Domingo, 24 de octubre de 2010 | Hoy
Empezó a escribir identificada en el grupo de los poetas neobarrocos de América latina. Y sin renegar de esa innovación estética, su obra se fue nutriendo de vertientes personales. La familia como un destino y un punto de reflexión ineludible, la vida de hogar, la salida a la calle y los barrios de la ciudad y el ensayo sobre otras poéticas constituyen los pilares de la obra de Tamara Kamenszain. El eco de mi madre, su último libro, viene a sumar una pieza breve pero dolorosamente íntima a su literatura.
Por Enrique Foffani
Tamara Kamenszain es una de las voces más potentes de la poesía argentina. Acaba de aparecer su último libro, El eco de mi madre, un diario de vida de los últimos tiempos de la madre que la hija escribe o trata de “pasar en limpio” como testimonio poético de ese rito de pasaje que es toda muerte. Después de Solos y solas, de 2005, escrito con cierta inflexión romántica y mucha disposición para el juego, donde precisamente lo lírico convive con lo prosaico para intercambiarse como figuritas en ese apostar a la pareja y rehuir de la soledad, ahora se impone otro tono. Un tono acorde con la experiencia de sustracción del cuerpo a la que la poesía no sólo da cabida y refugio sino también presta voz y recuerdos. Lo sabemos: la muerte es siempre testimonio del otro y el desafío de Tamara Kamenszain consiste ahora en cómo pasar en limpio esa experiencia, cómo volverla letra viva y no solamente letra. La diferencia no puede ser más abismal: la letra viva no es la voz avalada por la metafísica sino la voz que primero se hunde en el anonadamiento que analfabetiza y después remonta ese mutismo hasta que “la letra de ella (de la madre) sale por nuestras bocas”. Este verso del libro reafirma lo que Kamenszain llamó la boca del testimonio: los poetas por la boca no mueren sino que nacen, porque por la boca dan testimonio de lo que, paradójicamente, es lo intestimoniable por antonomasia.
Es un lugar común situar la poética de Tamara Kamenszain en el Neobarroco argentino junto a Néstor Perlongher, Arturo Carrera, Héctor Píccoli y, de un modo más excéntrico, a Osvaldo Lamborghini. Se trataba, a decir verdad, de una vertiente compartida a la vez con otros poetas latinoamericanos como Roberto Echavarren y José Kozer, y que tenían a Lezama Lima como faro. Este estallido del barroco a escala continental no significaba solamente el retorno de una estética de la tradición hispánica (pero ahora en el español de suelo americano) sino también la posibilidad de escapar a modelos rígidos, ya que el barroco en su despliegue infinito de “volutas voluptuosas” al decir de Perlongher, ofrecía también infinitas maneras del decir poético. Este mismo poeta apeló a la traducción y, desviando el Neobarroco del insularismo caribeño hacia la región rioplatense, lo rebautizó “Neobarroso” y de paso no sólo anclaba la poesía en la geografía de la lengua sino también la inscribía en el pliegue de la Historia. En su momento, Kamenszain analiza este cambio de denominación y pareciera que en esa descripción estuviera definiendo gran parte de su propia poética: “Operación neobarrosa, como la bautizó Perlongher ensuciándola de barrio, ese habitat mítico de la infancia que el tango define como hondo bajofondo donde el barro se subleva. Barrio, barro, piso movedizo para un baile”.
Hoy por hoy, el Neobarroso rioplatense parece volverse más un rótulo que restringe que un camino que abre paso. En ese sentido, Tamara Kamenszain es una poeta que está siempre al acecho de lo nuevo, no se deja capturar por la nostalgia, está dispuesta al cambio y dice que no es coleccionista, que no es acumuladora. Por eso ahora prefiere hablar de Neoborroso. “Estando en Ecuador, en un festival de poesía, hubo una mesa sobre el Neobarroco. Y me acordé de la vuelta que le dio Perlongher al término, que cambió por Neobarroso, donde ya pasaba a argentinizarse, no sólo haciendo referencia al barro, al barro del barroco, sino también al barro del barrio. Entonces ahí se me ocurre una vuelta más todavía: el Neoborroso. Un término para borrar el binarismo, que habíamos tratado de superar pero que finalmente se congela otra vez. Pasa siempre así, en todos los movimientos, donde forma y contenido, Florida y Boedo, lo culto y lo popular, se vuelven a cristalizar. En cambio, con el Neoborroso se trata de borrar lo ya cristalizado, ahora podemos pasar a otra cosa, es como una vuelta de página: lo que una vez fue útil, ahora ya no lo es más.”
