Domingo, 7 de agosto de 2005 | Hoy
ENTREVISTAS > TRES NOCHES CON TROILO
La primera noche, María Esther Gilio apenas consiguió que registrara su presencia. La segunda, esperó horas en una mesa del boliche donde tocaba y, aunque tampoco consiguió sacarle una palabra, se encontró rodeada de leyendas como Héctor Stamponi, Pedro Maffia y Horacio Salgán hablando de la nueva ola de los años ‘20 y de ese insurgente que era Piazzolla. Pero a la tercera noche, Aníbal Troilo se sentó a la mesa y habló. Esta es la crónica de aquellas noches de 1967, publicada recién ahora, a 30 años de la muerte de Pichuco.
Por Maria Esther Gilio
Tres noches tuve que esperar para hablarle de lo que quería. No era fácil. Siempre ocurría lo mismo. El decía: “Sí, sí, mi querida, siéntese”. Y me tomaba del brazo para que me sentara. Yo me sentaba y esperaba. Con todas mis preguntas escondidas en la manga: “Usted admira a Di Sarli, ¿por qué?”. Y después, cuando el humo fuera más espeso y la noche más adulta: “¿Y Piazzolla, Piazzolla?”. Pero ¡mi Dios! siempre a esa hora dejaba escapar un brillo muy breve de entre los ojos finos como una raya y me decía: “Está bien, todo está bien. Lo que importa es esto”. Y movía las manos. “Esto, esto.” Yo trataba de anotar en mi memoria “esto”.
“Esto” eran las sombras silenciosas en las mesas. La gente que apretaba, al pasar, su brazo, el amor que incontenible lo anegaba. “Esto” era también yo, como una cámara ansiosa, con toda la pupila abierta para no perder una sola imagen, un solo movimiento de sus manos; mullidas, chicas, lentas, acariciando el vaso empañado y frío.
Una mujer cantaba acompañada por un piano. Troilo le decía que sí a la letra, que hablaba de un tiempo viejo y feliz; sí a la voz que lloraba desgarrada de soledad sin esperanza.
Detrás de Troilo, a dos metros, junto al mostrador, de pie, lúcido, sonriente, presente y ajeno, su representante. Miraba, sonreía, vigilaba... Recordé la entrevista de días antes en su oficina de Lavalle. Su desconfianza desde el comienzo, y desde el comienzo mi hipocresía. Sus temores de que Troilo pudiera embarcarse en empresas que lo comprometieran, mi diligencia para ahuyentar esos temores.
–La entrevista es para una publicación independiente. Quédese tranquilo.
–¿Independiente?
Cualquiera podía darse cuenta de que no había acertado con la palabra que lo dejaría tranquilo. Su rostro se había ensombrecido. Era necesario tirarse al agua.
–Sí, quiero decir, sin ideas políticas.
El representante sonrió. Tal vez sabía que para conseguir esa entrevista yo era capaz de cualquier cosa. Decidió ser generoso.
–Está bien, venga esta noche a Caño 14. Después de las doce. Allí podrá preguntarle.
Pero preguntar no era fácil, porque él no respondía sino dándome palmaditas en la mano o acercándome el vaso; entonces yo trataba de envolver mis preguntas en el disfraz de una conversación casual, pero sonreía y me decía:
–Sí, uruguaya, sí –y luego señalaba a la cantante–. Escuche.
Me sentía idiota, con mis pobres preguntas tan inútiles y mi vaso en la mano todavía intocado. Hasta que me deslumbró la certidumbre de que había que zambullirse en ese vaso porque era del otro lado que iba a encontrar a Troilo y también las preguntas necesarias a las mejores respuestas.
Sin embargo, fue todo un espejismo. Encontré a Troilo sí, del otro lado. Pero no pude encontrar la voluntad para anotar las tan deseadas respuestas, ni el ánimo de hacer las necesarias preguntas. Sólo estaban él, su bandoneón y unas ganas enormes de llorar atando a treinta desconocidos.
Así fracasé la primera noche.
El local estaba gris de humo porque era la una de la mañana de un viernes; y el representante se paseaba nervioso, porque siendo viernes, y la una de la mañana, Troilo no llegaba.
A mí me habían ubicado en una mesa medio arrinconada donde estaba sentada la gente de la orquesta y un tipo locamente eufórico que decía haber llegado de Río esa mañana, ser escultor, adorar a Troilo y a una mujer muy flaca y muy insustituible, que tenía a su lado, y que acababa de conocer, providencialmente en un cafetín de Tres Sargentos.
