Domingo, 24 de abril de 2011 | Hoy
A partir del choque entre espectadores vestidos y modelos desnudas durante una exposición en una galería, Giorgio Agamben aborda el problema del pensamiento que carece de dónde aferrarse para operar. Pensamiento desnudo, pecado original y cuerpo son los principales conceptos de una nueva y audaz incursión filosófica de Agamben.
Por Fernando Bogado
Los visitantes de la Neue Nationalgalerie aquel 8 de abril de 2005 llevan puesta encima parte de su ropa de ocasión para dar una vuelta por ahí y, tal vez, disfrutar de alguna que otra amena obra de arte, pasear por otros paisajes, si se quiere, en el cómodo interior del recinto. Debe haber sido sorprendente descubrir, al atravesar la puerta, docenas de mujeres desnudas, calzando apenas unas collants (digamos: medibachas) ceñidas al cuerpo que no ocultan casi nada. Hombres vestidos, a esta altura demasiado vestidos; mujeres desnudas, colocadas en el centro de uno de los espacios del museo: dos pares de miradas, las de los ingresantes, que descubren con asombro esos cuerpos desnudos y las de las modelos, mirando desinteresadas el vacío, restándole importancia al hecho de encontrarse sin ropa, como si ellas tuvieran algo que los demás no tienen, una ventaja. Ninguno de los dos grupos, sin embargo, parece encontrar lo que se supone tendría que haber acontecido en ese espacio, en esa inquietante performance pergeñada por la artista italiana Vanesa Beercroft. Y Giorgio Agamben se siente con el privilegio de apuntarlo: “la simple desnudez”.
En Desnudez flota, de artículo en artículo, una sentencia con la cual el filósofo italiano se propone repensar gran parte de los problemas que ha visitado en trabajos como Homo Sacer: el poder soberano y la nuda vida (1998): pensar la desnudez es pensar lo impensable.
Un cuerpo desnudo es un cuerpo, en principio, despojado de atributos, un cuerpo sin vestidos, sin marcas sociales, un mero cuerpo sin nada en lo que podamos concentrar la vista para pensar. Bueno, acá es donde empieza el problema: ¿hasta qué punto ese cuerpo desnudo no sigue presentando elementos que pueden ser pensados? ¿Es lo mismo el cuerpo desnudo de la víctima de un sádico que el cuerpo desnudo del nudista en vacaciones, que se entrega a un aparente ocio? ¿El cuerpo desnudo de la modelo posando en una foto para una revista de moda que el cuerpo desnudo de las víctimas del campo de concentración? ¿Está desnudo el cuerpo de una bailarina en pleno movimiento sobre el escenario?
Giorgio Agamben (1942), quien fue alumno de Heidegger entre 1966 y 1968 en los seminarios de Le Thor y que ahora se desempeña como profesor de Iconología en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia, recurre nuevamente a la arqueología (metodología que recupera de filósofos como Michel Foucault, esto es, revisar en cada enunciado la puja de muchas interpretaciones sedimentadas) para tratar de desentrañar el problema y ver las complejas conexiones que existen entre los cuerpos desnudos y la teología, por caso.
El problema, entonces, incumbe a la relación entre naturaleza y gracia, entre desnudez y vestido: Adán y Eva, expulsados del Paraíso, son los primeros modelos que el filósofo italiano hace desfilar por su pasarela de cuerpos expuestos. Es el momento del así llamado Pecado Original, en donde se pone en juego el problema de estos dos extremos, la aparición del vestido como caída frente al descubrimiento de las partes pudendas pero, al mismo tiempo, la paradoja del “vestido de gracia” que portaban dentro de los límites de este barrio cerrado, una suerte de manto invisible que hacía de sus partes algo repleto de la gracia divina. El pecado, entonces, funciona como una instancia responsable del primer conocimiento adquirido por el hombre: su desnudez.
Pasamos pronto de la teología a la gnoseología, al meditar en torno de la adquisición del conocimiento: la instancia de lo “desnudo” pasa a convertirse en condición de posibilidad de todo saber en la medida en que aquello que se nos presenta se libera de sus accidentes para quedar como imagen de lo que realmente es, lo que es sin los vestidos de la contingencia. Otro salto, entonces, para arribar a la política: la desnudez es también el momento de la “nuda vida”, nombre con el que el filósofo italiano piensa dentro del marco de la biopolítica –otra herencia foucaultiana– el cenit del pensamiento político, el momento en que la vida es solamente vida.
Con una prosa clara que entretiene no sólo por la sencillez con que trata de exponer complejos conceptos en pugna sino por la estratégica colocación de alguna cita que pone en ridículo algunas cosas dadas por totalmente sabidas (como la presuposición de los filósofos escolásticos de que el semen es una excedencia alimentaria, o las arduas discusiones en torno de si los cuerpos de los resucitados en la gloria final tendrán o no pelo y uñas), Agamben demuestra que en pares dicotómicos aparentemente claros las cosas se encuentran más enroscadas de lo que creemos: si por el pecado conocemos y descubrimos una desnudez primera, ahora corrompida, ¿no se podría decir que el pecado y la naturaleza corrompida estaban antes de este manto divino, digamos, en el origen? ¿No hay una oscura mancha, necesaria y por eso perfecta, en la luminosa creación?
Lo que Agamben trabaja es precisamente el caso particular, el “paradigma”, frente al estudio histórico, pasando de un ejemplo a otro, de un caso puntual al siguiente: frente a esos cuerpos vestidos y desnudos contrapuestos en una galería, frente a la iconografía religiosa o la tapa de una revista de modas, la desnudez, intrincado punto de origen, indecidible entre el estar o no vestido, es lo que efectivamente reclama al pensamiento filosófico en tanto herramienta para desarmar esas interpretaciones que se ciernen sobre los cuerpos particulares como si fueran taparrabos, como prendas, una arriba de la otra, casi como capas. Lo que Agamben trabaja, lo que predica es, claro está, un pensar desnudo.
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