Domingo, 23 de enero de 2011 | Hoy
El caballero que cayó al mar es una verdadera joya oculta de la literatura norteamericana, una breve novela que, quizá sin quererlo, clausuró la literatura de náufragos en alta mar.
Por Fernando Krapp
Un ignoto periodista y guionista de cine norteamericano llamado H. C. Lewis, con excesivas ambiciones literarias para un apellido semejante y, por añadidura, perseguido por la pobreza, publicó en 1937 una perlita titulada El caballero que cayó al mar, traducida al castellano por primera vez por la editorial La Bestia Equilátera. El relato en cuestión cuenta la historia de Henry Preston Standish, un corredor de Bolsa casado y con dos hijos, bien afianzado en los barrios más sofisticados de Nueva York, que un día decide tomar un barco a Hawai por razones patológicamente vitales y al regresar en el “Arabella” sufre una desavenencia: pisa una mancha de aceite, patina y cae al mar.
¿Qué pasa entonces cuando un hombre normal cae al mar? La respuesta más rápida y, en todo caso, certera, siempre fue: naufraga en una isla desierta, cosa de iniciar así la eterna búsqueda de respuestas a esa serie de interrogantes que inquietaron al sujeto moderno.
¿Qué hace un hombre despojado de sus comodidades para sobrevivir ante las amenazas de la naturaleza indómita? Desde Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe, la literatura indagó en esta serie de dudas, y ya en el siglo XIX el sujeto moderno asentó su sistema de valores en base a la razón y gran parte de la narrativa de aventuras, con Julio Verne a la cabeza, ambientó a sus personajes en situaciones adversas para dar cuenta de los artilugios que posee la astucia humana, heredada de Odiseo, en función de dominar el salvajismo de la naturaleza.
Pero el caso del pobre Henry Preston Standish es distinto. El no es un legítimo hijo de Hamlet, que debe decidir entre ser o no ser, mucho menos de Odiseo, sino de su antítesis; Bartleby, aquel escribiente de Melville, quien ante las órdenes de su superior respondía con un lacónico “preferiría no hacerlo”. Henry Preston Standish guarda en su interior algo de ese carácter al decidir su viaje en función de una epifanía que lo sacude en su lugar de trabajo: su vida está vacía. Y al descubrir esto, pone en funcionamiento su voluntad de nada.
El humor macabro le juega una mala pasada. Y mientras Standish lucha contra las aspas de la hélice del “Arabella”, el lector deduce que la caída fue algo deliberada; como si Bartleby –Melville mediante– reencarnado en Standish viajara al mar, y hubiera preferido caerse por la borda.
Una vez a flote descubre algo fatal; en el mar, Standish no deja de ser Standish. Y, para peor, el vacío ahora es total. El paso siguiente del náufrago Standish no es la puesta en práctica de sus astucias como ser humano, todo lo contrario; es la absorción del vacío. Lewis nos dice algo terrible con su personaje: cuando uno cae al mar no hay Viernes, no hay lucha, no hay alegoría, porque en el mar no pasa nada. Y sin quererlo ni buscarlo (es decir, prefiriéndolo) El caballero que cayó al mar clausura el género de naufragios no con una novela, sino con una nouvelle, un par de años antes de la Segunda Guerra Mundial, de que el mundo se convierta en un lugar poco propenso para las exploraciones y de que el sujeto moderno logre dominar del todo a la naturaleza hasta transformarla en un jardín devastado. A partir de ahí el género deviene histórico o tiene que coquetear con el fantástico.
La nouvelle se vuelve entonces una elegía de Standish, quien mientras busca la mejor manera de permanecer a flote por unas horas lucha por pensar. El naufragio de Standish culmina en su cabeza. Algo de su historia debe salvar, pero ¿qué? Para su sorpresa, su vida no viene a cuento sino sus facultades negadas como hombre. Y, al igual que en Kafka, el humor que forja el tono al comienzo del relato fuga asfixiante y circular hacia delante. Al recapitular en su vida, el efecto no es retrospectivo sino corrosivo, como el accionar de la sal. Descubre las carencias de su vida más que las virtudes, y sin dejar lugar a compasiones, en un lento y cacofónico adagietto, Standish funde el vacío de su vida con ese vacío total que buscó sin pretenderlo.
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