–Diga que Troilo no es un ejecutante, que es un creador –me decía–. Diga, escúcheme, diga que es un mito. Una forma ineludible. Cuente eso, cuente que habíamos pasado una noche tormentosa. Como la de hoy, ¿eh Nelly? Ya era de mañana. Y llovía. Yo me iba de Buenos Aires. Había subido al taxi y Aníbal estaba parado en la calle, con el agua chorreándole la cara y me decía: “Quedate, quedate”. Habíamos ido a ver a Tania. “Quedate. Esto es Buenos Aires, esto es la garúa.”
El representante miraba al eufórico con expresión ausente y no cesaba de volver la cabeza hacia la entrada cada vez que chirriaba la puerta.
–Y un día en que andaba mal, como anda mal Aníbal cuando anda mal, y yo le dije: ¿pero a dónde vas, viejo, a dónde vas?; me contestó: “¿Yo? ¿A dónde querés que me vaya? Si a mí ya no me para nadie. ¿Qué creés que me puede parar a mí? Puede ser que me pare una ventana con los vidrios rotos”.
El representante volvió a mirar al escultor eufórico. Esta vez con expresión incrédula. ¿Cómo se podía hablar de tales vaguedades con toda esa gente allí esperando, ese humo tan espeso y ese reloj que ahora marcaba las dos menos cuarto?
–Sí, es un lúcido. Sabe muy bien qué puede y qué no puede. Sabe muy bien cuándo anda mal y cuándo tiene que dejar de andar mal... agarra la valija y desaparece. ¿Ve este reloj? Un día me encontré con él por ahí. Yo andaba solo; cumplía años. Me llevó a su casa. Había comprado este reloj para regalar, pero era mi cumpleaños y quiso dármelo. “Tomalo”, me dijo, “el otro que se vaya al diablo”.
Pregunté al señor serio que tenía a mi derecha, serio, delgado y cuidadosamente vestido:
–¿Quién es el que habló ahora? Yo no conozco a nadie.
–Héctor Stamponi.
–¿El compositor?
–Sí.
–Disculpe, ¿y usted?
–¿Quién, yo?
–Sí.
–Maffia.
–¿Maffia?
–Pedro Maffia.
Me reí.
–¿De qué se ríe?
–Pensaba en “A Pedro Maffia” tocado por Troilo y Grela.
–Sí... el mismo.
–Usted me está tomando el pelo.
–¿Me ve cara de tomarle el pelo?
No le veía, no, cara de tomarme el pelo. Pero ¿cómo podía explicarle que yo creía que él era una gloria del pasado, un muerto ilustre?
Salgán acabó de tocar y vino a sentarse a la mesa. Con su cara un poco hosca, sus ojos saltones y su miopía. Pero Maffia había quedado callado. Se miraba las manos.
–Así que usted ya me hacía en la Chacarita.
–¡No, no! No sé... Nunca pensé en usted como en un ser real. Para mí era un poco la historia.
Volvió a mirarse las manos.
–Soy un poco la historia. Piense que en el ‘20 yo era nueva ola.
–Lo que ustedes hicieron, Pedro, tiene vigencia hoy –dijo Salgán.
–Ahora la nueva ola es otra –dijo
Maffia.
–¿Y a usted qué le parece esta nueva ola?
–Está doblando el tango. Lo está doblando. Es negativa.
–¿Habla de Piazzolla?
–No quiero hablar de nadie en particular... ¿Quién lo entiende?
–¿A Piazzolla?
–Sí, ¿quién lo entiende? Piense en Troilo.
Salgán dijo como para sí mismo “no hay por qué oponerlos”.
–Yo los opongo, Horacio, yo los opongo.
–No soy el dueño de la verdad; admito otras maneras.
–Está bien, está bien. Pero él, usted, conservan la línea melódica. Cuando no se conserva la línea melódica, ¡basta! Yo lo escucho a Piazzolla y me gusta..., no se trata de eso. Usted respeta al autor. El, Piazzolla, hace otra cosa.
La puerta volvió a chirriar. El representante y yo volvimos al unísono nuestras cabezas y sonreímos al unísono. Pichuco entraba con sus pasos cortos y lentos. Eran las dos. La misma rubia del día anterior lo seguía.
