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Sábado, 10 de febrero de 2007

NOTA DE TAPA

Un museo para el ladrillo

Jorge Ctibor está terminando de restaurar lo que fue la gerencia de la planta de su abuelo, en La Plata, construida a partir de 1905, para abrir un museo con la historia de ese material. Y ya completó el rescate de un edificio valioso.

 Por Sergio Kiernan

Hay algo de patriada y de sueño en esto de fundar un museo. Es que un museo es una institución, un gasto prolongado en el tiempo, un lío al que pocas personas se le animan y que suele quedar para el Estado o para grupos asociados. De entre los que no se animan al tema se destacan los argentinos, gente propensa a escaparles a los clubes, las ONG y los comités, y mucho más dispuestos a esperar todo del Estado y a musitar “debería haber una ley” cada vez que hay un problema. Por eso es refrescante que un señor restaure una casa y un jardín, reúna objetos históricos y encargue un proyecto museológico. El señor es Jorge Ctibor, tercera generación de industriales en la fabricación de ladrillos y cerámicos, y el tema de su museo es justamente ése, el ladrillo.

La fábrica nació en 1882 para abastecer a ese proyecto increíble, la ciudad de La Plata, de ladrillos. La firma Carbonier y Portalis arranca en un potrero lejano, al norte de los piolines que marcaban las diagonales y con tecnología más artesanal que industrial. Francisco Ctibor (el apellido se pronuncia Stibor) entra en escena en 1905. El ingeniero era checo pero venía de París, de trabajar con Gustave Eiffel, el profesional más famoso de su época. Argentina, en esos tiempos idos, era un mercado formidable y Ctibor se quedó por aquí al ganar la licitación para construir la cloaca máxima de la ciudad. Fue entonces que compró la fábrica de ladrillos, para proveer a su propia obra, y la transformó en una planta en serio, con lo más avanzado de sus tiempos.

La “fábrica de ladrillos a vapor con sistema Hoffman” compró maquinarias alemanas y contrató a lo largo de los años a inmigrantes de todos los confines. Alrededor de la planta, puro campo, fue naciendo un pueblo de casas: la casona de ladrillos de Ctibor, la casa de madera prefabricada, encantadora y norteamericana, la tercera casa de ladrillos para la familia, y una infinidad de casas para técnicos, obreros y empleados, ya demolidas sin dejar rastros. La planta proveyó por muchos años a La Plata, a Buenos Aires y a ciudades del interior, y terminó teniendo sus propias historias de pueblo chico, como la de las mulas que despertaban a las cinco en punto, de lunes a sábado, cuando sonaba el silbato- despertador, pero que eran inamovibles los domingos.

La planta llegó a tener 140 trabajadores, compró motores diesel apenas estuvieron en el mercado, tuvo sus propios rieles de carga y descarga, y alisó completamente la lomada donde se asentaba. Eventualmente, se había cavado hasta la cota permitida y hubo que empezar a traer tierra de otros lugares. En 1995 la fábrica fue desactivada, por la simple razón de que la ciudad ya la había alcanzado y rodeado. Lo que eran dos huellones camperos eran ya el Camino Centenario y el Camino General Belgrano, lo que era pasto duro era ahora puro barrio. Cerámica Ctibor se mudó en 1998 a una planta modernísima y la vieja fábrica quedó en silencio.

El que llegue hoy a la altura de Centenario al 2000 se va a encontrar con un megahipersupermercado que parece un gran cubo abandonado entre hectáreas de estacionamiento asfaltado, puntuado de arbolitos. Para mayor extrañeza, podrá ver que, a diferencia del típico mercado megalómano, éste posee dos grandes chimeneas de ladrillería, impecables y paraditas como esculturas entre tantos coches. Es más, justo sobre la avenida podrá ver un edificio extraño y bello, con una base de ladrillos de vago aire medieval sobre el que se alza una estructura de metal y una techumbre de chapas, todo muy oxidado. Es el horno mayor, en parte de 1882 y en parte ampliado por el primer Ctibor, que espera confiado un nuevo uso (y sería, opina uno, un restaurante formidable).

