Domingo, 21 de noviembre de 2010 | Hoy
Ganarse la vida no sólo hace referencia al trabajo y el dinero. De esa cotidianidad forjada día a día trata la novela de Ignacio Molina.
Por Sebastian Basualdo
Si bien Los modos de ganarse la vida es la primera novela de Ignacio Molina, los notables cuentos que integraron Los estantes vacíos (Entropía, 2006) ya daban muestras de que nos encontrábamos frente a un narrador cuyo dominio en la técnica narrativa excedía los parámetros del realismo minimalista, logrando una vuelta de tuerca al género y sobre todo a sus limitaciones. Una vez más, el escritor nacido en Bahía Blanca retoma esas descripciones íntimas y minuciosas, pero esta vez desde la perspectiva de un joven cuya relación con la realidad parece un inventario preciso de todo aquello que conforma su cotidianidad y que, llevado al límite, se convierte inevitablemente en una gran metáfora de la sensación de soledad que provoca vivir en un mundo vulnerable que cambia pero mucho más lentamente que en la vida real (por ejemplo, en la novela los cassettes conviven aún con Internet), a finales de una década, con una adolescencia tardía a cuestas y un sentido de la vida adulta todavía desdibujado por una ciudadanía que no se reconoce ni en lo político ni en los valores propios de una sociedad de consumo.
“Después, en orden no cronológico, cociné y almorcé un omelet, fumé un cigarrillo de marihuana que guardaba desde hacía cuatro meses en un cajón, dejé los cubiertos en la pileta de lavar y me encerré en el baño, con la luz apagada y bajo la lluvia tibia, durante unos cuarenta minutos”, dirá Luciano, personaje principal de una novela que podría definirse como la extensa letanía del no decir.
Aquí está el secreto de Ignacio Molina: concentrarse en lo no dicho. Priorizar lo secundario para esconder, muy por debajo, lo importante y hacer de Los modos de ganarse la vida una gran amalgama de historias que no buscan una resolución sino perpetuarse como experiencia. En apariencia trivial y cargadas de lugares comunes, es cierto; pero es deliberado, se trata aquí de extrañar situaciones que resultan próximas y familiares. Luciano, un joven de veintisiete años que vive con Cecilia, su novia, está sumergido en la cotidianidad y en la repetición de los días cargados de obligaciones, tareas y recuerdos, hasta que, en un determinado momento, todo se desbarata internamente para nuestro joven protagonista y, como recordando al Mersault de Camus, el tiempo se torna extraño y ajeno, incluso el amor, o sobre todo el amor y el deseo, quizá la amistad, el sentido de la lealtad y los códigos de un muchacho de barrio. “Aunque sabíamos que el almacén no quedaba lejos, Cecilia y Guillermo volvieron antes de lo que esperábamos. Por detrás de la música y de la respiración de Marina oí el chirrido de la puerta de calle. Al sentir las voces cada vez más cerca, ella fue a encerrarse en el baño. Yo tuve que hacer un esfuerzo para acomodarme los pantalones, y, antes de girar la llave, me tomé de un solo trago lo que quedaba en el vaso.” La vida sin luchas resulta trivial.
Dividida en tres partes, con un interesante cambio de perspectiva en el abordaje de los personajes, por medio de una prosa depurada y sin rodeos, Ignacio Molina ha escrito una novela donde cada detalle se sustenta a sí mismo como una constelación. Que el título no nos confunda: ganarse la vida no siempre tiene relación directa con ganar dinero. A veces ganarse la vida quiere decir otra cosa, y el mero hecho de levantarse cada mañana lo estaría justificando.
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