–¿Quién es? –pregunté.
–La madre –dijo alguien riendo.
La rubia se acercó en ese momento.
–Che, esta periodista preguntó qué eras vos del Gordo y le dijeron que la madre.
–Y... no está mal.
Luego, mirándome:
–Es mi marido, querida.
–¿Cómo se siente compartiendo todos sus días con un hombre tan famoso?
–El Japonés es el hombre más bueno del mundo, pero ¡es de difícil! Es de Cáncer.
Y luego, señalando a Maffia:
–El lo conoce bien.
–Tenía catorce años cuando lo conocí –dijo Maffia.
–¿Los dos de pantalón corto?
–No, m’hija, no. Primero me mata y ahora me rejuvenece. Yo tenía unos cuantos años más que él. Me lo trajeron para que le diera clases de bandoneón. Vino a diez clases. Un día chau, no apareció más. Pantalón largo, muy gordito. No le gustó mi cara. No sé. No vino más. Yo era riguroso. Era muy riguroso. Un día, años después, me dijo: “No fui más porque ¿qué querés? Vos tenías cara de bombero. ¡Y sabés cómo te quiero!”.
Troilo, sentándose: “A mí no me gustaba estudiar”.
–¿Qué hacía en esa época?
–¡Pero piba, usted está tomando café! Pero, sírvale algo.
–¿Ya le gustaba el tango?
–Me toca entrar. Más tarde, ¿eh?
Otra vez los golpecitos en la mano, los ojos finos como una línea, el gesto de acariciar el vaso, el aire, en general, ausente.
Y a dos metros, también otra vez, el representante. Sonriente, atento, vigilante.
Quédese tranquilo, señor representante. Yo sé lo que es un ídolo, su promoción, la taquilla. Cuando escriba diré: “Pichuco levantaba con la derecha el vaso de Coca-Cola” mientras decía: “El tango es la síntesis del alma porteña”. Tranquilícese, como dijo el escultor eufórico, él es un hito, y ya nada podrá contra eso, ni el cuidado en ocultarlo de todos los representantes, ni la avidez en mostrarlo de todos los periodistas.
Francini se acercó con el violín en la mano.
–¿Vamos?
Troilo se levantó, y sin apuro, con pasos cortos, caminó hacia el escenario. Tanteó la silla, se sentó, barrió la penumbra con una mirada ausente, tomó el bandoneón que le alcanzaron y cerró los ojos. Alguien dijo:
–Hoy va a tocar como Dios. Siempre toca como Dios cuando más cerca está de tocar como el diablo.
Dijo su mujer: “Después de esta vuelta nos vamos. Hoy el Japonés está mal”.
Tocó como Dios y se lo llevaron. Así fracasó mi segunda noche.
Eran sólo las once, pero Troilo ya había llegado y sentado en la cocina tomaba café. Oí que le decían:
–Che, Gordo, ahí te está esperando esa periodista uruguaya que quiere entrevistarte...
–¡Pobrecita!, que pase, ¿qué le voy a decir?
–Esperá a ver qué te pregunta.
–No le voy a preguntar nada. Hable de lo que tenga ganas. Cuénteme de usted. De cuando era chico.
–¿Y qué querés que te diga, piba? Cuando era chico era un gordito. Siempre fui un gordito. Tenía un hermano mayor... Vivía en el barrio del Abasto. A los nueve años debuté en un café, con una orquesta de señoritas, y de mañana, como me caía de sueño, en lugar de ir al colegio me iba al café a dormir. Quedé libre. Mi vieja se agarró un disgusto de la gran siete. No soñaba que yo con la música podría llegar a algo.
–¿Qué se tocaba en esa época?
–Más o menos por esa época se estrenó “Mi noche triste”, un tango del padre de Cátulo. A los catorce años, ya de pantalón largo, empecé a trabajar de contrabando en el Tabarís.
–¿De contrabando?
–Sí, porque era menor. Allí conocí a Vardaro, a Pascual Contursi. Hacíamos el tango de vanguardia. Entrábamos a trabajar a las seis de la tarde y no parábamos hasta que se iba el último borracho. Había días que terminábamos tocando con el sol en la cara.
Y se llevó las manos a los ojos como si otra vez el sol lo estuviera deslumbrando. Luego las bajó y se las miró. Eran pequeñas, mullidas y blancas y temblaban ligeramente.
