Domingo, 29 de abril de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Son el furor del mercado laboral entre los más jóvenes: son seis horas de trabajo, los sueldos superan la media y el clima del lugar linda con la estudiantina. Pero no todo es como suena: el entrenamiento absurdo (como estimular la confianza entre compañeros), las reglamentaciones estrictas de las que depende el bonus del sueldo (como atender el teléfono con una sonrisa) y los controles permanentes (como el tiempo máximo para ir al baño) han convertido a los call centers en usina de conflictos gremiales, libros, obras de teatro y juicios que muestran lo caliente que está todo en ese círculo del infierno.
Por Natali Schejtman
Si se traslada a esos dibujos que todo lo grafican en el mundo del business, el último informe de la agrupación de Centros de Atención al Cliente es una fiesta. La curva sale disparada arañando el más allá gracias a la proyección de que para el fin del 2007, habrá 45.000 personas trabajando en los call center, con una incorporación semanal de 200 nuevos empleados y estimaciones de lo más golosas.
La ciudad, paradójicamente, muestra pocas evidencias de esta explosión de trabajo que atrae, sobre todo, a gente joven. Tal vez algún graffiti enfurecido, publicidades promocionales blanquitas pero opacas y distintos agolpamientos diurnos en maxikioscos o puertas de edificios microcéntricos de veinteañeros que fuman con ansiedad o se empujan un sandwich en la boca a velocidad record. De todas formas, ya casi todos conocemos el dato: a unos cuantos metros por encima de la vereda, en pisos gigantescos y compartimentados por boxes, se desarrolla el trabajo-fenómeno del momento, el mismo que, motivado por el peso devaluado, la flexibilización laboral, el desempleo, las pocas proyecciones profesionales y la buena calificación de la mano de obra –muchos universitarios–, pone de nuevo en primer plano la escena ambivalente entre los aires de orgullo nacional de la post devaluación y la aceptación del estatuto de país barato, en competencia con el resto de América Latina, India o Marruecos.
El trabajo en un call center consiste en atender llamados que derivan grandes empresas –telefónicas, bancos, tarjetas de crédito; nacionales o extranjeras–, ya sea para reclamos, atención al cliente o soporte técnico, y también en hacer llamados para vender distintos servicios, entre otras cosas. Aunque también una empresa puede tener su propio centro de llamados. Esto es lo que permite que un empleado porteño o rosarino atienda en línea directa a una celebrity de Hollywood que quiere saber el estado de su cuenta súper híper Platinum, que un chileno tenga que aprender palabras como “vale” o “venga” para pasar por español o que un problema con un celular de Buenos Aires sea atendido por una cordobesa servicial. Las características que le son propias a este trabajo convierten al call center en un exponente pródigo de la flexibilización, entendida como una idea enorme que comparte la complejidad de los pequeños grandes temas contemporáneos. Además de jugar a ablandar las fronteras (en el sentido menos metafórico e idílico: muchos de los teleoperadores off shore tienen que decir que están en otro lado, y cada vez es más común que los llamados de Buenos Aires se deriven al interior) o a cambiar los nombres de los empleados (también: sobre todo en los off shore, pero no solamente), esta nueva realidad laboral termina de meter en una multiprocesadora ideas como “trabajar en una gran empresa”, materializadas en esos headsets reglamentarios para cualquier telemarketer (auriculares más micrófono, a menos de 10 pesos en el Once), que maquillan de NASA el aceite sobreusado de McDonald’s.