La suya es una poética que parte de la vida familiar y de los espacios que la constituyen, a través de un movimiento que va del interior de “la casa grande” con sus piezas y salas de estar, con su “vida de living”, al exterior de la calle, el barrio, los cafés, el tangobar, el mundo. El viaje y los desplazamientos en la geografía y en la historia se manifiestan en todos los sentidos, desde el más literal al metafórico. Ya el primer poemario, significativamente titulado De este lado del Mediterráneo (1973), inaugura la diáspora, el deseo de salir del ghetto de la historia. Es la migración que se hace inmigración y funda familias en el desierto argentino. Después vendrán: Los No (1977), La casa grande (1986), Vida de living (1991), Tango Bar (1998), El ghetto (2003), Solos y solas (2005) y ahora El eco de mi madre.
Hay en sus libros de poesía –y esto tampoco está ausente en sus libros de crítica– una obsesión topológica que puede considerarse una auténtica familia de espacios, que diagrama el paisaje de su poesía: la vida de barrio de la infancia, la historia de la inmigración judía, el lenguaje melanco del tango argentino, el barroco de corte y confección donde el sujeto femenino no es sólo reproducción sino también producción y sustento de la prole. Un paisaje familiar sí, pero también desfamiliar porque si bien, por un lado, recurre a la genealogía para traer a la memoria los antepasados, por el otro deja paso a la violencia de los años ’70, la vida del exilio signado por el estar afuera y también hay una serie de alusiones a otros episodios de barbarie de la historia contemporánea. Es en el exilio, en México, donde escribe su primer libro de crítica, El texto silencioso (1983), al cual sucederán otros tres: La edad de la poesía (1996), Historias de amor y otros ensayos sobre poesía (2000) y el último, de 2006, La boca del testimonio. Lo que dice la poesía.
Es evidente la labor sostenida de escritura que, durante casi cuatro décadas, lleva adelante Kamenszain alrededor de la poesía: como poeta y como crítica. Y no menos evidente son los vasos comunicantes entre ambas.
¿Qué tipo de relaciones se producen efectivamente ente una y otra?
–Si lo pusiéramos en términos psicoanalíticos, diría una alternancia obsesiva donde siempre viene una y después la otra y después la otra, pero no empieza siempre una. En el origen no hay nada, como que empezaron juntas, alternándose. Siempre me acuerdo de una cosa que decía Octavio Paz: cuando estoy haciendo crítica, estoy descansando de la poesía y viceversa. Una me inspira para la otra, pero no causalmente, sí de una manera en espiral. Ambas son premonitorias: cuando aparece una, ya está diciendo algo que a lo mejor voy a trabajar en la otra y la otra está diciendo algo que voy a trabajar en ésta. Pero esto sólo lo intuyo y lo siento. Evidentemente hay un ida y vuelta, pero cómo se produce la verdad es que no lo sé.
El eco de mi madre es el último libro y, como tal, engloba a los anteriores, en el sentido de que sigue escribiendo –narrando, será mejor decir– una saga poética de inflexión autobiográfica que tiene la rara virtud de no devenir jamás una lírica confesional. Lo autobiográfico es una escansión, un acento, un modo de acompañar y, si bien es cierto que está presente en los poemas, hilvanados a los lazos de familia de la casa grande al ghetto, Kamenszain se las ha ingeniado siempre (y cabe decir que el ingenio aquí es tan sentimental como intelectual) para no quedar atrapada en una lírica de la efusión o el desborde sin retorno. Lo inteligible de su poesía es la manera no sólo de compensar el histórico menoscabo de la mujer por parte de la sociedad sino también de fomentar distancias críticas en el seno mismo de la familia como institución. Su poesía es una descripción atenta y sutil de lo que vivir en familia ha significado en la historia occidental. “Perdidos en familia” es un verso–clave de su estética, que va a explicar más adelante y es el título además de la antología de toda su poesía, que acaba de ser traducida al alemán por Petra Strien en la editorial suiza Teamart.
