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Domingo, 1 de febrero de 2009

el profesor de lo fantástico

Para muchos lectores, Fernando Sorrentino es el entrañable nombre de alguien dedicado a la enseñanza de la literatura y hacedor de unas antologías de cuentos que formaron a varias generaciones. Pero habría que agregar que es el autor de más de quince volúmenes de relatos donde el humor, el absurdo y el fantástico se dan cita una y otra vez. Con la reciente aparición de El crimen de san Alberto (Losada), Sorrentino corona una carrera literaria no exenta de extrañezas, epifanías y anécdotas curiosas. Retrato de un hombre al que casi todas las semanas le sucede algo agradable.

 Por Juan Pablo Bertazza

¿Se están mudando? –pregunta ella.

–No –contesta él, sin ofrecer ninguna explicación a cambio.

El extrañísimo diálogo tiene lugar cuando Sorrentino le pide a una chica muy apurada que nos saque no una sino cuatro fotos en distintos lugares del hall de entrada, inmediatamente después de una entrevista en la que el escritor acaba de contar que “en casi todos mis relatos sucede algún hecho insólito, pero para mí es importantísimo crear primero la escenografía con detalles verosímiles para después, con disimulo, ir metiendo lo fantástico, lo insólito”. Este eximio cuentista nacido en 1942, de quien no es fácil precisar si es conocido o no, publicó el año pasado dos libros en el mismo mes: El centro de la telaraña (Longseller), una antología que trae un relato nuevo escrito en colaboración con Cristian Mitelman, y El crimen de san Alberto (Losada), en el que brillan la tragicómica historia de un mediocre que decide vengarse de su amigo ganador y una parodia a los análisis semiológicos.

Este volumen, además de reunir relatos inéditos o publicados sólo en revistas, marca la consolidación de la técnica cuentística de Sorrentino. Pero todo logro esconde una historia de complicaciones: “El crimen de san Alberto lo escribí hace 20 años, era un cuento maldito porque no lograba publicarlo nunca. Muchas veces me ha pasado que puse expectativas en algo y no sale, mientras que con otras cosas me desentiendo y me llaman para publicarlas. Juan José Delaney, que es intimísimo amigo mío, tenía la revista Gato Negro, que era de cuentos policiales, por lo que no había nada más fácil que publicarlo con él. Justo cuando aceptó incluirlo, se quedó sin plata y no pudo sacar más la revista”.

El aprendizaje realizado por Sorrentino en El crimen de san Alberto podría definirse como la capacidad de centrarse en un solo acontecimiento fantástico en medio de una situación realista, mecanismo que ya había adelantado en un tríptico de historias sobre fracasados: El rigor de las desdichas (Ediciones del Dock, 1994). Los libros anteriores de cuentos, que llegan a los quince volúmenes, se caracterizan por un absurdo mucho más generalizado que le deparó resultados altos en algunos de los relatos de En defensa propia (Editorial de Belgrano, 1982), una especie de, si no bestiario, al menos “alimañario” en el que a un hombre, por ejemplo, en lugar de salirle una verruga le sale un elefante; en otros de El mejor de los mundos posibles (Plus Ultra, 1976, ganador del segundo premio Municipal de literatura) y, especialmente, ya no en un libro de cuentos, sino en su única y excelente novela, Sanitarios centenarios (Plus Ultra, 1979), que comienza cuando la inefable empresa Sanitarios Spettanza contrata a la agencia publicitaria Convicción Suasoria para hacer una campaña especial con motivo de su centésimo aniversario. Entre los puntos flojos él mismo se apura en ubicar La regresión zoológica (Editores Dos, 1969), su aborrecido primer libro, del que, curiosamente, habla siempre en pasado: “Estaba lleno de defectos. Eran cuentos esquemáticos, sin volumen, detalle ni terminación. Además tenían un error de juventud que me saqué para siempre: hacerme el canchero, como diciendo miren qué vivo lo que puse acá. Esos cuentos los escribí entre los veintidós y los veinticuatro años, y los publiqué a los veintiséis. En el año ‘68 la revista Nuestros Hijos, que ya no existe, hizo un concurso de cuentos para jóvenes y yo escribí uno que se llama Cosas de vieja poco después de los de La regresión zoológica, aunque se publicó antes: ahí está el cambio. Ese era un cuento bien hecho, ahí se produjo el momento de madurez o lucidez que necesitaba”.

