Domingo, 29 de mayo de 2016 | Hoy
TEATRO 2 > LA PIEL DEL POEMA
En su más reciente puesta, Ignacio Bartolone apuesta a un policial anómalo, que transcurre a orillas del Paraná y reconoce influencias de Ricardo Zelarrayán y de María Elena Walsh. La piel del poema mezcla el relato de aparecidos con una historia de amor queer y amistad, regada con un poco de Ezra Pound y otro poco de marihuana.
Por Mercedes Halfon
Ignacio Bartolone dice que le gusta pensar La piel del poema como un policial fumado. Todas las referencias locales que nos trae esa definición –de Manuel Puig o algunas de las primeras obras de Javier Daulte, de Carlos Busqued a Alejandro López– de algún modo nos acercan a su obra. La frase es, en todo caso, una buena puerta de acceso a un mundo colorido y complejo, que sobreimprime muchas otras definiciones posibles, todas ellas inventadas, anómalas y exóticas, como podrían ser Ars poética bizarra, fantasmagoría romántica, grotesco contemporáneo, oda litoraleña queer y muchas más. La piel del poema es una pieza única, pero que dialoga con toda una tradición literaria y teatral local; por eso no es ocioso tratar de pensar su género, aunque se resbale y salga disparada, siempre vinculándose con un más allá de sentido, un deslizamiento que dice más de la obra que simplemente una ubicación.
Como buena parte de la mejor poesía argentina, la acción de La piel del poema ocurre frente al río Paraná. Atardece y dos mejores amigas llegan hasta sus orillas para pasar un rato distendido. Una de ellas quiere hacer una confesión a la otra, que le pesa y necesita descargar como piedras del fondo de su corazón. Entre yuyos altos, huevitos de yacaré y bosta reseca se disponen a fumar un cigarrillo de marihuana y charlar mientras la caída del sol ocurre, pero cuando se encuentran en plena conversa ya echando humo, se abre paso un espíritu errante desde el centro mismo del agua. Es el Gaucho Elías Mamerto Gómez, un aparecido de camisa y bombacha desgarradas por las que se asoman algas de río. Verde y azulado, el paisano viene montado en un fierro largo cuya punta es la cabeza de un caballo y brama por un amor perdido. En un confuso episodio rapta a Estefi –la más menudita de la dupla– a la que confunde con su ex Juan Laudencio, probablemente perecido varias décadas atrás. Paralelamente a estos sucesos, y sin sospecharlos en lo más mínimo, en otro extremo del mismo paisaje hacen guardia dos oficiales de prefectura. Uno duerme la mona y el otro escribe poesía. Muñido con un walkman en el que escucha unos episodios de Audio Poesía por Entregas, en los que se imparten instrucciones para –siguiendo las pautas de Ezra Pound– escribir con ritmo, imagen y sentido. Mientras su compañero duerme, este oficial sensible practica versos como: “Los sábados, sábados, sábados, los jóvenes, jóvenes, jóvenes, de noche, noche, a la noche, salen en motos, motos, motos, que chocan, chocan, se chocan, y entonces, ya no salen, no salen, no salen, mas los sábados, sábados, sábados, de noche, de noche, a la noche. Hay que usar casco.”
Estas dos líneas de la historia van a cruzarse y es así como el extrañado policial tendrá lugar. En el medio, el magnético personaje del aparecido, el Gaucho Gay que se despacha con monólogos en distintos momentos de la pieza. Es encarnado por Marcos Ferrante, un actor de impronta propia e imponente despliegue físico, entrenado en el disparate y la actuación en solitario, que logra que suenen naturales las rimas obscenas con su voz gutural, la parodia gauchesca y el estilizamiento de manos. Toda una historia que no se cuenta sino que se alude, como una precuela de esta obra, que como él mismo dice, se llamaría “Secreto en la tapera”.
