Domingo, 24 de octubre de 2010 | Hoy
En su tercera novela ambientada en la sierra cordobesa, María Martoccia consolida los logros de la trilogía y agrega un interés particular por el destino de sus personajes.
Por Martín Pérez
Un auto sufre los caminos que llevan a las sierras, con dos mujeres que no son del lugar. Son madre e hija, se agobian por el calor de la mañana y no andan de vacaciones. La primera dominará la narración y procurará siempre mantener el orden, la segunda apenas si puede dominar su propio cuerpo y habla, y está allí para curarse. ¿De qué? De ser joven, quizás. Nunca quedará demasiado claro, pero la claridad no es prioridad en las novelas de María Martoccia. Antes están los personajes y sus voces. Y sus historias personales, pero las que resuenan en sus cabezas, no las que ordenan una narrativa.
Desde la admirable Los oficios (2003), su primera novela ambientada en las sierras cordobesas, Martoccia ha ido construyendo un mundo que, nada casualmente, poco quiere tener de construido y mucho de descubierto. Algo parecido sucede con las aventuras que desarrollan sus ficciones, que siempre parecen preferir buscar que encontrar. Todo lo contrario que estas dos mujeres con las que comienza su nuevo libro. O al menos, lo contrario que busca esa madre, mientras que la hija, en cambio, parece perderse en la observación. Pero justamente de eso es que su madre la quiere curar.
Cuando el año pasado reeditó su primer libro de relatos, Caravana (1996), Martoccia deslizó que le gustaría que la novela que entonces estaba terminando fuese la última ambientada en Córdoba. Para que eso sucediese, explicaba, la escritora y traductora porteña sabía que debía mudarse del sitio elegido como su lugar en el mundo. El tiempo dirá si finalmente Desalmadas es el cierre de una trilogía geográfica que supo continuarse en Sierra Padre (2006), pero la novela funciona efectivamente como corolario de tantos relatos serranos, ya que por primera vez la autora parece empeñada en demostrar que puede atarle un final a sus historias. Como esa madre que busca curar a su hija, Desalmadas parece funcionar como la demostración de Martoccia que, luego de tanto vagar por sus sierras, es capaz de proporcionarle cierto determinismo narrativo a tanta admirable observación.
Además de la historia de la madre y la hija, el libro cruza devenires y suma protagonistas, otorgándole prácticamente un capítulo a cada uno de ellos. O más de uno, como sucede con las dos hermanas en busca de una herencia, cuyos recuerdos o mundos privados se adueñan de esos momentos en que la novela parece plegarse sobre sí misma y refugiarse en sus recuerdos. Algo que también sucede con la aparición del comisario del pueblo, permisivo y sabio, que tiene un trato muy particular con sus ayudantes y/o presos. Y que funciona como cruce de caminos dentro de un libro en el que todos sus personajes –aun cuando parezcan secundarios– se piensan, se explican y se presentan, y sus historias y reflexiones se imponen siempre a la trama que protagonizan.
Tal como sus personajes, Desalmadas es un libro ensimismado, dueño de un curioso hechizo narrativo que permite que su historia avance cuanto más inmóvil se encuentra. Se mueve entre ensueños y recuerdos, en lo que creen ver sus personajes, más que en lo que efectivamente observan. Y el costumbrismo naturalista que campea en las novelas anteriores de Martoccia, esa fascinante e hipnótica obsesión por capturar el habla, aquí suma un nuevo registro, que se conjuga perfectamente con el aleph de su narrativa inmóvil: lo fantástico. Apenas esbozado, es cierto. Y que justo cuando amaga dominar la trama, es ahuyentado por una suerte de largo epílogo, una ambiciosa escena que reúne a casi todos los personajes e intenta explicarlo todo.
Desalmadas se anuncia como una novela en permanente movimiento. Pero en realidad sólo se mueve cuanto más quieta está, atrapada en la mente –o el habla, que en este caso es lo mismo– de sus personajes. Más decidida y completa que sus antecesoras, este tercer opus de Martoccia sufre también de una banalidad que las anteriores carecen, que es esa necesidad de atar todos sus cabos al final. Pero, nada sorprendente teniendo en cuenta los antecedentes de su autora, cuanto más perdido parece su relato es justamente cuando más logra encontrarse.
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