INVESTIGACIONES
Los hombres de traje gris
Para marzo de 1942, el 80 por ciento de las víctimas del Holocausto seguían aún con vida. Un año después, ése era el porcentaje de muertos. El flamante Aquellos hombres grises de Christopher Browning (Edhasa) explica cuánto tuvo que ver en esa oleada de asesinatos en masa un ignoto Batallón de Hamburgo, formado por treintañeros que nunca votaron al Partido Nazi, jamás se confesaron antisemitas y murieron en el anonimato sin pagar sus crímenes.
Por Sergio Kiernan
¿Cuántas maneras hay de ser un hijo de puta?
Una camada de nuevos historiadores que están mirando con lupa la destrucción de los judíos de Europa está poniendo en primer plano una que suele pasar inadvertida. La del pasivo, la del que encuentra más cómodo la obediencia debida y ser miembro de la barra, aunque termine fusilando chicos con un balazo en la nuca, en un bosque perdido, a solas con los gritos del chiquito.
En 1945 terminó la peor guerra en la historia de la humanidad y los años inmediatos fueron de un balance cada vez más pesado: los crímenes cometidos eran inimaginables en escala y de una crueldad conceptualmente nueva. De esa primera década de posguerra vienen palabras como holocausto y los primeros relatos de la destrucción obsesiva, masiva, a escala continental, de grupos humanos enteros. Rojos, gays, judíos, gitanos, polacos y rusos fueron arrasados por inferiores, por degenerados, en una operación inmensa que costó millones y que, de tan compleja, resultó una de las razones por las que los nazis perdieron la guerra.
Medio siglo después, todavía cuesta crear un lenguaje para describir lo que pasó, todavía es difícil tener una imaginación panóptica que nos permita absorberlo, y ya sabemos que nunca sabremos por qué ocurrió. Auschwitz es realmente un agujero negro que se traga todo andamio moral. La fase que siguió, a partir de los 90 y aparentemente sin fecha de vencimiento, es la de preguntarse cómo pudo ser que alguien participara en semejante masacre. Es que el Holocausto fue un proceso anónimo, de organización industrial, sólo para una minoría burocrática de Eichmanns. La vasta mayoría de las muertes las causaron miles de hombres –y unas cuantas mujeres– que literalmente fueron a buscar sus víctimas a sus casas. Que les hablaron, las miraron a los ojos, las tocaron.
Christopher Browning es un experto en antisemitismo y en este tipo de violencia. Se acaba de publicar en castellano su Ordinary Men (un título más potente que el Aquellos hombres grises de la traducción) que es la historia chica, en primer plano, de un grupo de hombres que mataron artesanalmente a miles y miles. Es el penoso relato de cómo alemanes de clase baja, con antecedentes comunistas, sin antecedentes mentales notables, aceptaron pasivamente la orden de “limpiar de judíos” una región de Polonia.
Fueron 500 hombres del Batallón 101 de la Ordnüngpolizei, la policía del orden, una de las tantísimas fuerzas de seguridad militarizadas que crearon los nazis y que terminaban más o menos enmarcadas en las SS. La Ordnüngpolizei fue usada medio como tropa de segunda línea en los territorios ocupados, medio como grupo de tareas para liquidar partisanos y para limpiezas étnicas. El 101, como prácticamente todos sus batallones, estaba compuesto de gente demasiado mayor para ser reclutada en el ejército, treintañeros o cuarentones que para 1942 –antes de la debacle de Stalingrado– no le hacían falta a la Whermacht.
Los policías del 101 eran hombres hechos y derechos, no chiquilines sin formación. La mayoría tenía familia y el 63 por ciento era de clase obrera, con un 35 de baja clase media. Casi todos eran de Hamburgo, una ciudad en la que los nazis perdieron cada elección y donde las clases sociales que formaban el Batallón votaban sólidamente a los comunistas y a los socialdemócratas. En el verano de 1942, estos mozos, obreros, vendedores de tiendas, kiosqueros y colectiveros –apenas un 2 por ciento eran profesionales modestos, como docentes y farmacéuticos– fueron trasladados a la región de la Polonia conquistada en 1940 que no había sido anexada al Reich y que se conocía como el Gobierno General. Su primer cuartel fue en la ciudad de Bilgoraj.
