Domingo, 20 de marzo de 2016 | Hoy
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Un director de teatro elige su película favorita: Martín Marcou y Laberinto de Jim Henson
Por Martín Marcou
La primera película que recuerdo haber visto en mi vida es Laberinto, de 1986. En el año ‘89, tres años después que se estrenó la película yo tenía 11 años y la televisión recién llegaba al pueblo donde me crié. Recuerdo claramente cuando vinieron a instalar la parabólica, fue durante un crudo invierno de esos bien santacruceños donde los grados bajo cero son insoportables y el viento sacude los techos. Éramos 160 personas viviendo en Tres Lagos, no había luz eléctrica hasta que logramos que llegue a la zona y los días se acababan para nosotros cuando comenzaba a oscurecer. Hasta que la parabólica nos permitió agarrar tres canales de aire: lo más cercano a una experiencia televisiva o cinematográfica era solo mi deseo de poder ver algún programa o esas películas de las que hablaban mis amigos que se iban de vacaciones al “Norte”.
Los Paredes eran tres hermanos rubios y hermosos que siempre tenían todo aquello que a mí me parecía inalcanzable; la última tendencia en juguetes incluyendo los relojes de Batman y He – Man, las bicicross con tapas con dibujos en las ruedas, los joggins arrugados con campera que usaban los chicos y las chicas de Festilindo y hasta la zapatillas última moda que le mandaban de Necochea y que yo había visto en una revista. La mayor era mi noviecita y con los otros dos jugábamos siempre, eran los hijos del doctor del pueblo, tenían una madre obstetra que era una diosa descomunal de la que todos estábamos enamorados y además la única video grabadora del pueblo. Fue en la casa de Los Paredes que se organizaron las tardes de cine. El gran suceso ocurría los domingos y la película que abrió el ciclo fue la que se convertiría en uno de mi filmes predilectos para toda la vida. La tapa del vhs era magistral, te invitaba a soñar. Cuando vi a Jennifer Connelly etérea e impoluta y a la vez enojada con su medio hermano bebé que no paraba de llorar, flasheé. Verla pidiendo que el rey de los Goblins se lo lleve, y minutos después ver a un misterioso e impactante David Bowie advirtiéndole que, si en trece horas no cruzaba el Laberinto, el bebé se convertiría en duende, me fascinó de un modo descomunal. Un mundo se abrió ante mí, mi imaginación desbordó, cedió a todo lo que esa maravilla me proponía. Todo cambiaba de pronto en ese espacio en apariencia interminable, se alteraba, nadie era quien decía ser, los nuevos amigos que Sarah iba conociendo eran uno más asombroso que el otro y además llenos de magnífica humanidad, a mi entender, uno de los grandes aciertos de la propuesta. Hoggle, el enano malhumorado se volvía querible pese a su personalidad escurridiza, el resto de los personajes, los que la ayudaban y los que la confundían me volvían loco, tanto o más que las canciones interpretadas por ese ser mágico que interpretaba Bowie. Todos y cada uno con sus particulares momentos hicieron más hermosa mi infancia.
La película habla, entre otras cosas, de la pérdida de la inocencia, de la capacidad de construir decisiones que tienen sus consecuencias, de cómo un viaje decisivo te transforma y de cómo, más allá de que a veces hay personas cuya naturaleza perversa los vuelve terribles frente a la mirada de los demás, albergan en su interior una pizca de bondad que puede volverse luz.
Laberinto expone todos los elementos del género de fantasía y aventuras a la perfección y resiste el tiempo. Han pasado 30 años desde su estreno y sigue intacta, los efectos especiales son muy buenos para la época en la que se hizo, los muñecos están súper bien hechos y el espíritu es tan fuerte e imponente que pensarla me emociona.
Esta película tiene mucho que ver con que yo haga teatro, incentivó mi imaginación, me invitó a seguir jugando, a soñar otros universos posibles, a pensar que otras sensibilidades eran factibles de experimentar y que si no existían otros mundos yo los podía crear, primero en mi cabeza, después escribirlos y más tarde materializarlos.
Hace poco tuve la oportunidad de entrar a uno de los laberintos más grandes de Sudamérica que está ubicado en El Hoyo, provincia de Chubut. La alegría que experimenté fue indescriptible. Esa experiencia vivida hace tantos años atrás se volvía ahora realidad. Me paré frente a la entrada del laberinto, cerré los ojos y volví a mi pueblo, a ese domingo donde mientras mi maestro de primaria ponía el vhs en la videocasetera, yo no podía disimular la emoción que me producía ver a mis once años una película por primera vez en mi vida.
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