Quizás lo más certero que pueda decirse de esta mujer de mirada luminosa, que sonríe y asiente con la cabeza cada vez que la frase del otro resuena en su interior para volverse una evidencia constatable y compartible, es que sabe escuchar y que esa potencia, como lo demuestra con creces en su último libro, es la magia que su poesía ofrece como don al otro. Escuchar es el testimonio más real del otro, más real y más amoroso al mismo tiempo, aunque en El eco de mi madre se torne una experiencia de despojamiento, donde la vejez sitúa al sujeto “en los confines del cuerpo”, como escribe Franco Rella. En otra oportunidad definió las relaciones entre el amor y la lengua en términos deudores quizá de la lectura de la poesía de Paul Celan: “La poesía es empujar la lengua hasta el campo del otro; es un impulso por salirse del ghetto autobiográfico”. El desafío de El eco de mi madre consiste, entre otras experiencias, en ésta: cómo escuchar lo que dice el otro cuando el Alzheimer lo vuelve más otro que nunca.
¿De qué experiencia creés que habla el libro, cómo lo presentarías? ¿El libro habla de algo que terminó?
–No sé bien de qué habla el libro, pero no creo que sea de algo que terminó, si a lo que te referís es a la enfermedad y posterior muerte de mi madre. Más bien habría que decir que la cosa recién empieza, en el sentido de que es la visión actual o actualizada de ese acontecimiento lo que se juega en el libro. Con esto quiero decir que la poesía es un género que siempre pone a rodar una manera nueva, una versión nueva de un suceso, trayéndolo al presente. No se trataría entonces de una evocación nostalgiosa de la figura de la madre, sino de traer al presente restos, ecos, y de exhibirlos obscenamente, al desnudo. Aquí hay una muerte, pero también hay un eco de esa muerte que pide ser escuchado hacia adelante.
En tu libro de crítica La boca del testimonio, el concepto de testimonio se funda en la idea de una falta. Encuentro ciertas vinculaciones de El eco de mi madre con esa noción de “testimonio”.
–Efectivamente, dar testimonio en poesía sería decir algo acerca de lo que justamente nada se puede decir, en este caso la muerte, la madre, el Alzheimer. Se trataría de buscar una especie de idioma espiritista para comunicarse con los muertos, de aprender a escuchar el eco, de ponerle memoria a la amnesia, en fin, un verdadero disparate, pero eso es la poesía, un disparate y ahí radica su posibilidad de testimoniar, no esquivándole el bulto a lo que parece indecible, a lo que parece “impresentable”, porque justamente la poesía no tiene vergüenza y lo presenta, lo trae, como te decía antes, obscenamente, al desnudo. Claro que creyéndose que uno realmente logró decir lo que quería, nada se hace presente, nada se escucha. Ahí empieza a aturdirnos el ruido de los temas, temas que supuestamente serían más poéticos que otros, en este caso podría ser el tema de la madre con mayúscula, tan caro a la alta poesía mistificadora para la que “madre hay una sola”.
En cuanto a “este dar testimonio de la poesía” podríamos decir que El ghetto está bajo la impronta de un poeta como Paul Celan, mientras que con El eco de mi madre parece ser Vallejo.
–Me imagino que lo decís por el epígrafe del libro, “Hay golpes en la vida tan fuertes... yo no sé”, el famoso verso de César Vallejo. Sí, ese saber tan contundente sobre el dolor y al mismo tiempo ese no saber nada de nada, típico del Alzheimer, se me armó como un eco de la enfermedad y la muerte de mi madre. Enrique Pezzoni nos decía siempre que ese verso condensaba el fenómeno poético: por un lado lo más impersonal con el “hay golpes”, y por otro lo más personal con el “yo no sé”. Pero que lo verdaderamente poético estaba en los puntos suspensivos, en la suspensión del sentido. Y a mí en este libro, empujada por el verso de Vallejo, se me impuso un ritmo de repeticiones. Yo no sé... yo no sé... yo no sé... me iban insistiendo ecos de voces dentro de la mamushka. Es esa onda sonora que se produce cuando ya no se sabe quién habla, y es justamente ahí donde la transmisión es exitosa, da en el blanco. Son repeticiones que duelen, golpes fuertes de la vida. En fin, ahora, a posteriori, me dan ganas de decir, cuando me preguntan por este libro, “y yo qué sé”. Como que uno escribe y no sabe lo que hace y después trata de inventar algún verso alrededor de eso.