Browning abre su libro con una frase que pone todo en contexto: “A mediados de marzo de 1942, alrededor del 75 o del 80 por ciento de todas las víctimas del Holocausto seguían aún con vida, mientras que del 20 al 25 por ciento habían muerto. Apenas once meses después, a mediados de febrero de 1943, los porcentajes se invirtieron. En el corazón del Holocausto hubo una breve e intensa oleada de asesinatos en masa”. El 101 fue una parte activa de esta oleada.
Su historia es conocida casi por accidente. A principios de los ’60, los alemanes comenzaron a interrogar unidades enteras involucradas en masacres diversas, una suerte de juicios de la verdad que quedaron mochos. Decenas de integrantes del 101 contaron lo que les pasó y lo que hicieron en detalle, un caso casi único de relato en primera persona desde la otra punta del fusil.
La primera tarea de los batallones de policía fue participar en las deportaciones de judíos en la región de Polonia que les habían asignado, la más poblada de schtetls junto a Rusia occidental. En los reportes y relatos aparece ya para septiembre de 1942, a semanas apenas de comenzadas las operaciones, una rutina de la muerte. Por ejemplo, en el aburrido y complaciente informe de un teniente Westermann, comandante de una compañía del Batallón 133, sobre la “bien preparada acción en Kolomyja” en la que se concentraron 5300 judíos, se “dio caza a 600 más” que se habían escondido en el ghetto y se “ejecutó a unos 300” que eran demasiado viejos o débiles para embarcar. Westermann relata que se separaron 1000 “judíos de trabajo” y se “reasentaron” 4769 usando un tren de 47 vagones de carga que partió escoltado por un oficial y nueve soldados “después del procedimiento habitual de cerrar con clavos y precintar todos los vagones”. El tren, por supuesto, no era para “reasentar” a nadie sino que iban directo a los flamantes campos de exterminio, todavía en fase experimental, cosa que los oficiales como Westermann y sus tropas sabían perfectamente. El mecanismo de negación es tan débil que el propio oficial explica chupamedieramente a su superior que le hizo caso a “la orden del 4 de septiembre” sobre el ahorro de munición y ejecutó “al noventa por ciento” de los judíos débiles “con carabinas y rifles. Sólo se utilizaron las pistolas en casos excepcionales”.
El 101 participó de decenas de “acciones” como ésta con un entusiasmo que se traduce claramente en los informes. Por ejemplo, un reporte cuenta que el batallón “evacuó” 37.000 polacos de sus tierras –villas enteras– para hacer lugar a familias alemanas, usando “sus propias fuerzas y 10 traductores”. Expulsar polacos fue la escuela de los soldados del 101, que al principio se esforzaban “por sacar a todo el mundo de sus casas, sin tener en cuenta si eran viejos, enfermos o niños pequeños”, como relató en su interrogatorio el soldado Bruno Probst. Pero sucesivas “comisiones de inspección” de la SS les fueron señalando a las tropas que así “se perdía mucho tiempo, que no era práctico”. Los soldados entendieron la indirecta, y gradualmente hubo más y más “viejos, enfermos o niños pequeños” que morían a balazos “disparados por suboficiales”.
En julio de 1942, el 101 participó de su primera “acción judía”, en el pueblo de Jósefów, donde se reunieron 1800 judíos de la zona. Esta vez, no había ninguna mascarada de “reasentamiento”: las órdenes eran seleccionar hombres jóvenes para el campo de esclavos de Lublin, y fusilar a las mujeres, los niños, los viejos y los que no servían para trabajar. El pueblito elegido convenía porque estaba aislado y tenía un bosque donde se podía fusilar en paz.
