Sábado, 5 de enero de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
El diseñador colombiano Gabriel Sierra se mete con esas cosas que no parecen tener uso comercial. Sin pudor, materializa preocupaciones domésticas aparentemente triviales y emociones inconfesables. El diseño es más que producir nuevos objetos.
Por Luján Cambariere
Que el diseño es más que proyectar nuevos objetos, muchos lo saben. Aunque son pocos los que se arriesgan a coquetear con las fronteras. Y muchos menos aún, los que logran hacerlo de un modo que trascienda. A fuerza de escuchar historias –relatos de infancias, antepasados y anécdotas–, enseguida se vislumbran ciertos aspectos que dan esos rara avis de la disciplina que sus pares, los diseñadores, consideran artistas y los artistas, diseñadores.
Gabriel Sierra es uno de ellos. Sus piezas se destacan por su humor e ironía. Aunque quizás lo más interesante de su trabajo sea que habla de esas cuestiones íntimas, aparentemente nimias, que pocos se animan a confesar. Preocupaciones o angustias de las que pocas veces nos jactamos, pero que marcan el pulso cotidiano de nuestras vidas. Desde la sensación de inestabilidad que genera la ausencia del ser amado, pasando por la soledad o la envidia, a la preocupación más trivial de cómo hacer madurar la fruta. Para todas ellas, él encuentra respuestas. Sin pudor, se mete con las emociones. Las desmenuza, las materializa y las expone. Y en ese ida y vuelta, además de sacarnos una sonrisa, nos hace cómplices de tantos sentimientos compartidos. Así se ocupa de un sinfín de necesidades hogareñas como fabricar una estructura para aves, que no es más que un palo y papel de diario, para que un loro haga sus necesidades o crear un horno de papel para madurar frutas (y también uno para calentar gatos). En versión más botánica, ideó un canguro con un compost especial para que las plantas parásitas no absorban la sabia de los árboles y así, el huésped y el portador puedan vivir en armonía y un “espantapájaros para gusanos”, sistema que coloca en los árboles con hojas de tabaco que actúan como insecticida orgánico. También medias para mobiliario emulando a las amas de casa y su costumbre de ponerles tapones a las sillas para no hacer ruido o rayar el piso.
En esta sintonía, Sierra también se ocupa de cuestiones físicas como proyectar refugios o microarquitecturas para proteger las heridas de los pies, barricadas para prevenir el mal de ojo a los recién nacidos (una cinta como la de protección vehicular pero roja). Y, por supuesto, de las espirituales como idear una bombilla para personas solitarias o un “dispositivo de consuelo para ausencias temporales”, un globo que se infla con el aliento del ser querido que se ausenta y dura casi tres semanas. También ostenta cristales para hacer llorar, jabones tallados, en una reflexión que entiende que la envidia es una cuestión visual (“entra por los ojos”, dirá). Y un almohadón para soportar diálogos modernos. Por último, entre otros, en una crítica directa al diseño, presenta un ladrillo ergonómico que no es otra cosa que un ladrillo recubierto con felpa (“pensando en, por ejemplo, los indígenas que nada tienen que ver con el mundo del diseño que inventó la silla, se sentaban en cuclillas y no tenían problemas de espalda ni estrés”, detalla).
Básicamente, porque en todo momento Sierra se pregunta sobre cuestiones como el consumo o la sabiduría intrínseca de la naturaleza, pero básicamente sobre el rol de su disciplina. “Diseño es una palabra extraña, dirá a su tiempo. Se refiere a todo lo construido por el hombre pero a la vez desconoce todo lo que hace el hombre”, sostiene quien cree que las personas más creativas son las que nada tienen que ver con el diseño. De hecho, de ellas hablan sus piezas.
–¿Qué edad tenés y de dónde sos?
