Sábado, 4 de febrero de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Desde 2002, los obreros de la empresa Cristalux gobiernan su fábrica como Cooperativa Cristal Avellaneda. Acaban de reeditar un clásico del diseño criollo: la vajilla con el proceso Durax, baluarte de la industria nacional.
Hay frases que nos transportan al pasado, por vía de la nostalgia. Cuando uno llega a la planta de la ex Cristalux, hoy fábrica recuperada a pulmón por los obreros, el viaje en el túnel del tiempo es instantáneo pero tiene un sabor amargo. Desde que uno va llegando por la calle Hipólito Yrigoyen en Avellaneda, en lo que es hoy un cementerio de fábricas se puede imaginar el descalabro. Por más que los obreros dejan la vida desde el 2002 en el proceso de recuperación y este gigante de ocho manzanas empieza a dar señales de vida, siguen muchos de los síntomas de una larga agonía que estuvo a punto de arrebatársela. Paredes descascaradas, pisos y techos rotos, máquinas desmanteladas y hornos, corazón de una fábrica de vidrio, apagados. En medio de esa desolación, la mejor metáfora: la del fuego que hoy eclipsa desde los nuevos hornos que lograron poner en marcha. Pero sobre todo la del fuego interior de estos obreros que hicieron carne el slogan de “para toda la vida” de la marca Durax cuando era un emblema de la industria nacional en los ’70.
Gustavo Cristaldo, síndico del sector de producción, y Osvaldo Donato, secretario de la cooperativa y del área de embalaje y depósito, son los encargados de contar la epopeya desde un presente que los tiene victoriosos. Sobre todo porque esta recuperación de la nada tiene mucho de batalla contra los saqueos, el espionaje y el hambre.
HISTORIA DE UN SAQUEO
Cristaldo entró en la fábrica en 1988 y Donato en 1979. Los dos lograron vivir la época de oro, con 4 hornos, 11 máquinas y 900 obreros trabajando a full produciendo más de dos millones de unidades mensuales de vasos, platos y frascos. Cristalux es una firma antigua, fundada en 1896. El friso del frente de la fábrica es de 1941 y muestra hombres enérgicos trabajando en las distintas faenas del vidrio. Hoy ambos cuentan cómo se fueron dando los acontecimientos que los alejaron de esa época. “Estando acá sentado (en las oficinas gerenciales) uno se va dando cuenta de cómo se fueron suscitando los acontecimientos, que tal vez nosotros no quisimos o no pudimos ver por cuidar el trabajo”, cuenta Cristaldo. “Antes estabas jugando el partido, pero cuando se terminó y te fuiste a la tribuna, lo ves de otra forma”, dice Donato.
Y continúan: “Hasta el ’95 se puede decir que estábamos trabajando bien, pero después, cuando se armó todo, porque esto se armó, fue planeado, con decir que entró a trabajar gente de la competencia, que de la noche a la mañana pasaban de arreglar computadoras a la gerencia. Nosotros éramos obreros, qué íbamos a decir. Al tiempo implantaron una empresa fantasma, así todas las deudas venían para Cristalux y las ganancias a la otra. Un plato acá se vendía a 0,50 centavos y ellos lo pagaban 0,10 centavos. Ganar no ibas a ganar nunca”, relatan. El 19 de octubre de 1999 se decreta legalmente la quiebra. Antes de eso, los obreros venían sufriendo un sinfín de atropellos y abusos, que de nuevo soportaban por no perder la fuente de trabajo, su oficio, para muchos su segundo hogar.
Nada fue contemplado. En la quiebra entraron sus sueldos adeudados de meses, ni hablar de una indemnización. “Es real que la política de los ’90 de apertura a las importaciones mató a muchas empresas, pero ésta tenía una ventaja. Vos rompés algo, lo molés y lo volvés a fundir. Acá todo se recicla, lo que no hubo fue una intención, o mejor dicho el negocio pasaba por otro lado.” Así, cuentan, después del ’99, y a pesar de la quiebra, “seguimos laburando con la ilusión de que las cosas podían salvarse. El tema es que los dueños tenían galpones en San Martín, donde iba a parar la mercadería. Tenían todo planeado para una vez que terminaran de vaciar esto, la despachaban desde allá y seguían ganando. Saber eso, psicológicamente nos mató”, cuenta Donato, que fue el primer empleado en llegar a la planta el día del cierre definitivo, el 12 de diciembre de 2001.
“Ese día no nos dejaron entrar. Yo fui el primero, ya que entraba a las cuatro de la mañana. Detrás de mí quedaron unos 400 muchachos. Primero dejaron una guardia y al poco tiempo apagaron los hornos. Los que trabajamos en esto sabemos lo que eso significa: un horno que apagás lo matás. Hasta uno lo dejaron con vidrio adentro. No sirve más.”