Por el lateral del mercado se encuentra el futuro museo, la vieja casona que fue la administración de la planta. Es un caserón parejo, por supuesto de ladrillos, que a primera vista parece levantado sobre un terraplén pero que originalmente estaba a nivel de un terreno que, por supuesto, fue cavado. Es una casa que ya la quisiera uno: 300 metros cubiertos, en U y abrazando un patio panzudo y techado, fresca por sus techos altos. El exterior nunca fue revocado y muestra en sus remates un simple y elegante entramado de ladrillos, su único lujo junto a unas coquetas rejas ornadas. El restaurador Guillermo García está casi terminando la obra, con el rigor tranquilo que lo caracteriza: cateos abundantes para determinar cómo era el edificio original y saber qué hay que sacar y qué hay que reponer. Así, volaron los revoques internos, muy posteriores a la obra original, se reabrieron aperturas y se cegaron otras, volviendo atrás la película.

Lo que se ve hoy y se inaugurará en cosa de semanas es perfectamente creíble: cielorrasos de pinotea oscura en tablas delgadas, pavimentos de pinotea ancha y flotante, paredes de ladrillo a la vista, altos zócalos. Además de rescatar todo lo rescatable –bronces, picaportes, rejas, celosías, maderas, zinguerías y bajadas pluviales de hierro dulce– el equipo de García aprovechó que el ingeniero Jorge Ctibor había rescatado las demoliciones de la fábrica para hacer el supermercado. Así se pudieron reemplazar las pinoteas arruinadas aprovechando las viguerías de uno de los galpones de secado –que tenía una hectárea de superficie y debía contener un verdadero bosque–. Y al que mire de cerca los muros interiores le señalarán una peculiaridad: están hechos con ladrillos que no se podían vender, por crudos o por demasiado cocidos. Parece que desde que el mundo es mundo las ladrilleras tienen, en cada hornada, un porcentaje de ladrillos que se pasan o no llegan a punto. Esos ladrillos se usan para construcciones propias. Así, la casona exhibe paredes de ladrillo ennegrecido y paredes casi rosadas, de ladrillos “bayos”.

El único agregado a la casona fue accidental. Resulta que abajo de una de las patas cortas de la U, donde por siempre estuvo el despacho del presidente de la firma, apareció un pozo de basura anterior a la casa. Sus contenidos fueron cuidadosamente excavados e incluyen desde frascos de esencias que importaba el primer Ctibor a botellas de agua mineral francesa anteriores a la Primera Guerra Mundial, pasando por piezas de juegos de vajilla que, todavía hoy, la familia sigue usando. El pozo fue reforzado y se cavó una entrada para visitantes, que podrán ver una muestra de lo que se encontró en él.

Para un futuro quedarán dos estructuras menores adosadas a la casa principal, que fueron vivienda de gerentes y jefe de planta, y que son posteriores a la primera construcción. Estas alas servirán de talleres y oficina para el museo. La futura exhibición, planeada por la arquitecta Cristina Avinceta, se propone poner en contexto una actividad industrial fundamental. Uno piensa que siempre hubo ladrillos y que deben aparecer como los hongos, por sí mismos. Pero como todo en esta vida, son un producto simple de una cadena de producción complicada. Esta es la historia que se proponen contar y las exhibiciones incluirán la reconstrucción del escritorio original –la oficina de administración, máquinas, herramientas y por supuesto muchos ladrillos–.

Entonces, pronto se podrá recorrer el museo, mirar el horno y las chimeneas, y asomarse a las tres casas de enfrente, todas de época y todas propiedad de la familia. En un país que no tiene ni un museo de arquitectura –El Marq de Callao y Libertador es en realidad una sala de exhibiciones–, este museo del ladrillo resulta, como se dijo, una patriada. Y también el rescate de una casa francamente encantadora.

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