–Tengo 32 años y soy de un pequeño pueblo de la costa Caribe, a una hora de la playa, llamado San Juan de Nepomuceno. A pesar de ser zona roja es un pueblo muy apacible donde pasé una infancia muy linda. Mi papá es campesino y en el pueblo la idea es que termines la escuela y te salgas a estudiar otras cosas fuera. Yo me fui a Bogotá. Primero estudié arquitectura. Tenía un tío de Barranquilla que era arquitecto y esa idea de la modernidad la recibí de niño a través suyo. Pero enseguida me di cuenta de que no era lo que quería para mí y a través de un amigo que estudiaba diseño apliqué y me cambié a industrial.
–¿Cómo fue eso de pasar de un pueblo a una ciudad como Bogotá?
–Yo soy medio particular porque no extraño las cosas de antes. Siempre trato de encontrar lo interesante que tiene cada lugar, de entender cómo funciona. Además trato de no tener expectativas de nada y eso me parece que es bueno porque uno vive naturalmente las cosas como se presentan. La universidad era interesante pero una burbuja porque no perfila a los estudiantes para encontrar su espacio en el mundo real. Antes de salir, tienes que hacer una práctica en una empresa y yo hice la mía en una de publicidad. Creo que eso fue lo que me traumatizó. Y me empujó a buscar otro camino. Empecé a leer muchísimas cosas, historia del diseño. Y a ser terco de cierta forma. A ver las cosas como yo creía.
–¿Qué hiciste al salir?
–Cuando estuve fuera me di cuenta de que estaba en un lugar que no era el apropiado para hacer diseño, donde la gente no cree en lo que tú haces. Que te contratan para hacer una cosa y en realidad quieren que hagas las ideas del dueño y no creen en lo que les puedes ofrecer. Entonces empecé lo propio. Tengo una libretita de anotaciones donde todo el tiempo estoy observando, mirando y dibujando. Y así fui sumando y sumando cosas hasta que las empecé a sacar de la libreta y fui haciendo el primer objeto. Pero lo que me ayudó muchísimo en Bogotá fue que me empezaron a invitar a espacios de arte. El primer proyecto fue una muestra en el 2001, que se llamaba Doméstica, donde un curador invitó a fotógrafos, artistas y periodistas que trabajaban el tema de la casa. Pero en el fondo a mí me invitaron para que hiciera los muebles, el concepto de la exhibición y yo hice esquemas de lo que podían ser esos muebles. Ahí fue cuando empecé a descubrir mi trabajo, qué era lo que realmente me interesaba. Cómo la gente se relaciona con las cosas, cómo los objetos son el reflejo de la idea que las personas tienen del mundo. Entonces, la idea que se tiene del diseño industrial de hacer un producto tras otro ya no va para mí.
–¿Qué fue lo primero?
–Hacía muchas cosas en simultáneo. Mi taller parecía más un muestrario que una colección de objetos. Hacía ensayos, pruebas, experimento. Y fue difícil al principio, pero luego, un periodista español que estuvo en Colombia, fue como el primero que descubrió mi trabajo. El sacó un artículo en la revista Experimenta. Y entonces es como que tú empiezas a creer en ti. En Colombia nadie creía en mi trabajo. Para los diseñadores soy artista y para los artistas, diseñador. Entonces estoy como en el limbo, no soy nada. De una forma me sacan de todos lados.
–¿Cómo describirías tu trabajo?
–A mí me gusta indagar sobre las necesidades reales de las personas. Por eso a veces mi trabajo tiene que ver más con el lenguaje, con expresar lo que no se puede decir con palabras. Para empezar, me interesa investigar el contexto natural de la gente o cómo la gente resuelve sus problemas, sin entrar en el consumo. Sin tener que ir a una tienda. De cierto modo son preocupaciones que no le interesan a una multinacional, como un loro que vive con su dueño. Sobre todo porque las necesidades últimamente son inventadas. En la naturaleza todo tiene un sentido, en cambio el diseño es muchas veces superficial, un capricho. Aunque también puede ser una mirada a largo plazo. Como semillas, capullos que están por germinar, entonces es muy importante la labor de las personas que crean cosas.