¿Esa lucidez se logra de una vez y para siempre o creés que siempre está el riesgo de volver al estado anterior?

–No, no se vuelve, es imposible. De La regresión zoológica hubo dos cuentos que, si bien estaban muy mal escritos, los rescaté y rehíce porque tenían un núcleo argumental bueno: “Mi amigo Lucas” y “Métodos de la regresión zoológica”. Los demás, como diría Borges, no admiten redención sin destrucción.

Humor sin
voluntarismo

El afiladísimo humor que Sorrentino despliega en casi todos sus libros suele pedirle una mano al absurdo aunque nunca le agarra el brazo. Es a partir de situaciones ordinarias, cotidianas y harto probables que saca, a menudo, alícuotas verosímiles de delirio. Una de las formas más recurrentes que toma ese humor es la del diálogo, como cuando en su nouvelle Costumbres de los muertos (Colihue, 1996) una tía, en lugar de consolar a su sobrino enfermo, le dice:

–Cuando te mueras, le vas a pedir a Dios por todos nosotros, ¿verdad que sí, precioso?

O un diálogo de la novela Sanitarios centenarios que pinta de cuerpo entero la personalidad de uno de los dueños de la bizarra firma:

–Todas las palabras tienen sinónimos y hay que usarlos todos. Por ejemplo, para no repetir calle, yo diría: “Fulano salió a la calle, caminó por la rúa hasta la siguiente estrada y tomó finalmente otra vía que lo llevaría a la casa de Zutano”. ¿Qué le parece?

–No es por discutir, pero eso es perder el tiempo.

–Cuestión de estilos –concluyó, algo resentido–. A mí me gusta la riqueza de vocabulario o léxico.

El mismo humor emplea Sorrentino al hablar. Cuando se le pregunta si existió uno de los personajes irrisorios de El crimen de san Alberto, responde que se trataba de una profesora de matemática tan flaquita que era una entelequia; cuando se le pregunta por su trabajo en la editorial Plus Ultra responde con gracia, y eso que no recuerda precisamente con alegría esa época: “Estuve cinco años. Hacía tareas administrativas, aunque tenía el pomposo título de jefe de prensa y el sueldo del tipo que limpia los baños de la estación González Catán del Ferrocarril Belgrano Sur. Lo bueno es que era jefe de mí mismo porque no tenía ningún empleado, y en general yo mismo me obedecía. Por lo menos, ahí he conocido a la persona más tacaña del mundo entero”.

En tu libro de conversaciones con Borges noté que no estaban de acuerdo en un punto, el humor. El dice que “el humorismo escrito es un error”.

–Claro, él veía el humor como una flor oral, aunque sabía que eso significaba anular gran parte de la obra de Mark Twain. Por otro lado, él mismo aportó mucho a la causa con Bustos Domecq y en solitario con las ridiculeces de Carlos Argentino Daneri. Yo creo que no hay que escribir con humor pensando en hacer cuentos cómicos. El Quijote tiene mucho humor y no es algo humorístico, lo mismo pasa con Dickens. Yo no soy humorista. Yo creo que el error es el voluntarismo de ser gracioso.

¿Y cómo lográs hacer reír a las carcajadas con un libro sin hacer abuso del absurdo?

–Las cosas graciosas llegan. Por ejemplo, me llaman mucho la atención los razonamientos irracionales. Una vez estaba con gente amiga y en la pantalla del televisor aparecieron cuatro personas. Alguien dijo: “Ahí está Fulano de Tal”. Como yo no lo conocía, pregunto cuál es y me contesta: “El del medio”. ¿Cuál es el del medio en un grupo de cuatro personas?

