Domingo, 29 de abril de 2012 | Hoy
Como historiador, Federico Lorenz ha trabajado especialmente en temas relacionados con la resistencia peronista, los años setenta y, por supuesto, la guerra de Malvinas. En su primera novela, Montoneros o la ballena blanca, estos elementos se cruzan de una manera tan audaz como alejada de lo que suele ser la parodia de un tiempo histórico signado por la violencia y el conflicto.
Por Gabriel D. Lerman
Hasta ahora, el catálogo de ficciones sobre Malvinas se recortaba sobre Los pichiciegos de Fogwill, Las Islas de Carlos Gamerro, acaso el poema de Borges sobre los soldados, los textos que escribió Néstor Perlongher y la obra Gurka de Vicente Zito Lema. En un plano más testimonial, el libro de Edgardo Esteban que dio lugar a Iluminados por el fuego. Hay otros, ficción y no ficción, se propone un recorte. Lo cierto es que se ha publicado ahora, en consonancia con los treinta años de la guerra, una novela inesperada, de un autor también inesperado. Porque, si bien se había destacado en los últimos años como uno de los principales historiadores jóvenes en abordar el tema en varios libros, y de desarrollar proyectos pedagógicos al respecto, no era fácil advertir que Federico Lorenz pudiera asomarse nuevamente a Malvinas desde lo novelesco y de un modo tan contundente. Su obra es Montoneros o la ballena blanca, y resulta una novela recomendable que dará que hablar en varios planos, incluso más allá de la guerra de Malvinas, ya que el núcleo del relato vincula este episodio con la profundidad de los setenta y la última dictadura.
En primer lugar porque es un texto escrito para correr riesgos, pensado íntegramente con un argumento agresivo y polémico. Los pocos sobrevivientes de una célula montonera de San Fernando, columna norte, que tras el golpe de 1976 y la represión feroz ha quedado diezmada, se reagrupan a fines de 1979 porque “no pueden dejar de hacerlo”, “porque necesitan volver a ser lo que fueron”, “por los compañeros muertos”. Hasta ese momento, esta novela es, de un modo subterráneo pero directo, la biografía de un grupo desarticulado de montoneros que ha decidido, o ya no le queda otra, no responder a la organización aunque sí a ellos mismos. En tal sentido, quizás el poder narrativo, la fuente de convicción en la que se apoya Lorenz es en una suerte de antropología o microhistoria social de un grupo que hará sustentable la vida a partir de los pocos elementos que lo rodean hasta trasponer o ungirse en el delirio sin escalas. Desde este lugar, Lorenz dispara constantemente una versión de la historia argentina reciente en extremo dolorosa y lúcida, afincada en un arraigo popular, en un umbral u ontología del ser barrial peronista y montonero, lucidez o destello que no necesariamente salvará a sus protagonistas sino que, con dramática naturalidad, podrá confirmarles un destino más duro aún del que ya han vivido. Pero tristeza y dolor no impiden el humor, la franqueza, cierta idea cada día más discutida del coraje argento.
En su sistema de citas y homenajes, desde el título y el nombre de su narrador protagonista, Ismael, la novela puede pensarse como un guiño amplio y directo a Moby Dick. Hay una escena definitiva en que cierta imagen perturbadora de un poderoso animal marino puede leerse como una utopía negativa, como un fantasma de la violencia, y hasta allí llega esta novela. También hay referencias a El corazón de las tinieblas de Conrad, a Lawrence de Arabia. En algún punto, Lorenz apela a un procedimiento donde están la derrota y el absurdo de Osvaldo Soriano, pero cuyos personajes de golpe se despiertan en mitad de la noche de una pesadilla, con sudor frío en la espalda, con la cabeza que se les parte, y entonces ingresan en una novela de Saccomanno o de Bonasso.
Hay un riesgo fuerte al que se asoma, y que al cabo de leerse queda despejado, pero que sin embargo el texto de contratapa y la presentación del libro no ayudan a vislumbrar. Al parecer, según el adelanto, esta novela estaría “escrita en clave irónica y paródica, sin excluir la crítica”, como si la recreación de los hechos de un modo descarnado impidiera mostrar intersticios, errores, dobleces. Porque la novela no es tan irónica ni tan paródica, a menos que se tome por el todo algún momento en que los personajes rebuscan en la autoironía casi desesperados, y en la referencia a una suerte de campamento al pie de la cordillera de los Andes en 1979 en que se replantea la lucha armada cansinamente, la historia revivida como farsa. La polisemia indica que las lecturas son múltiples, y en todo caso aquí preferimos destacar todo lo que la novela de Lorenz tiene de reconstrucción ficcional de la guerrilla desde lo humano, lo gregario, sin altisonancias, como un testigo en el encapsulamiento. Por el contrario, suponer que es una novela donde uno va a poder reírse de un grupito de montoneros delirantes, o de algo así como una memoria loca de la militancia fierrera, implicaría abandonar la posibilidad de inscribir el relato en algún tinglado mayor. Sería perderse una veta sugerente que trae, donde se plantea la supervivencia de un grupo integrado por habitantes de un barrio en diáspora insular. Porque, en verdad, la novela propone otra hipótesis: una divisoria muy fuerte entre los peronistas históricos que se vuelven montoneros, y promedian los 30 años, y los montoneros “pendejos”, que promedian los 20. Refiriéndose a estos últimos, dice el narrador: “La mayoría había empezado en la UES, en el ’74 o ’75, y de ahí habían saltado a milicianos. Habían llegado al peronismo a través de los montos, y entonces su objetivo era montonerizar a los peronistas. Lo único que sabían de Perón es que los había traicionado y del peronismo tenían las imágenes de las patotas de la derecha que los habían perseguido cuando todavía padecían acné”. A los mayores, dice Ismael, nos decían “oxidados”. Algo así como una oposición entre oxidados e imberbes, toda una serie simbólica para pensar la política argentina y los cambios generacionales.
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