PURA GARRA
Lo que sigue es un ejemplo de lucha y tesón. Como los abogados les decían que no había posibilidades de reapertura frente a la quiebra, en una primera instancia no les quedó otra que salir a buscar otro trabajo. Tiempo después, que ellos tienen grabado en el corazón a fuerza de factores como el clima, los vecinos les avisaron que se estaban robando la fábrica. “Nos juntamos unos 200 compañeros el 25 de mayo del 2002. Hacía tanto frío. Igualmente decidimos poner una carpa y hacer vigilancia. Así se evitó lo que quedaba del saqueo. Hasta que el 19 de julio pudimos entrar con orden de la jueza.” Aclaran que recibieron ayuda de la Federación de Cooperativas de los Trabajadores de Buenos Aires (FeCoTra), ya que la cooperativa siempre buscó tener una cobertura legal sólida.
Cuando entraron, la desazón fue total: lo poco que quedaba estaba inutilizado. Frente a esta perspectiva, de los 200 que entraron quedaron 60. “Estuvimos más de ocho meses barriendo y poniendo todo en condiciones sin cobrar un peso. Los que veníamos lo hacíamos colados en el tren o a pie. En mi caso, en bicicleta. Yo venía del cementerio de Lanús, 74 cuadras de ida y 74 de vuelta, las conté. Ahora digo con orgullo que hoy me doy el lujo de viajar en colectivo”, cuenta Donato. Rescataban lo que se podía, frascos y vasos que habían quedado, y se los daban a las mujeres que salían a canjearlos por pan y verduras en los locales del barrio. Las mismas mujeres a las que después les tocó picar y limpiar los ladrillos del horno inutilizado con el que pudieron armar uno nuevo, de 500 kilos, y así empezar a fabricar los primeros ceniceros, floreros y piezas de regalería. Como no tenían luz, trabajaban del amanecer al anochecer. Para capitalizarse un poco y comprar moldería, vendían chatarra y cartón para juntar dinero. Los primeros clientes en contactarse, con su confianza y primeros encargos, también ayudaron. Además de los vecinos, que les dieron alimentos en el tiempo de la carpa y luz cuando no tenían.
Así, la historia sigue al paso de los hornos que fueron haciendo o recuperando. El de una tonelada y media, con el que empezaron a fabricar compoteras, vasos girados y platos a prensa. Después llegó el de dos toneladas y media. Mandaron a hacer moldería. Llegaron a hacer 2000 platos por turno, un promedio de 6000 por día, y 5000 vasos. De ahí el salto fue al de 10 toneladas y automatizado. Esa, cuentan, fue otra tarea titánica, ya que hubo que hacer un pozo gigante en la planta para instalar la parte automatizada. Pero eso les permitió saltar de 6000 a 15.000 platos diarios. A todo esto, sumaron gente que estaba jubilada para que formara a los más jóvenes. Esto tampoco fue casual. Cuando la cosa empieza a mejorar, muchos empleados fueron tentados a trabajar en la competencia y hasta sufrieron sabotajes. “Sabían que íbamos a sacar el color azul cielo y salía verde. Desangramos el horno y descubríamos que habían tirado hierro adentro. La verdad, pasamos de todo”, cuentan.
RESURGIR DE LAS CENIZAS
Hoy en la planta trabajan 170 personas las 24 horas del día. Pararon sólo en las fiestas y piensan hacerlo el 11 de junio, día del cristalero. Hacen platos playos, hondos, vasos, copas, artículos de regalería y hasta lograron producir el famoso proceso Durax. “Aparte de la buena composición que se le pone, secreto a cuatro llaves como el de la Coca-Cola, el quid de la cuestión está en que la procesadora de los platos, en vez de sacar el temple, genera las tensiones y ahí radica la diferencia de calidad con la competencia. Nosotros podríamos haber estado haciendo abuso de la marca tiempo atrás, cuando aún no habíamos logrado llegar al proceso exacto, pero no quisimos. La queremos y respetamos demasiado. Recién ahora que lo logramos le pusimos la marca en el producto.”
En un futuro cercano, lanzan el color blanco y las piezas decoradas. Platos y vasos a rayas, lunares y círculos, algo que no se produce en el mercado local. También tienen nuevos diseños con líneas y ondas en relieve, y por supuesto las clásicas estampas de flores o tramas de los legendarios Durax que producen, ahora sí, un delicioso flashback a la infancia.
Tienen planeado incorporar más gente, con la meta de llegar a los 500 obreros gracias al horno de 70 toneladas. “Todavía hay mucho por hacer. Sobre todo concientizar día a día a la gente, a nuestros propios compañeros, que esto es de ellos. Porque acá hay algo que también nos importa aclarar: nosotros no buscamos esto. No nos quedó otra. Nunca imaginamos, cuando éramos obreros, que tendríamos que mendigar o cirujear para mantener nuestra fuente de trabajo, nuestro oficio”, rematan.
Los clientes hoy siguen llegando de boca en boca. Tienen un piso en la exportación (en la época gloriosa, cuentan, la firma exportaba a toda Latinoamérica, parte de Estados Unidos e Israel), aspiran a concretar en breve la expropiación y hasta ostentan un primer aviso publicitario en televisión. Un revival de ese león vendiendo Durax al que de nuevo ellos hacen tanto honor.
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