–Mire –me las muestra–. Hoy me encuentra así, tan mal, porque estoy muy bien.
–Yo no lo encuentro así, tan mal, sino sólo muy bien.
Se echó a reír y los ojos le desaparecieron devorados por la cara.
–Siga contándome.
–Sí, pero tome algo.
–Bueno.
–En 1929 ya tenía orquesta propia. Tocaba en el cine Medrano. La jazz era de Tanturi. Me acuerdo porque en el ‘30 fue el mundial de fútbol. Yo soy de River.
A nuestro alrededor los mozos entraban con bandejas, se detenían a escuchar lo que Troilo me decía. Intervenían en el diálogo.
–Che, Gordo, contale cuando conociste a Discépolo...
–Tenía dieciocho años. Discépolo me contrató para hacer una gira.
–¡Seguí, Gordo!
–Pero, viejo... no sé. ¿Qué más? Contale vos.
–Discépolo quería hacer una gira por el extranjero y pidió un bandoneón. Pero no cualquier bandoneón. Alguien que representara a la raza, a los porteños. Este tenía dieciocho años; morocho, gordito, peinado al medio.
Troilo riendo: “Sí, Discépolo estaba acostado. Me dijo: ‘tocá’.
Y le gustó.”
–¿Le gustó? Quedó loco. Le contó a Tania. Un tipo de macho argentino, de esos que enloquecen a las mujeres.
–¡Cómo te gusta hacer ese cuento!
–La cosa fue que Discépolo quiso cerrar trato enseguida... pero el prototipo de macho, porteño, morocho y de raya al medio, le dijo: “Bueno, pero tengo que pedir permiso a mi mamá”.
Troilo reía, ahora, casi a carcajadas.
–Pero che... si yo era un pibe. ¿Vos conocés el Tupí? –me preguntó.
–Sí.
–No el de ahora, el de antes.
–Sí, el que estaba frente al Solís.
–No, yo digo el que estaba en la 18 de Julio. Allí trabajamos en el ‘36. El Tupí de San Ramón. Vivíamos cuatro en una pieza, en la calle Cuareim. Cuando podíamos comíamos puchero en el Café del Plata. ¡Costaba cuarenta centésimos! Por ese mismo tiempo Pascual Contursi estaba en un teatro que había al lado del Royal. El programa decía: “Pascual Contursi, cantor argentino”. Bueno, ¿qué más quiere que le cuente?
–Usted compone...
–Sí.
–Me gustaría que me contara cómo hace... si el tema se le ocurre de golpe..., cómo.
–No, no, no. Yo nunca puedo escribir música por escribir. Preciso una letra primero. Una letra que me guste. Entonces la mastico. La aprendo de memoria. Todo el día la tengo en la cabeza. Es como si la fuera envolviendo en la música. Es muy importante para mí lo que dice la letra de una canción. Por eso me gustaban las letras de Manzi. Eramos como hermanos, con una sensibilidad parecida..., el mismo amor por el teatro...
–¿El teatro?
–Sí, si usted me preguntara dónde quiero que me agarre la muerte le contestaría: en el teatro. Cuando Manzi dirigía yo iba viviendo toda la obra paso a paso. Hablábamos horas por teléfono. Yo conocía sus películas antes que nadie. Nos entendíamos sin palabras. Nos mirábamos, y uno ya sabía qué quería decir el otro. En la amistad y el amor ése es el único idioma.
Y se quedó callado.
Con los mismos ojos ausentes que ya le conocía y acariciando un vaso que no sé cómo había llegado a sus manos.
Sentí que me tocaban el brazo y me volví. Era alguien que andaba revoloteando por alrededor de nosotros, pero que yo no conocía. Me dijo rápidamente, en un murmullo:
–¡Cuidado! ¡Va a llorar! –Y luego–: Che, Gordo, vamos. Ya te toca.
El dijo entonces:
–Espéreme, pero para hablar de cualquier cosa, ¿eh?..., de Montevideo.
Me quedé sentada. Mirándolo entrar a la sala. Escuchando las inflexiones cariñosas de voces que decían. “Gordo”, “Gordito”, “Pichuco”. Escuchando luego el silencio. Por el silencio supe que había llegado al escenario, y cuando éste creció y se hizo espeso, que había tomado el bandoneón y cerrado los ojos.
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