Domingo, 7 de mayo de 2006 | Hoy
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Por Paul Auster
Me mudé a París en febrero de 1971, un par de semanas después de cumplir 24 años. Llevaba un tiempo escribiendo poesía, y el camino que desembocaría en mi primera reunión con Beckett comenzó con Jacques Dupin, un poeta cuya obra yo había estado traduciendo desde mis días como estudiante en Nueva York. En París nos hicimos muy amigos, y como Jacques era el director de publicaciones de la Galería Maeght, a través de él conocí a Jean-Paul Riopelle, un pintor franco-canadiense que exponía en la galería. A su vez, a través de Jean-Paul, conocí a Joan Mitchell, la pintora norteamericana que vivía en una casa que había pertenecido a Monet, en el pueblo de Vétheuil. Años antes, Joan había estado casada con Barney Rosset, el fundador y editor de Grove Press, y por eso ella y Beckett se conocían bien. Una noche, hablando de literatura, ella se dio cuenta de la importancia que tenía Beckett para mí, y entonces me miró y me dijo: "¿Te gustaría conocerlo?". "Sí –le respondí–. Por supuesto que me gustaría." "Bueno, entonces escribile una carta –me dijo–. Y decile que yo te dije que lo hicieras."
Me fui a casa y escribí la carta. Tres días después recibí una respuesta de Beckett informándome que me encontrara con él en La Closerie des Lilas la semana siguiente.
No recuerdo qué año era. Puede que haya sido 1972, o incluso 1974. Partamos la diferencia y digamos que fue en 1973.
Lo vi una sola vez después de aquel encuentro –durante una visita a París en 1979–, y a lo largo de los años intercambiamos algunas decenas de notas y cartas. Difícilmente nuestra relación podría clasificarse como amistad, pero dada mi admiración por su obra (rayana con la idolatría durante mis años de juventud), nuestros encuentros y correspondencia eran sumamente preciados para mí. De entre una horda de recuerdos, citaría la generosa ayuda que me brindó mientras yo armaba el Random House Book of Twentieth-Century French Poetry (en el que contribuyó con traducciones de Apollinaire, Breton y Eluard); el emocionante discurso que le escuché una tarde en un café de París acerca de su amor por Francia y lo afortunado que se sentía por haber pasado su vida adulta allí; las amables y alentadoras cartas que me escribió cada vez que yo le enviaba algo que había publicado: libros, traducciones, artículos sobre su obra. También hubo momentos graciosos: una impávida crónica de su única estadía en Nueva York ("Hacía tanto calor, me la pasé apoyado en las barandas"), por no hablar de esa frase inolvidable de nuestro primer encuentro cuando, gesticulando con su brazo y fracasando una y otra vez en su intento por captar la atención del mozo, giró hacia mí y me dijo, en ese suave acento irlandés que tenía: "No hay mirada en el mundo más difícil de atrapar que la de un camarero".
Todo eso, sí, pero es otro comentario de esa misma tarde en La Closerie des Lilas el que se destaca por sobre todos los demás, y no sólo porque revela mucho de Beckett como hombre sino porque habla del dilema con el que todos los escritores conviven: la duda eterna, la inhabilidad para juzgar el valor de lo que uno ha creado. Durante la conversación, me contó que acababa de terminar de traducir Mercier y Camier, su primera novela francesa, escrita a mediados de los años ‘40. Yo había leído el libro en francés y me había gustado mucho. "Un libro maravilloso", le dije. Yo era casi un chico, y no pude contener mi entusiasmo. Pero Beckett sacudió su cabeza y me dijo: "No, no, no, no muy bueno. De hecho, acabo de dejar afuera un 25 por ciento del original. La versión en inglés va a ser algo más corta que la francesa". Yo dije: "¿Por qué haría algo así? Es un libro maravilloso. No debería haberle quitado nada". De nuevo, Beckett sacudió su cabeza: "No, no, no muy buen bueno, no muy bueno".
Después de eso, empezamos a hablar de otras cosas. Y de la nada, cinco o diez minutos después, se inclinó hacia mí sobre la mesa y dijo: "¿Realmente te gustó, huh? ¿Realmente pensás que es bueno?".
Era Samuel Beckett, y ni siquiera él tenía noción del valor de su obra. Ningún escritor lo sabe realmente, ni siquiera los mejores.
"Sí –le dije–. Realmente pienso que es bueno."
Este texto pertenece al libro Beckett Remembering/Remembering Beckett editado por James y Elizabeth Knowlson para el centenario del nacimiento del autor irlandés, y que acaba de aparecer en la editorial
inglesa Bloomsbury.
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