Ese marco empresarial y “serio”, cuenta Daiana Narváez, fue una de las cosas que la sedujo a la hora de seguir los pasos de una amiga y dejar su currículum en Action Line. Recién llegaba de Chubut, el sueldo básico de $540 podía llegar hasta $700, y eran seis horas atendiendo los reclamos de los clientes de CTI Móvil: le venía justo para mantener sus estudios de Ciencia Política y alemán. Ella, encima, le agarró cancha enseguida: “Hacía todo rapidísimo, hacía cobranzas, altas y bajas de servicio, problemas técnicos, facturación, hacía todo bien.... y eso que atendía entre 400 y 500 llamadas por día. En 33 segundos te resolvía a un cliente que no podía mandar mensajes”. Pero con el tiempo, la presión le empezó a resultar perturbador. Para colmo, su relación con la coordinadora pendía de un hilo amarrado por ambas con los dientes: “Un día yo estaba en mi break, que era uno de 20 minutos en 6 horas, y me puse a tomar mate. Pasó ella y me dijo que no podía tomar mate. Yo le dije que estaba de descanso, que no tenía por qué salir. Ella me dijo ¿Tu nombre? y yo le dije ¿Y el tuyo? Yo sabía que no me podía hacer nada porque estaba en mi tiempo libre, pero era insoportable”. Lo primero que hizo cuando colgó definitivamente el teléfono, hace cuatro meses, fue dedicarle la misma voracidad con la que consume germanofilia a las leyes laborales que soportaron su reclamo legal. Razones no le faltan. Las anécdotas del infierno del call van desde un apercibimiento por ir al baño sin pedir permiso, un pedido de desatender la sirena de bomberos o un certificado de enfermedad no reconocido expedido por el Hospital Durán (como le habían dicho en la misma empresa) hasta demandas operativas: “Te hacían decir un speech re largo y siempre para cortar tenías que decir: Gracias por comunicarse con CTI móvil y recuerde que el costo del minuto de aire y SMS es el más económico del mercado. Había que repetirlo siempre. Era larguísimo y encima generaba que el cliente siempre te preguntara algo de eso o te discutiera y entonces vos le tenías que explicar todo y eso te comía un montón de tiempo, se te acumulaban llamadas sin responder y venían a decirte que no podías tardar tanto”. El reclamo de Daiana terminó en una mediación no muy próspera y en varias conclusiones que trasparentan varias charlas con un abogado: “Es un trabajo que me alteró los nervios, adelgacé muchísimo, me generó estrés laboral y me peleaba todo el tiempo con mi novio. Salía estúpida de ahí y me quedó una cosa de tanto preguntar: no pregunto nada. No sé, me quedó eso, que no pregunto más”.
Probablemente, todos hayan visto en la calle, el subte o el tren esos carteles blancos que muestran mujeres activas y sonrientes contando que encontraron el trabajo de su vida. Lo cuentan en inglés, como si fuera en un inglés neutro. Para quienes no siguieron las indicaciones gentiles del cartel y no llamaron para encontrar “gran paga” y “gente divertida”, vamos a ayudar a quitarles el desvelo: el gran trabajo de sus vidas se llama TeleTech y es un call center bilingüe que vende una imagen de mala universidad privada, aires de sofisticación internacional y fotos dignas de un banco de imágenes gratuito, todo destinado a ocultar el absolutamente relevante 3 a 1 por el cual este centro –así como el resto de los bilingües– recibe llamadas internacionales y las atiende –ante el desconocimiento absoluto de quien llama– como si estuviera en el lugar de los hechos: así, un norteamericano es atendido por un santafecino que estudia en Buenos Aires y que se hace pasar por un John Davis de Connecticut.
Fernando Montes entró a trabajar en TeleTech y enseguida notó que lo generacional también venía por el lado monetario. “Muchos de los que estábamos ahí no habíamos estudiando nunca inglés, o muy poco. Pero crecimos escuchando música en inglés o viendo películas o MTV y por eso lo hablábamos bien”. Fernando recuerda que al principio el trabajo le resultaba divertido. Lleno de gente de su edad, todos estudiantes, como en el secundario. Lo primero que llamó su atención fue el “training”: un entrenamiento a cargo de una tal Nathalie, mitad inglesa mitad argentina, excitada, proactiva y algo tocada (con toda su simpatía de repente decía que a la habían operado 15 veces y pelaba una cicatriz que le recorría todo el tórax). La señorita le llamó tanto la atención, que desde ese momento preliminar –un baile por juegos de rol o trabajos sobre la “confianza entre los compañeros” (uno se tira de espaldas y el otro lo agarra) y cosas así– empezó a considerarla un personaje de una obra de teatro que él mismo iba a querer escribir. Antes, se entregó a la experiencia TeleTech. Su tarea era conseguir que el cliente incurriera en la admisión de una falta en el uso del celular, es decir, hacerlo confesar algún posible mal uso que quedara registrado para que la empresa no tuviera que hacerse cargo de reponer el aparato, “y manejar la conversación de tal modo que el cliente realmente se convenciera de que tenía la culpa y no me pidiera que lo derivara al supervisor”, dice Fernando.
