Domingo, 13 de febrero de 2005 | Hoy
PLáSTICA > LA FAMILIA ARIEL MLYNARZEWICZ EN EL BELLAS ARTES
El motivo por el que no cambió su apellido al comienzo de su carrera, por el que abre los pomos cuando parecen no tener más pintura y por el que viene pintando a seres cotidianos sospechosamente parecidos a su familia es el mismo: la convicción de que uno pertenece a lo que conoce. Ahora, Ariel Mlynarzewicz, el pintor argentino más cercano a Carlos Alonso, muestra a su Familia en el Bellas Artes.
Por Laura Isola
Ariel Mlynarzewicz nunca desconfió de que las doce letras de su apellido iban a entrar en la tela que, desde el miércoles 9 de febrero, cuelga en el frente del Museo de Bellas Artes. Más letras, pero sobre todo más consonantes, se ubican donde hasta hace unos días estaba escrito Pettoruti. Menos años y menos fama son la contraparte que hacen que su muestra despierte mucha curiosidad entre los que todavía no lo tienen visto de otro lado y para los que todavía es el pintor de apellido impronunciable. “¡Si pueden pronunciar Kandinsky, algún día podrán con Mlynarzewicz!”. Y suena proverbial para quien desestimó la idea de cambiarlo por otro, más fácil, más corto y más vocálico. Pero, en todo caso, modificar el origen de su nombre, de abuelos inmigrantes judeopolacos, razón por la cual él dice que corta y abre los pomos de pintura una vez que parecen no tener más, entraría en flagrante contradicción con su concepción de arte. Si Mlynarzewicz dejara de sonar así, otra hubiera sido su obra. Porque los trabajos de este pintor están fuertemente ligados a su intimidad, a su familia, a su entorno. Su búsqueda, entonces, es menos formal que emotiva. Es la de alguien que se sirve de la técnica para pintar, ¡oh, qué difícil!, sentimientos y emociones.
Ariel Mlynarzewicz es pintor, tiene cuarenta años y una familia. Tres motivos que dan como resultado Familia, la muestra conformada por un tríptico “¿Quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos?” y una serie “Me declaro imperfecto 1, 2, 3 y 4”, colgados en el Bellas Artes. Pero las cosas no siempre son tan fáciles como conjugar una situación personal, apretar el pomo de óleo y hacer un cuadro. Porque que el niño que le muestra la pelota a un padre que se pone los pantalones en la cabeza –¿oculto tras su torpeza?, ¿temeroso de su rol?, ¿jugando a las escondidas? y siguen las preguntas– sea parecido a su hijo Marco y que ese señor en calzoncillos sea bastante identificable con la fisonomía del pintor no basta para hacer paralelismos. Tampoco es suficiente que la niña que se trepa a la espalda de su madre mire tal como lo hace su hija Jazmín o que la madre se agache, soporte el peso y esté tan unida a su hija del mismo modo que su mujer, Mariela. Ni los padres, suegros, cuñados y hermanos haciendo una montonera, aplastando generaciones, dándose de cariño o asfixiándose son exactamente los suyos, aunque a Mlynarzewicz lo que más le gusta es pintar lo que tiene cerca. “Hay una realidad que es mi familia, pero también es mi tema. Es una reflexión pictórica que, a esta altura, es abstracta. Parece un trabalenguas, pero no podría pintar otra cosa que no fuera lo que tengo cerca, mi entorno, aunque ya, por estar ahí en la tela, pasa a ser otra cosa”, y de este modo se explica que Ariel encuentre el lugar exacto en dónde poner el pincel y los colores para disolver el límite entre lo público y lo privado.
Lo que vemos en Bellas Artes es un trabajo en progreso que viene apareciendo en distintos momentos de su obra: cuando mostraba cómo era su (una) cama con su mujer dormida y sus hijos desperezándose en el hueco que había dejado para levantarse y poder pintarlos en “Domingo 6.30 A.M.” o cuando retrataba a su hijo con gorro de cocinero o cuando daba a conocer la espalda de su hermano gemelo, entre muchas. Todos avances puertas adentro, podemos caracterizar estas obras, que confluyen en una monumental interrogación que da título al mural principal “¿Quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos?”.
Si el título del mural es tomado directamente de Gauguin, tiene que ver con que Mlynarzewicz se alimenta de los antepasados y casi no consume novedades: “Creo que uno elige a sus padres artísticos. En mi caso, me interesan más Rembrandt, Poussin, Leonardo que las últimas bienales. La posmodernidad puso de relieve todo nuestro complejo de inferioridad: más preocupados por parecer modernos, por estara tono con las tendencias. Eso es muy nocivo para otro tipo de búsquedas artísticas. Mi relación con Carlos Alonso es muy intensa y me reconozco su discípulo. Lo bueno es que él opina lo mismo”, y dice esto mientras señala el retrato firmado que Alonso le hizo en una de las paredes de su taller. Alonso está presente en la pintura de Ariel, pero del único modo que el maestro sabe enseñar: “Aprendí de él el amor al oficio, a la vida. Con Alonso compartimos consideraciones sobre lo que es un pintor y lo que no es. Porque no es tener una buena idea y nada más. El arte no evoluciona e ideas hubo siempre, lo que cambia son las percepciones. Me interesa el compromiso con la tarea, pintar todos los días y, en mi caso, sobre lo que más tengo a mano”, y esto último indica el camino que eligió transitar Mlynarzewicz. Ahora bien, ¿cuáles no?, ¿por qué no pintar un poco más allá de la puerta de calle?: “Me duelen las cuestiones sociales y tengo una militancia política desde hace muchos años. Fui afiliado al PC y me echaron. Pero la militancia va por otro lado: no pinto cartoneros. Estoy de su lado, estoy con ellos pero no los pinto porque me parece una forma de usarlos. También asumo que no soy ni un cartonero, ni un excluido y no quiero pasar por lo que no soy”, y esto es toda una declaración de principios y, sobre todo, de fines del arte.
Llegar a Bellas Artes es como cantar en el Colón o, en una versión más popular, jugar en la Selección. El lugar del museo en el imaginario social y artístico es evidente: “Allí están mis maestros: De la Cárcova, Prilidiano, Berni, entre otros. Desde los trece años voy a estudiar, a copiar cuadros, a hacer estudios. Por un lado, es como estar en la casa de los abuelos, es familiar y conocido. Por otra parte, es monumental e importante estar acá”, reconoce Mlynarzewicz, que parece emocionado pero con la confianza que no es un lugar de llegada sino, como en el arte mismo, un nuevo punto de partida.
El museo como santuario para la secreta ceremonia de ese acto de fe que la historia misma de la pintura, tal como explica John Berger, parece confirmar: “Hay un acto de fe que ha perdurado desde el Paleolítico hasta el Cubismo, desde Tintoretto hasta Rothko. Acto que consiste en creer que lo visible contenía secretos ocultos, que estudiar lo visible implicaba aprehender algo más de lo que podía ser captado con una simple mirada. La pintura podía revelar una presencia detrás de una apariencia, así fuera una Madonna, o un árbol o, simplemente, la luz que penetra un rojo”. O, en este caso, algo tan trivial, por cercano o ajeno, como una familia.
Familia de Ariel Mlynarzewicz estará hasta 13 de marzo en el Museo Nacional de Bellas Artes (Avenida del Libertador 1473) de martes viernes de 12.30 a 19.30 y los sábados y domingos de 9.30 a 19.30 hs.
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