Composicion tema: la primavera

Todo lo que huele a escolar suele ser visto de manera peyorativa en terreno literario. La obra de Fernando Sorrentino, sin embargo, está marcada a fuego, y en muchos sentidos, por la pedagogía. Casi todo lo que recuerda tiene que ver esencial o marginalmente con el ámbito del colegio, que, en repetidas ocasiones, es a su obra lo que son las oficinas para Kafka o para el Melville de Bartleby. En una entrevista con Carla Pravisani, Sorrentino llegó a decir incluso que “cuarenta minutos –justo lo que dura una clase de secundaria– es lo que puedo dedicarle a la escritura”.

Por otro lado, muchos lectores tuvieron su primer contacto con Sorrentino justamente en la secundaria, a partir de algunos de esos cuentos antologados que constituían una especie de fuga entre las horas de matemática, contabilidad y química. Aún hoy sus cuentos clásicos –que, día a día le siguen reclamando para nuevas antologías escolares– nos recuerdan esa época en que la lectura de un relato podía llegar a repercutir en toda una vida.

También hay algo escolar en su desprejuicio. Sorrentino dice que sólo lee lo que le gusta y, a su vez, siempre dice que le gusta lo que puede recordar; lo cual se advierte en las fotos de ídolos que pueblan las paredes de su estudio: Borges, Kafka, Marco Denevi y un dibujo exclusivo que le hizo Fontanarrosa a propósito de su cuento “Lectura y comprensión de textos”. Aunque su idolatría no termina ahí: “A la persona que considero más inteligente, más sabia y más culta la conocí en el profesorado de Literatura del Mariano Acosta, donde me recibí, y es el profesor Julio Balderrama, un tipo maravilloso que todos sus alumnos adoramos. Don Julio sabía todo y hacía cosas que podían parecer infantiles, pero no lo eran. Un día nos pide escribir una composición sobre la primavera. Yo pensé que nos estaba cargando. La hago y después viene con todos los defectos que yo había cometido: el que narra tiene que transmitir, sobre todo, vivencias. Entonces si yo digo que sentí miedo no sirve de nada, vos tenés que transmitir esas sensaciones sin decirlas.

Trabajaste mucho tiempo como profesor de literatura, ¿no?

–Cuarenta años. Ahora estoy esperando acogerme a los beneficios de la jubilación, ya están los trámites hechos así que estoy esperando que me llame el señor Anses para cobrar. Trabajé en muchos colegios: casi siempre en privados y muchísimos años en el Pellegrini, desde el ‘78 hasta el ‘99. En mi juventud, hasta los 28, 30 años, incluso tenía un artilugio que después me cansé de hacerlo: les leía mis cuentos a los chicos. Leía y con el rabillo del ojo miraba las reacciones. Entonces si yo veía que en cierta parte no causaba ningún efecto, tenía que corregirlo. Algunos decían que era una porquería, dedíquese a otra cosa, viste cómo son los pibes.

¿Ese ambiente te inspiraba para escribir?

–Sí. Uno estaba metido ahí, yo me llevaba bien con los profesores, era lindo, estabas en la sala, chusmeabas, había profesoras lindas, era una cosa agradable. A mí los chicos me querían muchísimo, a tal punto que cuando presenté El crimen de san Alberto fueron alumnos míos pero no de dieciocho sino chicas de cincuenta y dos años que me tuvieron de profesor en la década del ‘70. Continuamente emergen del pasado, especialmente vía mail, personas que he olvidado y me dicen cosas muy lindas como: “vos me enseñaste a leer”, “vos me abriste la cabeza”. Yo como profesor de literatura no era ortodoxo, daba únicamente los textos que a mí me gustaban. En literatura española, por ejemplo, le dedicaba muchas clases a Jorge Manrique, pero al Cid lo pasaba a toda velocidad, también les daba mucho tiempo a Garcilaso, Góngora y no tanto Quevedo porque en esas luchas Ford-Chevrolet, Independiente-Racing, soy más hincha de Góngora que de Quevedo. Llegaba el siglo XVIII, y como no me gustaba nada, no existía. Del siglo XIX me causaba mucha gracia Larra, entonces lo daba con mucho detalle. ¿Te acordás de El castellano viejo? “En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el pollo, violentamente despedido, pareció querer tomar vuelo como en sus tiempos más felices.” Eso es genial.