Antes de Teletech, un lugar que por medio de su iluminación con luces de tubo, dicroicas y filtros de vidrio intentaba recrear la luz de la tarde, Fernando había recalado en Qualphone, otro centro bilingüe menos atravesado por las técnicas del marketing pero igual de pletórico en normativas absurdas. “Estaba prohibido decir “No”. Había que decir “Actually no”. Te preguntaban: Your name is Mary? Y vos tenías que decir Actually no”. Otra regla, siempre con el fin de aumentar el sueldo básico de $730 gracias a los bonos por calidad, cantidad, puntualidad, etcétera, era evitar los tiempos muertos, que no podían exceder los 10 segundos. “Please stay with me... Just a few more seconds... I am just about to finish... Y cuando ya no te quedaba más volvías al principio porque no se podían repetir dos seguidos... Please stay with me”. Ah, y fundamental: evitar por todos los medios (menos interrumpiendo) que El Cliente dijera las cuatro palabras lapidarias: “I don’t understand you”. No ser comprendidos no sólo es un fracaso: también es sancionado.
En TeleTech, Fernando, bajo el pseudónimo de “Kenneth Walker, habitante de Minnesota”, siguió apuntando experiencias: nada de hablar en español entre los compañeros, ser amigable pero hacer llamadas cortas y corregir ese antipático acento british que lo hacía sonar un poquitín arisco frente a texanos quejosos y le restaba puntos en el bono mensual, todas cosas que Kenneth memorizó para el casting de actores y el posterior primer acto de TeleHell, una obra que escribió y presentó en el 2006 sobre esa instancia anómala y bizarra que fue el entrenamiento.
Fernando se divirtió en TeleTech hasta que no aguantó más: “Me quería hacer echar pero sin motivo, para que me indemnizaran. Entonces empecé a estirar muchísimo las llamadas y siempre terminaba derivándoselas a los de arriba mío, cosa que siempre te decían que había que evitar. O lo llamaba a mi supervisor –de 19 años– y le decía al oído Chupame la pija y me iba... cosas así”. Todo se fue haciendo así de evidente y un día el Gerente de Recursos Humanos citó a Fernando...
–¡Hola! Vos estudiás Letras, ¿no?
–...Sí...
–Estarás entonces habituado al enfoque sistémico ¿no? Viste que uno es un elemento en un sistema... y para que el sistema funcione... ¿Vos querés seguir acá?
–Es que yo acá estoy sólo físicamente porque ustedes son gente en la que no se puede confiar...
–Bueno claro, ésa es la cuestión que te quería comentar... Es un poco suicida decirme lo que me estás diciendo, hacer lo que estás haciendo. Es como que una musulmana termine de cenar, se saque el velo y se prenda un pucho... ¿Qué hacen? ¡Le dan una cachetada!
Lamentablemente para él, seguían sin despedirlo. Hasta que un día llegó a su escritorio y era, en sus palabras, el Polo Norte. “El aire acondicionado estaba descontrolado, la gente tiritaba, no podíamos ni hablar, los dedos se me congelaban”. Como en esos lugares donde todo está atravesado por la tercerización, una decisión como apagar el aire acondicionado parecía estar en manos de un operario en Dallas, y entonces nadie hacía nada. Bah, sólo una mujer que llegó con una bolsa enorme llena de polars con el logo de TeleTech para los empleados. Fernando salió del lugar, diciendo que se sentía mal y se fue al break-room, hasta que lo vinieron a buscar: “Me dijeron que fuera a hablar con John (Juan) que me quería decir algo. Y era que ya no iba a trabajar más. Perfecto”.
