Domingo, 3 de abril de 2016 | Hoy
EN FOCO
¿Qué pasaría si por un acontecimiento tan fabuloso como lamentable sólo quedara de la obra de Borges un solo testimonio? ¿Y qué pasaría si ese resto de obra fuese el “Poema conjetural”? ¿Transmitiría en el futuro algo acerca de su autor, podría deducirse quién fue Borges a partir de ese poema sobre Laprida, hombre de letras y de guerra a la vez? Una indagación acerca del destino de un escritor que también se interna en los entretelones de la historia argentina.
Por Rodolfo Rabanal
Empecemos diciendo que no parece inverosímil proponer la creencia –como tanteo y problema– de que todo Borges estaría contenido en uno sólo de sus poemas, en uno solo de sus ensayos o en uno solo de sus cuentos. Pero sobre todo me interesa el planteo que situaría la totalidad de Borges en un poema único, el que permitiría a su vez descifrar en un rápido pero trágico compendio la naturaleza misma –nada menos– que de la propia Argentina, en términos históricos y políticos. Idénticamente, la propia naturaleza del autor se prestaría, en esa lectura, a ser develada o, por lo menos, aproximadamente descripta con algún grado de acierto.
Supongamos entonces, que debido a un acontecimiento fabulosamente irreparable desapareciera la obra de Borges de la faz de la Tierra y solo se salvara el “Poema conjetural”, ya que de él se trata. ¿Descubrirían las generaciones venideras la talentosa complejidad del autor de esos versos y, simultáneamente, sospecharían cuánto de cierto sobre la Argentina se dice en el poema?
Me permito este juego probabilístico –de hecho una especie de ficción futurista– teniendo en cuenta el respaldo estimulante que nos ofrece el pasado porque, en efecto, si nada de Grecia –por ejemplo– hubiera llegado hasta nosotros salvo la obra fragmentada de Heráclito o los principios igualmente fragmentarios de Anaximandro ¿habríamos alcanzado a sospechar la grandeza del pensamiento griego en esos escasos registros?
De forma parecida, descartemos todo lo que escribieron los antiguos y rescatemos –al azar– la Antígona de Sófocles; la pregunta se repite: ¿está en esa tragedia, no sólo todo Sófocles, sino también toda la tragedia griega?
Schopenhauer, cuya intransigencia era tan puntual como iluminadora, sostenía que la palabra del hombre es el material más duradero: “Cuando un poeta traduce su más fugitiva impresión en palabras que le son exactamente apropiadas, esa impresión vive durante largos siglos,y se reanima sin cesar en el lector que es accesible a ella”.
No sé si estamos hoy habilitados para alentar esa misma confianza (la confianza, precisamente, de un pesimista como Schopenhauer), ya que, después de todo, nos toca vivir un mundo más bien desganado y peligroso que busca apoyo (endeble, efímero apoyo) en cientos de distracciones fugaces e invertebradas, y sin embargo deseo creer que todavía existe el lector accesible y también que seguirá existiendo, aunque se trate de un “llanero solitario” perseguidor de quimeras.
El “Poema conjetural”, del que hablé no hace tanto en estas mismas páginas, tiene, entre otras cosas, el poderoso mérito de “inventarse” nuevos lectores “accesibles”. La ardiente brevedad con que Borges desarrolla la muerte de Laprida sobre el ocaso de una batalla perdida se instala “sin permiso” entre las mayores impresiones duraderas que un lector puede sentir.
Como sabemos, Borges no duda en imaginar que ese doctor de levita, un unitario y un letrado, se encuentra a sí mismo –o se ve por primera vez enteramente– en la verdad trágica de la barbarie, la que le descubre su “destino sudamericano” y esa misma revelación, enérgica paradoja absolutamente inesperada, le llena de júbilo el pecho.
Es posiblemente en este punto donde afinca la dicha más alta del poema, y es a partir de esa culminación cuando se incorpora –al menos para mí– la pregunta más bien primaria, más bien perpleja y acaso improcedente pero de cualquier modo inevitable: ¿quién es Borges?
Sabemos que veneraba la épica hasta el extremo de volverse enfático, no ignoramos que sólo el pasado le parecía asible y explorable, conocemos sus repudiables despistes ideológicos, su natural incorrección política, su formal “antinacionalismo” (hablaba siempre de las dos “dictaduras”, la de Rosas y la de Perón), era –o habría sido en el siglo XIX– un conservador unitario, más bien apático, un liberal anglófilo al tiempo que admiraba –contradictorio y casi “federal”– la valentía sin vueltas de la gente de a caballo. Y es entonces que surge el contorno dilemático que le aplica a Laprida: Sudamérica –y Argentina, en este caso– no es ni puede ni debe ser Europa por más que desee serlo: Borges, digamos, entiende y siente más allá de su postura cívica la turbulenta identidad de un país que se va haciendo entre batallas y bonanzas transitoras.
Borges, en alguna instancia incontrolable de su genio, es el reparado amigo y contertulio de Bioy Casares y el doble de Laprida en sus dos fases contrapuestas: hombre de libros y guerrero vencido que muere en la tarde acuchillado sin remedio.
¿Quién es Borges verdaderamente? Y de inmediato me digo, pero eso ¿no ha sido ya dilucidado? O todavía más: ¿Qué necesidad tengo, o tendría cualquiera, de llevar adelante tamaña indagación? Nos basta con su obra, tan poblada todavía de puntos quizá inalcanzables, tan precisa y misteriosa e interminable como es, justamente, el mismo “Poema conjetural”.
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