¿Qué opinión te merece Bioy Casares, el otro escritor con quien hiciste el libro de conversaciones?

–Era un tipo simpático, bon vivant pero... yo qué sé. Su literatura no tiene sangre, me resulta demasiado matemática. Igual tiene tres cuentos a los que yo les pondría diez puntos: En memoria de Paulina, El calamar opta por su tinta y Encrucijada. De todas formas, para mí Marco Denevi es infinitamente superior a Bioy Casares. Es mi ídolo, no en todo, sus últimos libros son más bien malos porque se ve que escribía por obligación, apurado. Pero Rosaura a las diez, Un pequeño café, Ceremonia secreta, Los asesinos de los días de fiesta... pasé horas maravillosas leyendo esos libros.

Nombrás tanto en tus cuentos al ba-rrio de Palermo que me sorprendió que vivieras en Villa Urquiza.

–Totalmente, yo acá me considero un expatriado. Nací en la calle Costa Rica, entre Bonpland y Fitz Roy, donde viví hasta que me casé. Ahí jugué al fútbol, a las bolitas, a las figuritas, era la década del ‘50, la gente vivía en la calle. Yo guardo por ese barrio un afecto total, aunque ahora es una porquería porque se convirtió en Palermo Hollywood, justamente lo contrario de lo que a mí me gustaría que siguiera siendo. Viví en Palermo en diversos lugares, el último fue Las Cañitas hasta 1984, o sea que si ahí me soltás con una venda en los ojos, yo no me pierdo. Mi mamá sigue viviendo ahí y cada vez que la visito, me encuentro con japoneses y norteamericanos comiendo juntos en la vereda.

El mejor de los
mundos posibles

Los cuentos de Fernando Sorrentino circulan mil veces más en las aulas de las escuelas que en las de la facultad, lo cual lo hace un escritor un tanto extraño. Tampoco es muy nombrado en los diarios ni en los suplementos aunque, día a día, le llegan mails de todo el mundo agradeciéndole por sus libros, muchos de los cuales fueron traducidos a diversas lenguas, como catalán, serbocroata, balochi (idioma minoritario de Irán), búlgaro y cabilio (idioma minoritario de Argelia); aparte de contar con un hermosísimo libro: Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (2005) que compila sus cuentos publicados hasta entonces y sólo se consigue en Barcelona.

Tanta extrañeza lleva a dudar de si las curiosas tramas de Fernando Sorrentino son consecuencia de que a él le pasan cosas raras o si a él le empezaron a pasar cosas raras a partir de sus extrañas tramas. Lo cierto es que Sorrentino no deja de recordar momentos epifánicos: “Cuando era pibe leía lo que podía: Salgari, Verne, todos tipos meritorios. Cuando se produjo la epidemia de polio del año 1955, nadie podía seguir en la calle porque se habían suspendido las clases. Uno de los primeros días que empezamos a salir de nuevo, había un amigo mío sentado en el umbral leyendo un libraco y me dice: ‘Me lo regalaron para mi cumpleaños y no me gusta, ¿lo querés?’. Era David Copperfield, yo tenía 12 años, lo empecé a leer y quedé fascinado. Me di cuenta de que entre Dickens y entre los otros había cinco, seis escalones de ventaja, por sutilezas, contradicciones, grosor de los personajes... ésa fue una primera etapa de discernimiento. Después, en la secundaria, tuve de profesor en segundo año de lengua a Rubén Benítez, que ganó el premio Emecé en 1959 con una novela que se llamaba Ladrones de luz. Era además regente y no iba nunca así que supongo que cobraba sin laburar. Pero el tema es que nos hizo comprar dos libros de Losada, de la colección contemporánea: Don Segundo Sombra y Pago Chico. Nunca hicimos nada en clase con los libros, el tipo se desentendió, pero yo los leí y me di cuenta de que Don Segundo Sombra era infinitamente superior a Pago Chico.

