano. Lo que va de los pensadores nacionales al revolucionario ruso autor de Por los Estados Unidos de América Latina (ese Trotsky exiliado en México), se vuelve en Justo cuestionamiento de la visión primitiva del Marx eurocentrista sobre Bolívar. Así Justo deviene en visiones que, en la actualidad, resuenan en la probable corporización de una consolidación de lucha latinoamericana por sus derechos e identidad.
Convendría subrayar: el narrador de La tierra maldita, que escribe con la vista en London, preocupado por las acciones, sin opinar demasiado sobre los hechos y dejando librada a sus lectores la opinión sobre la historia, en Prontuario escribe con una solemnidad que merodea un idealismo naïf: se propone nada menos que como hombre nuevo. Bovarismo, se diría. Con una aclaración: son más las veces que acierta con el paradigma de existencia que se ha trazado desde joven que las veces en que le pasa raspando.
Ninguna duda de que Justo se la cree y su autobiografía encaja a la perfección en las fotos que lo muestran, siempre en actitud seria, ruda, combativa. Como esa foto de 1934 en que posa de canillita rojo en Harlem. O ese autorretrato de 1949 en su plantación forestal en Ibicuy. Su coherencia tiene una lógica de fierro: no hay contradicción entre el gesto de sus fotos y el de su prosa autobiográfica. La resonancia de su alter ego Lobodón Garra no es menos recia que su otro seudónimo: Quebracho (que rima con macho).
Puede atenuarse la crítica a esta autobiografía si se considera que Justo es, a pesar de los beneficios secundarios que le depara su clase, un auténtico renegado self made man. Desde sus peripecias de iniciación, sus vocaciones cambiantes que comprenden la medicina, la ingeniería, la sociología, el periodismo interruptus, hasta su madurez, esa búsqueda de sí mismo, como la denomina, abarca las más diversas travesías: desde los viajes australes, las exploraciones en la selva de los yerbatales, su pasaje por los Andes (llegará en su fundamentalismo latinoamericanista a proponer un nuevo bautismo del continente: Andesia, que le festejará don Raúl Haya de la Torre) hasta pisar por fin la tierra prometida de su juventud dorada: Estados Unidos. Pero la ilusión le dura poco. Ahí nomás están el crack del 29 y la Depresión, una pobreza que parte el alma.
Siempre sin detenerse, siempre sin modestia, Justo impulsa una escritura que ostenta un optimismo positivista, una voluntad que, siempre vanidosa, no frena en su marcha hacia una tarea prometeica: derribar el capitalismo, tarea que parece por momentos llevar a cabo él solo con la musculatura ideológica de un militante digno de la pintura forzuda de Carpani. Su escritura, una escritura que considera “deber”, está señalando siempre su paso por los grandes acontecimientos históricos y su geografía: “Una parte del mundo lleva la huella de mi planta”. (Los pasajes en los que Justo pone bastardilla son ejemplares en su omnipotencia.) Pero a pesar de los reparos que puedan formularse a esta escritura convencida de su sentido pedagógico y divulgador (dos funciones que no consiguen atenuar su vanidad), Justo alcanza en algunos pasajes descriptivos un crescendo poderoso en la narración documental cuando describe, por ejemplo, el paisaje desolador del crack del 29. Las imágenes que registra lo asocian con el realismo de Dorothea Lange, la fotógrafa impiadosa de su país y su época. Y cuando describe las manifestaciones obreras como mareas atravesando las ciudades norteamericanas, el Justo narrador adquiere la potencia expresiva de Eisenstein.
Su visión de los Estados Unidos resulta hoy profética. Si unos años atrás el joven Liborio pudo fascinarse con el american way of life, ahora vaticina la suerte trágica del estado capitalista, su marcha en línea recta hacia el fascismo. El análisis que Justo hace del ataque a Pearl Harbor, complotado por los Estados Unidos para entrar en guerra, anticipa por elevación el volteo de las Torres Gemelas. Al respecto, escribe: “Del capitalismo sólo quedarán como recuerdo los grandes rascacielos norteamericanos, que irán desapareciendo cuando la sociedad futura los derrumbe, por anacrónicos, en su función de equiparar el campo a la ciudad”. Y sigue: “Aceptar la posibilidad de que el proceso de transformación de la sociedad norteamericana pueda realizarse por vías pacíficas sólo cabe en la mentalidad de algún teórico centrista”.
Conmueve tras la lectura de los dos libros, una imagen, otra foto, esa imagen del escritor en 1970, a los sesenta y ocho años, de perfil, canoso, de saco y corbata, respetable, entre cansado y de vuelta, sentado en un banco de plaza mientras en otro banco, cerca, una pareja chichonea divertida. Esa imagen, como una prosa, es también una elección. Y dice más por lo que calla. Por si no queda claro, Liborio Justo, el infatigable, habría de morir a los cien años ya en este otro siglo.
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