–Tenés varias preocupaciones: el consumo, el aprender de la sabiduría intrínseca de la naturaleza, el emplear el diseño de objetos para comunicar ideas.
–Es que yo creo que cuando observas la realidad y de alguna forma tienes la posibilidad de interferir en ella con tu trabajo, tienes una responsabilidad. Históricamente el diseño de cierta forma lo que intenta es planear el futuro de las personas. Lo que pasó con la modernidad, que pensaban un montón de ideales. Una cantidad de estrategias para que la gente pudiera vivir mejor. Ideas que en la actualidad resultan ridículas. Pero lo que a mí en realidad me interesa es que si tú estás haciendo objetos, de algún modo tienes una gran responsabilidad. Entonces pensaba que las personas que más poder tienen son los políticos y los ricos, porque son los únicos con la posibilidad de decidir por el futuro de otros. Pero en el fondo, los que verdaderamente tienen esa posibilidad son los artistas y los diseñadores, los que verdaderamente crean cosas nuevas para la gente. Los que de cierta forma inciden en la creación de lenguajes y de ideales. Yo también entiendo al objeto como un sistema para comunicar. Más allá de la eterna discusión de la función y la forma, son estrategias de comunicación para adaptarnos. El sistema de consumo lo que hace es inventarte problemas y las necesidades son inventadas. Y después nos volvemos esclavos de ellas. Por eso mi trabajo se enfoca en las necesidades reales de la gente que no son manipuladas por la sociedad de consumo. Entonces, el horno para madurar frutas o la lámpara para personas solitarias hablan de la intimidad de las personas. Yo siempre hablo de los ejemplos de la naturaleza. De cómo, por ejemplo, un ave construye su nido. Si tiene tres huevos no le construye un nido a cada huevo porque es ella la que les da calor a los tres. Entonces en la naturaleza todo está pensado de una forma eficiente. Incluso el nido cuando es abandonado es reutilizado por otras aves o toman la materia prima.
–¿Cuál es tu máxima herramientas como diseñador? ¿La sensibilidad, la mirada?
–Es difícil de explicar. Pero hay problemas y tú eres como un observador de la realidad y te cuestionas todo el tiempo. Yo no hago caricaturas para periódicos pero en cierta forma parecen eso. Me gusta que mis objetos funcionen de alguna forma como caricaturas. Que cuestionen la realidad o las cosas duras de la vida pero haciendo reír. Porque, además, yo creo que el humor es como un lujo que tenemos los seres humanos por derecho propio. Es un idioma, el mejor catalizador. Pienso que los animales tienen mucho humor y los humanos lo perdemos. Por eso pienso que deberíamos ser cada día más como animales. Nosotros como seres humanos somos seres sociales. Creamos redes de afecto, pero para estas redes no hay lenguaje, sino uno particular que le interesa a la misma red, como un sistema cerrado y lo que yo quería hacer era crear evidencias de que eso existe. Las tradiciones orales. A la historia no le interesan esas trivialidades, entonces a mí me interesa precisamente hacer como evidencias materiales o visuales de eso. La sociedad de consumo no está interesada en el afecto, el humor, la soledad. Yo cuento historias que otra gente no se atreve a contar. Y a veces creo imágenes que no son objetos pero que son ideas y hablan de mis problemas.
–En definitiva, las cuestiones que mueven nuestro mundo más concreto.
–Absolutamente. Ahora hay una cosa preocupante, todos quieren parecerse, tener las mismas cosas. Y el mundo del diseño, la industria del diseño, se mueve en la superficie. Creo que antes era menos efímero. Por eso a mí me interesa ver cómo funciona cada lugar. Y entender de dónde venimos. Yo pienso que lo más importante es el ejercicio de vivir día a día. Eso involucra problemas y el diseño está en cada uno de esos momentos. A veces el diseño complejiza las cosas, por eso cada vez me gusta más el diseño anónimo. Ese que nadie sabe bien quién lo inventó y que la identidad se la pone la gente que lo usa.
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