Una vez planteado el asunto de La piel del poema, vale la pena detenerse en la particular y puntillosa construcción del habla de estos personajes. Toda un acervo literario del litoral y la pampa húmeda parece confluir y a la vez, ser traicionado. Como un homenaje jocoso, la obra hace hablar a los personajes con términos y figuras de enorme simpatía en la que es posible reconocer un tono, para luego desconocerlo, encontrarse con la pura invención literaria, la prepotencia de la voz autoral de Bartolone. Por dar un ejemplo, es así como se queja Merka –la amiga más grandota– cuando se queda sola luego de la aparición del fantasma y el rapto: “Pensaba equivocada, estaba confundida y ahora me quedé sola, más sola que loco malo. Tenías razón, pajarita, sola y loca me quedé, re locanio quedé yo. Por mala, por impura, por manflora, almejera, bigotuda, leñadora, soldadora, mata indias, granizada, tortona enamorada. Me voy, se acabó… (Se mete en el agua) a morirme voy, llevame río, llevame y ahógame… transfórmame en algo mejor, alimento para la fauna litoral, ojalá el agua me lave esta pena, ojala a los yacaré… les guste la torta.”
Las influencias de Bartolone son más o menos delictivas y entre los nombres que se agolpan figuran, en sus palabras: “El enorme mascarón de proa es Ricardo Zelarayán, La piel del poema intenta ser un homenaje permanente a La piel del caballo, a Lata peinada, a su prosa poética, a su poesía hablada y angulada. Seguidos sin orden de relevancia, se perfilan los aportes y choreos a mis poetas favoritos, Francisco Madariaga, Daniel Durand, Arnaldo Calveyra, Martín Rodríguez. Pero también todo el nonsense que la obra porta, viene directamente de la educación sentimental forjada, por parte de una de las escritoras para mí más raras y libres de la literatura argentina, María Elena Walsh.”
En su obra anterior, Piedra sentada, pata corrida, el director construía una “farsa civilizatoria”, una apostilla teatral sobre la célebre dicotomía civilización y barbarie, llevada al terreno de lo escatológico, lo burlesco y lo gozoso tal como puede ser el teatro. En esta obra, como en aquella, se rodea de buenos actores. El elenco de La piel del poema lo completan Luciano Ricio, Cristina Lamothe, Karina Elsztein, Ariel Pérez De María, además del mencionado Ferrante, que logran dar cuerpo al delirio híper construido que se propone el dramaturgo-director con las palabras. El espacio escénico, como en aquella obra, es también pobretón y aniñado, como una escenografía escolar para representar canciones de su amada María Elena. Farsa civilizatoria o novela rosa escrita con barro –tal como también define a La piel del poema su autor– lo que llama la atención en estas dos obras es su enorme voluntad de forma, de generar una estética autónoma, sin contacto con la llamada realidad y las estéticas que intenta representarla: “Hay de mi parte un interés concreto para con la construcción del lenguaje y de tramas que yo considero disonantes. Me sucede que no sé ni quiero escribir sobre la realidad, o sobre la idea que se tiene de ella. Para mí de eso se ocupan los medios masivos, la política y el yoismo permanente en el que vivimos con las redes sociales. Yo creo en la evasión de la ficción, no de aquella que pretende venderte algo si no de la otra, la que te invita a desaparecer por un tiempo y volver modificado.”
Algo de eso pasa con esta obra. Vinculada también con las búsquedas de Mariano Tenconi Blanco o Ariel Farace de crear mundos y un habla singular en los personajes que acerca la dramaturgia a la poesía. Voces que crecen como el rumor de un río y se expanden como el humo. Como cierra el director: “Me interesa la distorsión de la tradición. Tal como enseñaba Leónidas Lamborghini. La parodia es la estética del hijo, decía Leónidas, y yo, como muchos, me siento hijo de una tradición teatral increíble.”
La piel de poema se puede ver los viernes a las 23, en El extranjero, Valentín Gómez 3378.
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