Domingo, 29 de agosto de 2010 | Hoy
La sexta novela de Thomas Pynchon trae varias sorpresas pero ninguna desilusión. Más accesible aunque no menos compleja que El arco iris de la gravedad o Mason & Dixon, Contraluz es la primera versión pynchoniana en diez años y, sobre todo, post 11-S. ¿Qué sucede cuando los que ponen bombas son los buenos y los malos se refugian en las corporaciones? Una sátira muy política sobre el período de comienzos del siglo XX, cuando el capitalismo configuró su cara más fría y mecanicista, la cara que aún mantiene algunos de sus rasgos más salientes.
Por Nicolas Lantos
Cada novela de Thomas Pynchon aborda, a su manera, una misma pregunta: ¿Qué es eso que se llama Estados Unidos? o, mejor dicho, ¿qué es ser estadounidense? Cuando habla de espías en la Segunda Guerra Mundial, de próceres durante la guerra de la independencia, de bandas de rock o de hippies devenidos agentes federales, de lo que está hablando es de la naturaleza más recóndita del tan meneado american way of life. Una que no sale en las comedias dramáticas de Hollywood, una menos brillante (y brillosa), y que descubre, detrás de la prepotencia y el ombliguismo, un enorme complejo de inferioridad. Por eso, y porque se trata de uno de los escritores vivos más importantes en ese país es que cuando se anunció la salida de Contraluz, su primera novela en casi una década –la primera post 11S–, la gran pregunta era cómo iba a reflejarse (o no) en ella el acontecimiento más relevante del último medio siglo de historia norteamericana: la caída de las Torres Gemelas. Un episodio, dicho sea de paso, perturbadoramente pynchoniano, con toda su carga de conspiranoia, leyendas urbanas, y su conexión con cada faceta de la vida pública, y muchas de la privada, en los tiempos que corren.
Y no debería sorprender, a esta altura de su carrera (Contraluz es su sexta novela en medio siglo, y en los Estados Unidos e Inglaterra ya salió la séptima, Inherent Vice), que dentro de la madeja de temas que recorren de forma no-lineal el libro (que incluye minería, electricidad, venganza, aventuras, finanzas, marxismo, fotografía, amores correspondidos o no, detectives, osteopatía, döppelgangers, perros lectores, celebridades de la época, óptica, magos itinerantes, científicos locos y, como en toda novela de Pynchon, innumerables personajes, subtramas, locaciones, canciones con sus respectivas coreografías y digresiones), podría decirse que lo que se lee, a veces con claridad prístina y otras, las más, como una voz detrás del barullo de otras voces subsidiarias, es acerca del terrorismo y de los diferentes motivos que pueden llevar a un hombre a abrazar esa opción (porque sí, vamos, y acá está el punto, es una opción más de las tantas que toma un hombre, o una mujer, en su vida).
Tampoco debería sorprender que los que ponen bombas, aquí, son los buenos. Y los malos son los malos de siempre: los poderosos, las corporaciones, los conservadores, los magnates que operan desde las sombras y que, a veces, deben asomar la cabeza de la madriguera (cualquier semejanza con ciertas noticias es mera coincidencia: Contraluz fue publicado en inglés en 2006).
Aunque sería un despropósito intentar resumir el argumento (los muchísimos argumentos, en todo caso) de esta novela, lo que hace Pynchon es abordar el momento de la historia, entre fines del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, en que el capitalismo –propone– tomó la forma que terminó teniendo: frío, mecánico, inhumano, ingrediente central de la receta con la que se cocinó el siglo XX y su guarnición de atrocidades. Aquí, cuando las corporaciones ganan la batalla, dice, se impone la lógica de la que son hijos los genocidios, la tortura sistemática, la consabida banalidad del mal: los crímenes modernos que ya retrató en su obra anterior, en particular en El Arcoiris de la Gravedad, que transcurre a fines de la Segunda Guerra Mundial y tiene como un trasfondo siempre presente, pero de manera fantasmal o ambigua, los campos de exterminio y las bombas atómicas sobre Japón.
Si bien es la más larga de sus novelas, Contraluz es más sencilla (en el sentido de menos complicada, no de menos compleja) que los otros “ladrillos” pynchonianos, como El Arcoiris... o Mason & Dixon. Los episodios se suceden en calma y aunque es imposible mantener en la cabeza todo el reparto con sus respectivas circunstancias, la imagen que vamos formando es más completa y ordenada que en sus obras anteriores. Hay una perspectiva clara e, incluso, cierta lógica en la forma de estructurar el (los) relato (s). A juzgar por Contraluz y por Inherent Vice –un relajado policial negro en la lisérgica California de fines de los ‘60 y principios de los ‘70–, podríamos decir que la edad amansó a Thomas Pynchon, pero no le quitó las mañas.
Más allá del papelón de haber tenido que esperar casi cuatro años desde su lanzamiento en inglés (una demora que, parece, será corregida en el caso de Inherent Vice, con fecha de salida para fin de año), el fanático de Pynchon –una especie que conforma gran parte del corpus de sus lectores– estará encantado con lo que va a encontrar, un auténtico Pynchon, en todo sentido de la palabra: una novela inteligente, exigente, sumamente entretenida y con algunos momentos hilarantes, y, sobre todo, una obra crítica, no de un status quo o un sistema de dominación o una cultura en particular, sino de la realidad. Toda la realidad. Esa que, quizá caprichosamente, pero con un encanto que pocos tienen, nos dice, podría ser otra, no tan distinta. Pero bastante mejor.
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