Pero en tu libro hay cosas bastantes claras. Porque también se vuelve fundamental la lectura de otros poetas que hablan de esa experiencia del envejecer como el Cuaderno del viejo de Ungaretti, El pabellón del vacío de Lezama Lima, la lírica de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik. ¿Qué te dice la lengua de los otros poetas? ¿Confirman tu propia experiencia o muestran en verdad algo distinto de ella?
–La relación con los otros poetas es la verdadera sesión de espiritismo. No los busqué en lo más mínimo, no hubo citas cultas ni intertextualidades ni nada de eso. Vinieron a la página como parte de la ceremonia, sin que ni siquiera me diera cuenta. Silvio Mattoni dijo el otro día en una presentación del libro que hubo en Córdoba, aludiendo a la dupla hija–madre que se arma, que una se acuerda de todos los versos de los otros poetas, mientras la otra parece que se va olvidando de todo. Acordarse de que “hay golpes” es traer a los otros poetas, su escansión, su dolor, mientras el olvido va empujando con el “yo no sé”. Entonces, tomar lo ajeno, plagiar al plagiario como dice Cucurto, es también tomar el eco de mi madre para hacer con eso mi propio cuaderno de la vieja, ella y yo, las dos envejeciendo atravesadas por una misma experiencia que toma la forma que ella me presta para trasmitirla. Hay que anotar en el cuaderno lo que los otros dijeron para que esa lengua se vuelva algo propio. Esa es también la experiencia de envejecer, la de repetir como Viejo Vizcacha lo que dijeron otros.
Tu poesía trabaja con nudos autobiográficos reconocibles (la muerte del padre, de la madre, del hermano menor, del exilio, de la familia judía) y sin embargo no es una poesía autobiográfica. Más bien una poesía que opera por objetivaciones imprevistas en las que el yo del poema no desaparece, pero tampoco monopoliza el tono personal. ¿Cómo se construye esa dialéctica entre el impersonal y lo personal?
–A la antología poética de toda mi obra que acaba de salir en Alemania le puse como título un verso que se repite en dos de mis libros: Perdidos en familia. Estar en familia, pero perdido, podría ser una buena definición para esos nudos autobiográficos que vos decís que aparecen en mis libros. Pienso que el título El ghetto ya alude, entre otras muchas cosas, a ese cerco de lo familiar que hay que saltar permanentemente para perderse pero que a la vez le pone límites a lo que escribo. Y la poesía parece surgir más de la extrañeza frente a lo familiar, más de lo que falta que de lo que hay. Me parece que la novela es un género más edípico, siempre rearma el cuentito familiar, aunque parezca que habla de cosas objetivas, asuntos importantes del mundo. En cambio la poesía, que siempre parece que habla de pavadas personales, las descoloca. Hay un verso de Lezama que, curiosamente, no me vino a la mente cuando escribía el libro pero que ahora sí me viene, es el que dice: “Deseoso es el que huye de su madre”. Es como decir que para dar testimonio sobre la madre, hay que poder abandonarla, alejarse. O también puede pasar que ella nos abandone antes. En El eco de mi madre ella se olvida de sus hijas y finalmente muere. Hay un corrimiento en el rol de madre, ella es la que abandona. La hija no hace más que dar cuenta de ese extrañamiento y a eso se lo podría llamar testimoniar, ¿no?
A ver a ver a ver repetía antes de morirse
como si algo le tapara la visión del otro camino
ése que ella ya tenía delante de las narices
pero que la dirección de su cuerpo aún se negaba a tomar.
A ver a ver a ver siguió insistiendo hasta el cansancio
mientras los que rodeábamos su cama queríamos ver también
si es que realmente algo visible,
un ángel o cualquier otra aparición,
metida de lleno en la asepsia de ese cuarto
podía darnos la clave médica de que algo estaba por pasar.
Después de que murió me sentí culpable
de haberla confrontado con sus fantasmas
a ver qué mamá a ver qué a ver qué.
Y aunque nada había para ver, eso es seguro,
ella encontró, parece, el objeto que buscaba
porque de un minuto para otro se quedó muda
mientras yo con la pregunta en la boca
me fui rumiando las razones de todos los asuntos del mundo
que en la cadencia insoportable de su repetición
no tienen, no tienen y no tienen
ninguna respuesta.
(Poema extraído de El eco de mi madre)
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