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Domingo, 2 de septiembre de 2012

EL JARDíN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN (SUR, BUENOS AIRES, 1941)

Jorge Luis Borges

Borges, como los filósofos de Tlön, ha descubierto las posibilidades literarias de la metafísica; sin duda, el lector recordará el momento en que también él, sobrecogido, las presintió en una página de Leibniz, de Condillac o de Hume. La literatura, sin embargo, sigue dedicada a un público absorto en la mera realidad; a multiplicarle su compartido mundo de acciones y de pasiones. Pero las necesidades suelen sentirse retrospectivamente, cuando existe lo que ha de satisfacerlas. El jardín de senderos que se bifurcan crea y satisface la necesidad de una literatura de la literatura y del pensamiento.

Es verdad que el pensamiento –que es más inventivo que la realidad, pues ha inventado varias para explicar una sola– tiene antecedentes literarios capaces de preocupar. Pero los antecedentes de estos ejercicios de Borges no están en la tradición de poemas como De rerum natura, The Recluse, Prometheus unbound, Religions et religion; están en la mejor tradición de la filosofía y en las novelas policiales.

Tal vez el género policial no haya producido un libro. Pero ha producido un ideal: un ideal de invención, de rigor, de elegancia (en el sentido que se da a la palabra en las matemáticas) para los argumentos. Destacar la importancia de la construcción: éste es, quizás, el significado del género en la historia de la literatura. Hay otra razón para hablar aquí de obras policiales –la exciting quality (and a very excellent quality it is)– que siempre buscan los autores de este género, que los de otros géneros (en el afán de producir obras meritorias, aunque sea la lectura meritoria) suelen olvidar, y que Borges consigue plenamente.

No hay duda de que Henry James ha escrito lúcidos cuentos sobre la vida de los escritores; que las pesadillas de Kafka, sobre las postergaciones infinitas y las jerarquías, no se olvidarán; que Paul Valéry inventó a M. Teste, héroe de los problemas de la creación poética. Pero los problemas nunca habían sido el interés principal de un cuento. Por sus temas, por la manera de tratarlos, este libro inicia un nuevo género en la literatura, o, por lo menos, renueva y amplía el género narrativo.

Tres de sus producciones son fantásticas, una es policial y las cuatro restantes tienen forma de notas críticas a libros y autores imaginarios. Podemos señalar inmediatamente algunas virtudes generales de estas notas. Comparten con los cuentos una superioridad sobre las novelas: para el autor, la de no demorar su espíritu (y olvidarse inventar) a lo largo de quinientas o mil páginas justificadas por “una idea cuya exposición oral cabe en pocos minutos”; para el lector, la de exigir un más variado ejercicio de la atención, la de evitar que la lectura degenere en un hábito necesario para el sueño. Además dan al autor la libertad (difícil en novelas o en cuentos) de considerar muchos aspectos de sus ideas, de criticarlas, de proponer variantes, de refutarlas.

En conversaciones con amigos he sorprendido con errores sobre lo que en esas notas es real o es inventado. Más aun: conozco una persona que había discutido con Borges “El acercamiento a Almotásim” y que después de leerlo pidió a su librero la novela The Approach to Al-Mútasim, de Mir Bahadur Alí. La persona no era particularmente vaga y entre la discusión y la lectura no había transcurrido un mes. Esta increíble verosimilitud, que trabaja con materiales fantásticos y que se afirma contra lo que sabe el lector, en parte se debe a que Borges no sólo propone un nuevo tipo de cuentos sino que ha cambiado las convenciones del género, y, en parte, a la irreprimible seducción de los libros inventados, al deseo justo, secreto, de que esos libros existan.

Algunas convenciones se han formado por inercia: es habitual (y, en general, reconfortante) que en las novelas no haya aparato crítico; es habitual que todos los personajes sean ficticios (si no se trata de novelas históricas). Otras convenciones –la historia contada por un personaje o por varios, el diario encontrado en la isla desierta– tal vez fueron un deliberado recurso para aumentar la verosimilitud; hoy sirven para que el lector sepa, inmediatamente, que está leyendo una novela y para que el autor introduzca el punto de vista en el relato. Borges emplea en estos cuentos recursos que nunca, o casi nunca, se emplearon en cuentos o en novelas. No faltará quien, desesperado de tener que hacer un cambio en su mente, invoque la división de los géneros contra este cambio en las historias imaginarias. La división de los géneros es indefendible como verdad absoluta: presupone la existencia de géneros naturales y definitivos, y el descubrimiento certero, por hombres de un breve capítulo del tiempo, de las formas en que deberá expresarse el interminable porvenir. Pero como verdad pragmática es atendible: si los poetas escriben meros sonetos, y no sonetos que sean también diccionarios de ideas afines, habrá algunas probabilidades más de que desacierten menos. Puede agregarse a esto que la invención, o modificación, de un género y la subsiguiente experiencia indispensable para practicarlo bien, no son la múltiple tarea, o suerte, de un solo escritor sino de varias generaciones de escritores. El principiante no se propone inventar una trama; se propone inventar una literatura; los escritores que siempre buscan nuevas formas suelen ser infatigables principiantes. Pero Borges ha cumplido con serena maestría esa labor propia de varias generaciones de escritores. En sus nuevos cuentos nada sobra (ni falta), todo está subordinado a las necesidades del tema (no hay esas valientes insubordinaciones que hacen moderno cualquier escrito, y lo envejecen). No hay una línea ociosa. Nunca el autor sigue explicando un concepto después que el lector lo ha comprendido. Hay una sabia y delicada diligencia: las citas, las simetrías, los nombres, los catálogos de obras, las notas al pie de las páginas, las asociaciones, las alusiones, la combinación de personajes, de países, de libros, reales e imaginarios, están aprovechados en su más aguda eficacia. El catálogo de las obras de Pierre Menard no es una enumeración caprichosa, o simplemente satírica; no es una broma con sentido para un grupo de literarios; es la historia de las preferencias de Menard; la biografía esencial del escritor, su retrato más económico y fiel. La combinación de personajes reales e irreales, de Martínez Estrada, por un lado, y de Herbert Ashe o Bioy Casares, por otro, de lugares como Uqbar y Adrogué, de libros como The Anglo-American Enciclopedia y La Primera Enciclopedia de Tlön, favorecen la formación de ese país en donde los argumentos de Berkeley hubieran admitido réplica, pero no duda, y de su creída imagen en la mente de los lectores.