Mismo antes de comenzar la judenaktion pasó algo notable: un oficial se negó rotundamente a participar. El teniente Heinz Buchmann era un hombre de medios, un empresario, y le avisó a su comandante, el mayor Trapp, que “de ninguna manera participaría en una acción como ésa, en la que se asesinan mujeres y niños indefensos”. ¿Fue fusilado el desobediente teniente? De ninguna manera. Como ocurriría sistemáticamente, sólo se le asignó otra tarea, la de llevar a los judíos que no se fusilarían rumbo a la esclavitud. De hecho, el oberst Trapp reunió a su tropa, les explicó su misión y le ofreció a los “soldados de más edad” eximirlos. Sólo tenían que dar un paso al frente y quedaban afuera de la masacre.
Exactamente doce lo hicieron. El resto comenzó a peinar el ghetto y a arrear a sus víctimas al punto de concentración, la plaza del mercado. Las órdenes eran no llevar a los chicos, que debían ser fusilados donde los encontraran, pero en este primer caso hubo una suerte de pacto tácito y nadie obedeció. Las madres llevaron a sus hijos de la mano o en brazos al lugar de reunión, para disgusto de un par de oficiales. Al mismo tiempo, las compañías se retiraban a un lugar discreto para que el médico del batallón –que tocaba muy bien el acordeón y hacía dúos con un soldado violinista– les explicara cómo se ejecutaba a una persona en seco. El doctor Schoenfelder recomendó calar la bayoneta, hacer acostar la víctima boca abajo y apoyar levemente la punta en la base del cráneo, para que el mauser no se moviera y bastara una bala.
Después de la clase, dos compañías tomaron posición en el bosque formando pequeños piquetes, y comenzaron a recibir grupos de judíos. De a tres o cuatro, las víctimas eran obligadas a acostarse y se las fusilaba con el método del doctor. Que no siempre resultaba: “Al principio disparábamos a pulso. Si uno apuntaba demasiado alto, explotaba todo el cráneo. Salían sesos y huesos disparados por todas partes”. Para compensar, algunos apuntaban demasiado bajo, con lo que herían a sus víctimas y tenían que rematarlas con más balazos. Finalmente, todo el mundo comenzó a apoyar la bayoneta con firmeza, pero “a causa del disparo a quemarropa, la bala golpeaba la cabeza en una trayectoria tal que a menudo todo el cráneo o como mínimo la parte trasera quedaba destrozada y la sangre, las astillas de los huesos y los sesos se esparcían por todas partes y ensuciaban a los tiradores”.
A medida que avanzaba el día, más y más judíos morían con una entereza y “un silencio” que asombraba a sus verdugos. Más y más policías quedaban manchados, y algunos empezaron a “perderse” por el bosque –ya repleto de cadáveres– o a pedir a sus sargentos que les inventaran una misión en otra parte, lo que siempre conseguían. Los oficiales gritaban que todos se apuraran, los hombres pedían “pausas para el cigarrillo” y la escena era cada vez más confusa.
Pese a las escenas dantescas, ningún chico salió con vida del bosque, fueron muy pocos los alemanes que se evadieron de su misión y hay apenas un caso de un policía que se negó a disparar y pidió retirarse. El resto mató a por lo menos un judío antes de lograr el relevo. “De ninguna manera se dio el caso de que aquellos que no querían o no podían llevar a cabo la ejecución de seres humanos con sus propias manos no pudieran rehuir esa tarea”, contó años después un soldado que fingió estar muy ocupado cuidando los camiones del batallón. “No se llevaba ningún control.”
