“Tú no me conoces pero yo sí te conozco”, le dijo alguien a Bob Dylan en un ascensor. “Dejémoslo de ese modo”, le respondió Bob Dylan mientras las puertas se cerraban para siempre. Sí: leemos libros sobre Bob Dylan –lo mismo ocurre con esas aproximaciones entre alucinadas y rencorosas a J. D. Salinger– para llenar el agujero negro entre disco y disco de Bob Dylan, entre concierto y concierto de Bob Dylan, entre un Bob Dylan y otro Bob Dylan. Leemos libros sobre Bob Dylan porque –al igual de lo que ocurre con J. D. Salinger– el tipo habla poco y nada sobre sí mismo y entonces, bueno, leemos lo que hablan otros. Leemos libros sobre Dylan porque sabemos que ahí hay una buena historia. Una historia verdadera. Una de esas historias que nos gustan que nos cuenten una y otra vez, como cuando éramos chicos.
LOS APOSTOLES ETERNOS
El pasado 2001, Bob Dylan cumplió 60 años y eso permitió que antes, durante y después de la efemérides redonda, el de por sí siempre respetable caudal de libros dylanitas experimentara una comprensible y fuerte crecida. La floja biografía Down The Higway de Howard Sounes (cuya principal innovación fue la de encontrarle a Bob una hija negra y revelar un prolijo detalle de sus más que jugosas ganancias anuales) fue a sumarse a las reediciones de biografías de Anthony Scaduto (la primera), la de Robert Shelton (la del que lo “descubrió” en un bar de Greenwich Village) y la corregida y aumentada de Clinton Heylin (la mejor y más chismosa y divertida de todas). ¿Qué cuenta una biografía de Dylan? Fácil y difícil de responder: la vida del último american classic y las idas y vueltas de la obra de un artista que no se parece a ningún otro dentro del abigarrado y repetitivo paisaje de espejitos de la música popular. Todas las vidas de Dylan –esto es interesante– empiezan narrando un momento histórico (los contraculturales años ‘60, como el libro Positively 4th. Street de David Hajdu girando exclusivamente alrededor del cuadrado amoroso del joven Dylan, el ubicuo Richard Fariña y las histéricas hermanitas Baez, con Thomas Pynchon como testigo invitado) para terminar contando el milenarista tránsito de un judío errante fuera de la Historia y haciendo lo que se le da la gana. Así –así debería ser siempre a la hora de los artistas y el arte– en los libros sobre Bob Dylan la vida acaba sucumbiendo ante la obra pero no por eso se interrumpe: la vida se transforma en parte de la obra. De esto último –de la obra vivida– se ocupan los exhaustivos (y un tanto demenciales ensayos/interpretativos que rozan lo lacaniano, coquetean con lo esotérico y caen en el libre flujo de conciencia joyceano) de los especialistas Greil Marcus, Michael Gray, Paul Williams & Co. Dylanólogos que consagran su existencia al análisis microscópico del hombre (del mismo modo que alguna vez Alan Jones Weberman dedicó sus noches a escarbar en el tacho de basura de Dylan para encontrar allí, entre pañales sucios y restos de hamburguesa, la explicación de su misterio) y de paso, cabe pensarlo, la evidencia así lo demuestra, de sí mismos. Porque abrirle la puerta a Dylan –lo mismo ocurre con Drácula, pero en sentido inverso– equivale a asumir y a querer pasar toda una vida chupándole feliz y obsesivamente la sangre a aquel que alguna vez aseguró: “Dios, qué contento estoy de no ser yo”.
LOS FIELES SEGUIDORES
El pasado mes de mayo, la revista inglesa Mojo produjo un número especial donde cien figuras del pop-rock de todos los tiempos escogían a su héroe más grande de todos los tiempos. Como cabía de esperar, Bob Dylan no respondió a la pregunta pero –como también cabía esperar– Bob Dylan fue la respuesta de varios de esos cien paladines. Uno de los que eligió fue Nick Cave e ilustró el obvio por qué de su decisión con una divertida y decididamente dylanesca anécdota: “Hace unos cuatro años, yo estaba tocando con los Bad Seeds en el Gladtonbury Festival. De golpe empezó a llover a cántaros. Yo estaba en la puerta de mi trailer observando cómo el nivel del agua subía y subía y enseguida me llegó a las rodillas. Mi trailer empezaba a inundarse y entonces vi en la distancia un botecito que se acercaba y en el que venía remando un hombre con uno de esos impermeables de plástico con capucha. Supuse que venía a rescatarme. El bote llegó hasta mí y el tipo extendió una mano en la que el pulgar tenía una uña muy larga. La mano es suave y está muy fría y no es que quiera ayudarme a subir al bote. La mano quiere que la estreche, eso es todo. Le doy la mano al hombre y el hombre, que es Bob Dylan, me dice: ‘Me gusta lo que haces’. Después hace girar al bote y se aleja remando hasta su propio trailer”.