Estos ejercicios de Borges producirán tal vez algún comentador que los califique de juegos. ¿Querrá expresar que son difíciles, que están escritos con premeditación y habilidad, que en ellos se trata con pudor los efectos sintácticos y los sentimientos humanos, que no apelan a la retórica de matar niños, denunciada por Ruskin, o de matar perros, practicada por Steinbeck? ¿O sugerirá que hay otra literatura más digna? Cabría, tal vez, preguntar si las operaciones del intelecto son menos dignas que las operaciones del azar, o si la interpretación de la realidad es menos grave que la interpretación de los deseos y de las cacofonías de una pareja de enamorados. ¿O clamará contra la herejía de tratar literariamente problemas tan graves? Quizá todo acabe en una condena general, y sentida, del arte.

El cuento más narrativo de esta serie (y uno de los más poéticos); el de estilo más llano, es el último que Borges ha escrito: “El jardín de senderos que se bifurcan”. Se trata de una historia policial, sin detectives, ni Watson, ni otros inconvenientes del género, pero con el enigma, la sorpresa, la solución justa, que en particular puede exigirse, y no obtenerse, de los cuentos policiales. Creo también que “Las ruinas circulares” sobresale por el esplendor de su forma; que “Pierre Menard, autor del Quijote” es el más perfecto y que “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” es el más rico. Sería interesante hacer un censo de la fecundidad de este libro, de los problemas que plantea, de los argumentos de libros, de las bases de idiomas, de las interpretaciones de la realidad y del tiempo que propone.

En cuanto al estilo –elogiarlo sería superfluo–, convendría razonar su evolución y más aún (siguiendo a Menard) intentar un estudio de las actuales costumbres sintácticas de Borges. Pero son temas que exceden esta nota.

Tal vez algún turista o algún distraído aborigen inquiera si este rubro es “representativo”. Los investigadores que esgrimen esta palabra no se resignan a que toda obra esté contaminada por la época y el lugar en que aparece y por la personalidad del autor; ese determinismo los alegra, registrarlo es el motivo que tienen que leer. En algunos casos no cometen la ingenuidad de interesarse por lo que dice un libro; se interesan porque, pese a las intenciones del autor, refleja: si consultan una tabla de logaritmos, obtienen la visión de un alma. En general se interesan por los hechos políticos, sociales, sentimentales; saben que una noticia va por todas las invenciones y tienen una efectiva aversión por la literatura y el pensamiento. Confunden los estudios literarios con el turismo: todo libro debe tender al Baedeker. ¡Pero qué Baedekers! En versos arrítmicos y a través de la observada norma de que un artista que se respeta jamás condesciende a explicarse, y a través de las aspiraciones del autor, de Whitman, de ser Guillaume Apollinaire, de ser Lorca, y de reflejar una vigorosa personalidad. ¡Y qué novelas! Con personajes que son instituciones y con Mr. Dollard, que ventajosamente alude al capitalismo extranjero. Colaboran en la tendencia las ideas fascistas (pero más antiguas que ese partido) de que deben atesorarse localismos, porque en ellos descansa la sabiduría, de que la gente de una aldea es mejor, más feliz, más genuina que la gente de las ciudades, de la superioridad de la ignorancia sobre la educación, de lo natural sobre lo artificial, de lo simple sobre lo complejo, de las pasiones sobre la inteligencia; la idea de que todo literato debe ser un labrador o, mejor todavía, un producto de la tierra (la iniciación y el perfeccionamiento en la carrera de las letras exigen duros sacrificios: descubrir un pueblo que no esté ocupado por ningún escritor, nacer allí y domiciliarse tenazmente). Son también estímulos de esa tendencia la fortuna literaria que han logrado algunas selvas del continente y el exagerado prestigio que nuestro campo alcanzó en nuestra ciudad y en el extranjero (donde se le conoce por pampa y, aun, por pampas). De la pampa nos quedan los viajes largos y algunas incomodidades. Estamos en la periferia de los grandes bosques y de la arqueología de América. Creo, sin vanagloria, que podemos decepcionarnos de nuestro folklore. Nuestra mejor tradición es un país futuro. En él creyeron Rivadavia, Sarmiento, y todos los que organizaron la República. Podemos ser ecuánimes y lógicos: un pasado breve no permite una gran acumulación de errores que después haya que defender. Podemos prescindir de cierto provincialismo de que adolecen algunos europeos. Para un argentino es natural que su literatura sea toda la buena literatura del mundo. De esa cultura, en la que trabajan, o trabajaron, William James, Bernard Shaw, Wells, Eça de Queiroz, Russell, Croce, Alfonso Reyes, Paul Valéry, Julien Benda, Jorge Luis Borges, y de la Argentina posible y quizá venidera que le corresponde, este libro es representativo.

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