Hasta ahora, fueron surgiendo distintos ejemplos de reclamos y demandas organizadas en call centers. Además de algunos paros o escraches en Capital Federal o Córdoba, en 2005 se conformó Teleperforados, una agrupación de trabajadores de Teleperformance en cuya página (www.teleperforados.com.ar) se puede acceder a noticias gremiales y a distintos videos tomados de situaciones más o menos tétricas dentro de un call center. El conflicto más pesado hasta ahora es el que sostuvo y sostiene una cantidad de teleoperadores de Atento, un centro de llamados con cuatro sedes en Buenos Aires cuyo principal accionista es Telefónica. El motor principal del reclamo es la firma de un acuerdo colectivo de trabajo para unificar, regularizar y reconocer la tarea y sus condiciones. También, la sanción de la Ley del Teleoperador (presentada por el diputado Miguel Bonasso) por la cual se reconozca como tal a cualquier persona que atienda el teléfono al menos tres horas. Uno de los objetivos es evitar el alineamiento con otros sindicatos que poco y nada representan la actividad, los riesgos y las necesidades que surgen de atender y ejecutar llamadas compulsivamente, trabajar con un headset pegado a las orejas y hablar desde un cubículo con todo el mundo. Como se detalla en el libro ¿Quién habla? Lucha contra la esclavitud del alma en los call centers (editado por Tinta Limón), el conflicto empezó a hacerse evidente un día de 2004, cuando FOETRA (Federación de Obreros y Empleados Telefónicos) entró en distintos edificios de Atentos (una empresa que se destaca por una estética juvenil, con colores estruendosos, logo “decontracté” y bullicio de bar nocturno). Fue después de este ingreso que la empresa solicitó, nada menos, gendarmes para el interior de las dos sedes que tenían en ese momento, en Martínez y Barracas, además de imponer controles cotidianos a los empleados. Esto funcionó para incomodar a la empresa y para desayunar a los empleados sobre la irregularidad del estatuto y la necesidad de su reemplazo. En agosto del 2005 FOETRA volvió a hacerse notar en la puerta, en línea con el primer paro que se repitió también en distintas ocasiones a lo largo de septiembre, con marcha al Ministerio de Trabajo incluida. Hubo también tomas y estado de asamblea.
En el libro que armaron varios protagonistas del conflicto aparece un testimonio que tiene todas las firmas generacionales: lo cuenta una chica en primera persona, con un fuerte componente emocional por lo que significó para ella haberse comprometido por primera vez con una causa (el salario y las condiciones laborales de ella y sus compañeros, aunque en realidad, como va descubriendo mientras cuenta el día a día, su lucha era “contra algo tan perverso como el capital”), las contradicciones con respecto a los manejos del sindicato y la fobia a los partidos de izquierda que copaban la expresión “genuina” de los trabajadores en asamblea. En esos días de agite, la empresa tomó la decisión de plantar una pared de 25 metros para dividir el call center en Norte y Sur. “El Sur, en palabras de uno de los gerentes, es Camboya”, cuenta la chica en el libro. Continuaron las muestras de disconformidad, y se llevó a cabo una particularmente llamativa en la puerta de la Oficina Comercial de Movistar que consistió en disfrazarse con chalecos de fuerza y repetir a la gente que pasaba por la calle cosas como: “Movistar, buenas tardes, ¿en qué le puedo ayudar?”. Después de esto, a la semana, se decidió quitarle a Barracas Sur todas las llamadas, dejándolos desactivados en términos de actividad laboral. El estado actual para unas 100 personas –según una empleada de 28 que todavía lo padece– es “hacer llamadas sin sentido”: “Nos dijeron que iba a haber una capacitación. En febrero empezaron los rumores de que nos iban a capacitar para una campaña de Movistar. Cuando a mediados de marzo lo hacen, nos encontramos con que las llamadas a los números que ellos nos habían dado no las respondía nadie. Te atiende el contestador y no hay que dejar ningún mensaje, volvés a llamar y te dicen que está fuera del área de cobertura o fuera de servicio... La empresa abrió un retiro voluntario alto, además todos los meses a algunos les hacen descuentos arbitrarios. En esta situación en total se habrán ido unas ochenta personas”.
“Me contaron una anécdota de Atento, de cuando ellos trabajaban para una cuenta de España. En el piso había un televisor grandote para saber el clima y todo lo que pasaba en España por si alguien les decía algo. Una vez se prende fuego un edificio de Atención al Cliente de España que justamente era supuestamente donde este chico estaba trabajando. Él no sabía nada, y atendió un llamado de una mina que le decía: ¡¡¡Nene, qué hacés ahí si se está prendiendo fuego!!! A los cinco minutos el supervisor apagó todo...”