Lo que cuenta Cave podría aparecer, sin problemas, en dos recientes libros sobre Bob Dylan que tienen el encanto del fanatismo cuando éste se manifiesta de la mejor manera posible. Touch by the Hand of Bob y If You See Him, Say Hello: Encounters with Bob Dylan son criaturas colectivas compuestas por el rejunte de testimonios de anónimos vía e-mail (
[email protected]) y no tanto a la hora de recordar el momento exacto del encuentro del tercer tipo con su Bobni. Son libros amables –en ocasiones distorsionados por el inevitable relámpago del fan despechado al que Dylan no mira ni le dice nada– donde impera la maravilla de, de golpe y sin aviso, verlo. Así el tipo que atropella con su auto a Bob Dylan borracho en una calle de Greenwich Village y se lo lleva semi-inconsciente a su casa para “mostrárselo a mis amigos”. Así, el taxista que lo ve llamando a un taxi en la esquina e ignora la mano alzada de una viejita para llevar a su ídolo (la viejita, claro, apunta número de matrícula, llama, denuncia y adiós trabajo). Así, el coleccionista loco y compulsivo; el viudo reciente que experimenta una epifanía reparadora cuando Dylan lo mira fijo desde el escenario; el gracioso que le pregunta si él no es una de las Supremes (a Dylan no le causa gracia); el caradura que le pide entradas gratis para un concierto y Dylan pregunta “¿Cuántas?” y él responde “Muchas” (A Dylan le causa gracia). Así, el tipo que se lo encuentra por la calle y le dice, extático: “¡Bob, voy a ir a tu concierto esta noche!”; a lo que Bob responde: “¿Sí? Qué coincidencia: yo también” (al fan le causa gracia y no le causa gracia al mismo tiempo).
LOS DETECTIVES SALVAJES
Entre un extremo y otro –entre los apóstoles sublimes y los fieles seguidores– existe una tercera tipología a la hora de escribir un libro sobre Dylan. Una mutación que combina rasgos de las dos razas citadas y que acaba proponiendo un interesante espécimen: el del fan obsesivo que acaba convirtiéndose en especialista respetable sin por eso perder la alegría del amateur dispuesto a lo que sea para obtener un guiño de Bob. A este tipo de compulsión responden los recién salidos Isis; A Bob Dylan Anthology recopilado por Derek Barkery y Razor’s Edge: Bob Dylan and the Never Ending Tour de Andrew Muir.
El primero de ellos es una selección de los mejores artículos publicados –o encargados para el libro– por el cada vez más respetable e influyente fanzine para conoisseurs que comenzó siendo un puñado de fotocopias para el consumo “de amigos” de Derek Barkery y que hoy es la revista –todavía con look inequívocamente indie– donde encontrar noticias, rumores, misterios y la ocasional maravilla arqueológica que desenterró algún dylanita. El libro reúne varios de sus greatest hits, entre los que figuran la única entrevista que se le hiciera a los padres de Dylan; una investigación a fondo del Eje Dylan/Beatles; una convincente autopsia a la canción “Black Diamond Bay” como perfecta transcripción rimada de la novela Victory de Joseph Conrad; un análisis de la influencia del diabólico bluesman Robert Johnson sobre el álbum maldito Street Legal; y una malvada conversación con César Díaz, guitarrista de cabecera de Dylan entre 1988 y 1993, tipo cretino como él solo y en más de una ocasión implacable consigliere de su patrón a la hora de poner en marcha venganzas tan arbitrarias como desopilantes o de conseguir una botella de ouzo en el medio de ninguna parte (sí, sépanlo: en lugar de gel para el pelo, Bob Dylan usa ouzo).
Razor’s Edge se dedica a investigar uno de los gestos más misteriosos y únicos jamás acontecidos en la historia de la música popular y contrario a todo lo que vienen haciendo los contemporáneos y descendientes del autor de “Like a Rolling Stone”: en 1986 Bob Dylan –como única forma de redimirse a sí mismo y a su arte– decidió que no iba a parar de tocar en vivo por lo que le quedara de vida. Así, en uno de los momentos más bajos de su carrera, nació –y sigue creciendo– el concepto del Neverending Tour: movimiento constante, reformulación de viejas canciones, estadios gigantes o cabarets pequeños, tocar dónde sea y para quién sea teniendo bien claro que los discos no son más que las fotos de las vacaciones y para qué mirar fotos en casa cuando se pueden alargar las vacaciones y, de paso, ganar buen dinero. Muir sigue a Dylan a través de medio planeta y compara y traza curvas y dibuja gráficos y, una noche, Bob Dylan lo saluda, enarcando una ceja, preguntándose qué hace otra vez ahí el mismo tipo de siempre. Buena pregunta.
EL MESíAS ELÉCTRICO
En cualquier caso –y hasta el próximo disco de Dylan y libro sobre Dylan– hay algo verdaderamente perverso en que todos estos libros ya se encuentren perfectamente incompletos, desactualizados, viejos. Todos ellos se detienen a la altura del vagabundo crepuscular que grabó Time Out of Mind y no llegan hasta su inesperada resurrección como tahúr veterano bailando sobre las mesas de Love and Theft, obra maestra que saliera a la venta –apocalíptica como ella sola– el 11 de septiembre del 2001 mientras dos torres chocaban contra dos aviones o viceversa.
Para el próximo octubre –a prepararse– ha sido anunciado el lanzamiento del primero de los cinco tomos de la autobiografía del monstruo y allí nos encontraremos, por fin, con el dueño de la historia sonriendo sabedor del que ríe último –y cantó primero– ríe mejor.