Domingo, 4 de mayo de 2014 | Hoy
En su última edición, la revista La Balandra abre el debate sobre los concursos literarios y festeja dos años de existencia.
Por Claudio Zeiger
Hace ya dos años, y con tres números anuales, que la revista La Balandra viene ocupando un lugar vacante entre las revistas literarias y, en rigor, es de las pocas con formato tradicional que pueden conseguirse. De la estirpe de Puro cuento y menos pizpireta que La mujer de mi vida, La Balandra, dirigida por la escritora Alejandra Laurencich, les habla en forma directa a los aspirantes a escritores, a los que van a los talleres literarios y se presentan a concursos de narrativa; promociona nuevos narradores y debate sobre temas del “oficio de escribir”; les da voz a los escritores argentinos y tiene una interesante noción de que la escritura, más allá del acto solitario de cuerpos y almas aisladas frente a papel o pantalla, opera sobre una esfera de pequeña (o mediana) comunidad: comunidad de lectores de la revista, lectores de libros, lectores/ escritores.
Este número, el 8, trata acerca de los concursos. La consigna disparadora es preguntarse si sirven para algo. Suele ser, este interrogante, el dispositivo básico de La Balandra, como si nos rondara el fantasma de si finalmente la literatura en sí misma sirve para algo o no. Lo bueno es que al convocar a un abanico de voces para dar una respuesta, una reflexión o un testimonio, la diversidad está garantizada y la respuesta nunca es concluyentemente positiva o negativa, optimista o pesimista. Muy lejos del nihilismo, La Balandra tampoco parece defender una posición demagógica de que tú –cualquiera– puedes hacerlo.
Pero el de los concursos –tema urticante sobre todo si se toman algunas experiencias locales de los últimos años, siempre sospechado de tongos y favoritismos cual torneo de AFA– plantea ejemplarmente el eje de servir o no servir, y condensa el tema, acaso central, de la revista: el acceso a la literatura. Se trata de las vías de acceso a la literatura. Algo que ronda de texto en texto, de libro en libro y de persona en persona. Los concursos, las editoriales (grandes, medianas, pequeñas, independientes, ediciones de autor), el periodismo, los medios, los talleres literarios. Dicho en términos más belicosos: el asalto a la fortaleza. ¿Cómo sortear el foso? La literatura es una ciudad con catedrales góticas, inmensas, ajenas, ojivas puntudas, y también humildes capillas, peladas iglesias de pueblo, ventanitas y senderos abiertos. ¿Cómo entrarle?
Esta concentración en el acceso a la literatura encuentra en el tema de los concursos una instancia que obviamente supera cualquier subjetividad de escritor. Es interesante aquí lo que señala Elsa Drucaroff, acerca de la tendencia más nueva de trabajar con un jurado de preselección, que vendría a darle a un conjunto de lectores “profesionales” un excesivo poder de decisión respecto del jurado “central”, poniendo en riesgo la transparencia. Aunque también hay que decir que cuando la media de novelas es muy alta, es un poco difícil pensar que el jurado real lee más que las finalistas. Pero si de accesos se trata, el tema de los concursos es particularmente dramático porque pone en escena un panorama complejo: un ganador que se lleva todo, un par de finalistas que luego saldrán a buscar revancha en la edición sin premio y un inmenso número de personas que quedan indefectiblemente malheridas. Y la verdad que en otra nota cuenta Mariana Enriquez: “Las novelas muy flojas son la inmensa mayoría”. Y todos los que hemos sido jurados de una forma o de otra, lo sabemos de sobra.
Como sea, es siempre estimulante encontrar en La Balandra estos debates que nos obligan a parar un poco y revisar los automatismos del campo literario, desde aceptar tan naturalmente el rol de agentes literarios o las fábulas de los talentosos siempre ninguneados por los malignos editores. En fin: por momentos, a la revista la gana un espíritu demasiado pulcro y dan ganas de salir a tomarse unas copas por isabelinas tabernas, pero a no quejarse, cuando entre tanto blog y digitalismo autorreferencial, alguien les habla a los lectores de verdad.
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