Domingo, 17 de abril de 2016 | Hoy
MARTíN KOHAN
La inocencia aparente y la brutalidad implosiva de naturalizar el desnudo de niños en fotos para consumo de adultos es el punto de partida de un libro que parece replantear el rumbo de la novela policial argentina. En Fuera de lugar Martín Kohan construye un noir de sucesivas capas de enigma, tan explosivas como contundentes en su resolución estética.
Por Fernando Bogado
Martín Kohan empieza a ser un nombre obligatorio en la literatura argentina. Sus obras, de a poco, no sólo convocan por el autor, sino que también logran instalarse en ese canon final para todo texto literario que es la escuela secundaria. En cualquier biblioteca de Nivel Medio hay, como mínimo, una copia flotando de Dos veces junio. Y que una novela logre eso, logre imponerse y estar presente en ese tipo de espacios, sin convertirse por eso en material del más didáctico tedio, es algo que escapa a lo común. Al estado común de la literatura, a las condiciones de lectura contemporáneas que, como bien señaló el propio Kohan en una entrevista reciente, dejan afuera novelas tan geniales como La familia, de Gustavo Ferreyra, o que inclusive resultan refractarias a otro tipo de trabajos críticos. No tratamos aquí de reflotar el consabido tema de “academia” versus “mercado”, un tópico recurrente cuando los que hablan se sienten encaramados en un costado y rechazados por el otro, sino, muy por el contrario, señalar la salida de una novela que bien puede entrar en los dos espacios con una prosa fuerte, atractiva, concisa y que captura al que atraviese sus páginas, venga de donde venga su imaginaria superstición de lector. Fuera de lugar es uno de esos libros que estremecen desde la primera a la última página y que bien pueden funcionar como un síntoma del estado literario actual, de sus debates y del propio mundo literario de quien lo escribe.
La historia se centra, al comienzo, en un grupo de personas que, en los desolados paisajes de la precordillera, llevan adelante un negocio que produce un ingreso de dinero importante por muy escasas molestias. Claro que el peso ético de tal negocio queda de lado: lo que hacen es sacarle fotos a nenes desnudos. Los primeros implicados tienen una parte en la responsabilidad total del hecho. Un sacerdote que trabaja en un instituto, Magallán, se lleva a algunos varoncitos –las fotos salen mejor con más de uno- al estudio, mientras que Lalo y Marisa los reciben y Murano les saca las fotografías que el lejano mercado de la caída Unión Soviética reclama. Al menos, esas son las palabras de Netti, quien se encarga de contrabandear las imágenes para que lleguen a ese lugar muy lejano, digamos, en la lógica de una novela de espacios: ese no-lugar. Fotos de chicos. Desnudos. Jugando o entretenidos en lo suyo, sin ninguna mirada lasciva a la cámara, sin su participación en ningún acto sexual definido. Como sucede en todo acto moralmente oscuro, marcar los límites es una cuestión de necesidad básica para poder llevar adelante el trabajo sucio: cualquiera de los adultos se ofende ante la mínima mención de que están haciendo pornografía, lo único que hacen es llevar a un par de chicos sin familia que nadie reclama a un espacio artificial o un poco más natural (las fotos en un ambiente exterior producen más dividendos), desnudarlos y fotografiarlos casi de manera indiscreta, mientras, a los pocos minutos de ubicados, ya comienzan a meterse en su mundo, a olvidarse de los adultos y las cámaras. No hay nada que reprocharles. No hay nada que pueda salir mal.
Kohan construye, muy lentamente, una novela policial con elementos que permiten las obligadas reflexiones en torno al funcionamiento de lo estético, así, en general, y a la correspondiente dimensión ética del neurótico mediocre, ese personaje que vuelve una y otra vez en sus novelas. Mirada y límite ético: ese bien podría ser el nombre de la lógica de los textos ficcionales de Kohan, quien ya había dejado en claro su programa literario en las inspecciones al baño de hombres que María Teresa, la preceptora del gran Colegio Nacional, llevaba adelante en Ciencias morales. Y no debe sorprendernos que en sus obras el objeto mirado sea el infante, el que no tiene voz: se pliega siempre sobre ese silencio la voz del orden, de la ley, que da entidad a lo que no habla a través de su propio discurso. Todo eso ya estaba concentrado en otro lugar, en la pregunta que abre Dos veces junio: “¿A partir de qué edad se puede torturar a un bebé?”.
Ese planteo inicial del texto, escalofriante, que interesa al mismo tiempo que repulsa, pronto comienza a hacerse más complejo. Con la entrada de otro personaje al negocio, Santiago Correa, el texto se abre a nuevos espacios, y luego de un primer capítulo que deja sin aliento pasamos a seguir la historia de Correa en la zona del litoral, en el hospedaje que lleva adelante con su mujer, Elena, y luego al conurbano, en donde se sigue la historia del último personaje que funciona como clave del enigma, Cardozo, y sus sobrinos. ¿Cómo se conecta la historia de este hombre misterioso, que vive en otro límite, el conurbano bonaerense, con el negocio de Magallán, Marisa y compañía? ¿Y qué rol juega en todo esto Marcelo, el sobrino enfermero de Cardozo, y Guido, el otro sobrino, menor y con un retraso madurativo que lo lleva a quedarse enquistado en un puñado de palabras? Cada mínimo detalle de la novela no sólo se abre a un nuevo espacio sino que, en términos menos horizontales que verticales, hace caer al lector, dándole esa sensación de no tener un suelo en donde apoyarse, porque cada vez que se siente ubicado y dice para sí “la novela va por acá”, el suelo se desploma, la seguridad se pierde y el mapa se desarma. Y en eso reside uno de los mayores logros de Fuera de lugar.
Martín Kohan logra en esta novela reformular el funcionamiento del policial argentino. Si en los 80 había operado como clave para poder interpelar el enigma social que se distinguía en los oscuros años de la dictadura, ahora se transforma en un despliegue formal puertas para adentro que recupera algo del policial borgeano, pero en lugar de escamotear los cuerpos, los muestra, los exhibe hasta el punto del asco. Kohan está aquí mucho más cerca del noir que del relato de enigma, y no se puede dejar de señalar que, en lugar de resolver el acertijo, parece que hay un placer en el enigma en tanto enigma, haciéndolo cada vez más amplio, abarcando el mundo, las geografías, casi al estilo del policial-road movie de No es país para viejos de Cormac McCarthy, como para salir del obligado nacionalismo crítico.
Fuera de lugar es una novela que tiene tanto un excelente argumento como un marcado estilo (los capítulos concentrados en Elena recuperan esa prosa fragmentaria y concentrada en el detalle propio de trabajos como Bahía Blanca), y que deja una problemática conclusión que persiste en la boca como el sabor de un buen vino o el reflujo ácido de la náusea: el crimen depende, tristemente, del ojo que lo juzga. Y sorprende al que no lo quiere ver.
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