Contame tres momentos de tu carrera que hayan hecho de este mundo el mejor de los mundos posibles.

–En el año ‘72, además de estar en la miseria y con un hijo chiquito al que tenía que darle de comer, quería publicar Imperios y servidumbres, mi segundo libro de cuentos. En esa época no me atrevía a ir a Emecé, Sudamericana o Losada porque era como ir a River, Boca o Independiente (no quiero decir Racing), entonces probé con Ferrocarril Oeste, Platense y Chacarita, es decir, editoriales menores y me lo bocharon las tres. Entonces hice una cosa de pendejo: mandar los cuentos a la editorial más importante del mundo, a Seix Barral, total me iban a decir que no y yo me iba a consolar pensando que me lo rechazaban porque ellos eran demasiado importantes para mí. El 19 de junio de 1972 –me acuerdo porque me estaba preparando para ir al colegio donde era encargado de dirigir el acto del Día de la Bandera–, aparece un sobre debajo de la puerta y me avisan que me mandarían un anticipo de trescientos dólares por la publicación de mi libro. Son momentos mágicos. Después, en el año ‘75 yo estaba desvinculado de todo, y se me ocurrió mandarle ese mismo libro a mí ídolo, Marco Denevi. A los diez días me manda una carta con una especie de crítica donde me decía que, en general, el libro le había gustado mucho, que lo veía como un harén donde hay morenas, pelirrojas y rubias, que algunas nos gustan más que otras, pero en general nos gustan todas. Eso me conmovió, nos seguimos carteando y me invitó a tomar un café a donde él iba siempre, el café Saint James, en la esquina de Córdoba y Maipú. El estaba vestido de punta en blanco: traje, corbata, y yo me decía todo el tiempo: “Estoy soñando, estoy hablando muy suelto de cuerpo con el tipo que creó a Camilo Canegato y a la señorita Eufrasia”.

Comparaste a las editoriales con equipos de fútbol y no quería dejar de preguntarte por Racing, que yo pienso que es el equipo más absurdamente li-terario de Argentina porque, además de haber salido campeón después de 35 años justo en el 2001, se me ocurre que es el más mentado en nuestra lite-ratura, más que Boca incluso, pese a no ser un club grande.

–No me vengas con chicanas, ¿Cómo que no es grande? Puede ser que tengas razón, ¿eh? Y te voy a aportar un ejemplo: en Los premios Cortázar dice, refiriéndose al Pelusa: “Ellos no sospechan que el mundo sigue más allá de Racing y de no sé qué” y después, en Bestiario, en el cuento “Las puertas del cielo” habla de un festejo después de que Racing ganara 4 a 1. Por eso se dice, yo no lo sé, que Cortázar era de Racing. En Internet había un sitio que ya desapareció que se llamaba Famosos Racinguistas: ahí tenía el honor de figurar junto a Porcel, Renán, Francella, Perón (aunque es un caso dudoso porque muchos dicen que era de Boca) y también Cortázar.

Te falta contarme el último momento que transformó tu carrera.

–Sí, uno más reciente. Un día me escribe Donald A. Yates, que es profesor jubilado de español y especialista en literatura policial en Estados Unidos, y me dice que si le mando un cuento policial él me da la oportunidad de publicarlo en Ellery Queen’s Mystery Magazine, la catedral del cuento policial. Yo le dije que no tenía y no podía escribir de oficio, entonces me dijo que me esperaba. Un día, me voy a hacer un trámite al colegio Pío IX, donde di clases desde 1999 hasta el 2005, y me lo encuentro a Cristian Mitelman. Le cuento todo, él me dice que sí tiene un argumento y, finalmente, lo vamos laburando por mail. Yates nos hizo un par de observaciones, pero lo tradujo y lo publicó en ese lugar tan prestigioso. Prácticamente no pasa una semana sin que me ocurra algo agradable.

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Imagen: Xavier Martín
 
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