¿Por qué casi nadie aprovechó la oportunidad? ¿Por qué esa noche prácticamente todo el batallón se pescó una amarga borrachera después de dejar el bosque lleno de cadáveres para que los entierren los campesinos polacos? Los alemanes que realizaron los interrogatorios también preguntaron eso y se encontraron con una respuesta profundamente idiota y profundamente creíble: casi nadie aceptó la oferta de Trapp porque nadie quería parecer “un débil, un flojo”. La mayoría quiso ser “valiente” y a los que se iban del bosque o se hacían los “ocupados” en otras tareas los trataban de “cagones”. Absolutamente ningún fusilador interrogado dijo que lo motivó su deber o el antisemitismo, finalmente la razón profunda de toda la operación.
Muchos de los que pegaron algunos tiros y se retiraron contaron que lo hicieron porque no aguantaron ciertas cosas, como fusilar a nenas o compatriotas alemanes, judíos que pedían por sus vidas en su propio idioma. Otros se quebraban al verse cubiertos de sesos y sangre, y hubo uno que se fastidió de su trabajo no por tener que hacerlo sino por lo mal que lo hacía su camarada a la izquierda, que siempre tiraba mal y manchaba a todo el mundo.
El 101 siguió participando en matanzas y sus miembros aprendieron cómo hacerlas. Gradualmente, se fueron endureciendo y cada vez hubo menos soldados que pidieron relevos, menos borracheras, menos uniformes manchados. Los informes muestran paulatinamente una especie de orgullo del trabajo bien hecho, con destaque a la baja cantidad de evadidos en cada judenaktion. Lomazy, Serokomla, Kock, Miedzyrzec, Majdanek, Poniatova son los hitos del aprendizaje en el que estos alemanes aprendieron a hacer cavar zanjas, llevar a sus víctimas hasta el borde, fusilarlos de lejos, cosa de no mancharse, y quemar y enterrar los cadáveres. Sus oficiales se habituaron a usar látigos, algunos –como el teniente Gnade– le tomaron el gusto a emborracharse con vodka y divertirse rematando heridos metidos con la sangre hasta las botas en las fosas. Otros sacaron el loco de adentro y mataron personalmente a judíos conocidos de los viejos tiempos en Hamburgo, como la boletera del cine Millertor Kino, o a los niños, para “liberarlos” de sus sufrimientos. Solamente los doce que el primer día dijeron que no, pasaron la guerra custodiando camiones y escuchando los balazos y los gritos.
Para fines de 1943, el 101 había ejecutado como mínimo a 38.000 judíos y enviado a los campos a 45.200. Con los ghettos vacíos, el batallón se dedicó a la “cacería” de los que erraban por el campo o habían construido refugios subterráneos en los bosques. Unos pocos efectivos cayeron en manos de los rusos que avanzaban en 1944, pero la mayoría volvió sana y salva a Alemania.
Después de la guerra, los ex policías del 101 volvieron a sus oficios de siempre. No fueron molestados en el proceso de desnazificación, porque casi ninguno había sido miembro del partido y podían decir con justicia que su unidad era vagamente sospechosa de albergar afiliados al partido comunista, o al menos a votantes. Sólo un puñado fue deportado a Polonia y por casualidad: un ex soldado le hizo los cuernos a su mujer que, despechada, lo denunció con pelos y señales. El soldado mencionó al comandante, Trapp, y a un par de oficiales. Dos fueron ejecutados y los otros condenados a prisión por la muerte de 78 polacos en Talcyn. Nadie mencionó a los judíos.
Browning cierra su libro con un capítulo agregado en una reedición en el que le discute a Richard Goldhagen, autor de Los verdugos voluntarios de Hitler, que la razón de que tantos alemanes aceptaran tan pasivamente órdenes semejantes era el antisemitismo difuso que pervadía hasta a los que no eran nazis. Browning es un eminente profesor y explica su tesis con tablas, argumentos y citas. El resumen es que parece que resulta mucho más fácil, cómodo y rentable ser uno más en el grupo, aprender a ser un hijo de puta en lugar de decir que no.
De hecho, ninguno de los interrogados expresó el menor arrepentimiento. Los gritos en los bosques no despertaron a nadie en medio de la noche.