“Movistar, buenas tardes habla Cristina”, dice Cristina, también de Atento, para iniciar una recreación de una llamada habitual en su trabajo. Lo que quieren contar ella y Sebastián es un tipo de situación usual y desencajada a la que ellos tienen que adaptarse. Ahí entra en juego el llamado TMO, el tiempo promedio de llamada (tiempo de atención al cliente más el tiempo que lleva registrar los datos después del llamado, segundos durante los que el operador está bloqueado para recibir nuevos llamados), una variable irritante que indica cuánto debe durar una llamada y cuya extralimitación implica un descuento en los bonos (el sueldo típico en estos trabajos es de un básico de entre 500 y 800 pesos, más todo el resto variable). En Atento el, algunas operaciones tienen un TMO de 96 segundos. “De repente te llama un tipo desde el Chaco, y vos le tenés que preguntar cuál es su número de teléfono. El tipo te dice su número, pero vos tenés que llenar 10 dígitos. Los números de celulares en el interior tienen un número menos, entonces el tipo quizás no sabe cuál es la característica y tarda bastante en entender que tiene que darte todo el número completo... además quizás no hay señal y se entrecorta. Y cuando te pasás del TMO tu supervisor, que escucha la llamada, te empieza a mandar mensajes desde la máquina con frases como “¡¡¡Cortale ya!!!!” o “¡¡¡¡Terminá la llamada!!!!”, cuenta Sebastián. Pero no es ésta la única situación incómoda. Sebastián también relata algunos llamados en los que el cliente necesita comunicarse desesperadamente y la empresa no reacciona: “Una vez por ejemplo me llamó un tipo al que se le quedó el auto con su mujer embarazada en medio de un descampado. Solicitaba que por favor llamáramos a una grúa o que la empresa le diera 10 pesos a crédito y que después se lo cobrara en otra boleta. El supervisor me decía que no, que le dijera que ahí no tenía señal, que no había servicio. Al final me bloquée para no recibir llamadas y fui yo a llamar desde el teléfono de la empresa a una grúa, aunque esto me implicara una sanción”.
“El alma del sistema es el software que en algunos casos es capaz de decidir, por ejemplo, hacia qué call center tiene que ir el flujo de los llamados para que no se sature la red. En el caso del sistema Avaya puede medir el tiempo por llamado, cantidad de veces que se llega tarde, minutos que no trabajás (...). El Avaya puede medir hasta el tiempo que tuviste en espera a los clientes. En otras palabras: mide todo”. (Extraído del libro ¿Quién habla? Lucha contra la esclavitud del alma en los call centers)
“Una vez estaba re caliente porque la ex novia de mi novio lo había empezado a llamar todo el tiempo, ya me tenía harta. Y como yo podía acceder a su línea de teléfono, se la suspendí. Ella tenía un plan bastante bueno que ya no corría más, así que no lo pudo recuperar.”
Otro de los emprendimientos que surgieron alrededor del mundo de los call centers tiene de nombre una proclama: Colgá la vincha. Hacen una revista, fiestas con cerveza barata y rock nacional, van testimoniando su medio y opinan sobre lo que pasa en el mundo con un poco de humor, megalomanía, arrebatos y absurdo. Es una muestra también de un espíritu de camaradería que no podría no respirarse en un piso con 300 personas de la misma edad, y que también puede tocarse de oído en los colectivos del Bajo en las horas de recambio, cuando los telemarketers no paran de chusmear las anécdotas pasmosas, los aleccionamientos disparatados o los llamados de pelmazos del día. También, en los locales cercanos donde cumplen el ajustadísimo break. Alguna de la gente de Colgá la vincha se conoció en Action Line y encontraron otras coincidencias, como los estudios universitarios. “Veníamos sufriendo la precarización del trabajo, la precarización de la empresa, los ritmos que se aceleraban, días médicos que te descontaban y empezamos a charlar. También charlamos cómo meter política y cómo meter humor, que es también lo que te hace aguantar ahí adentro. Antes por ahí no veíamos a los call centers con una dimensión tan grande sino como un McDonald’s en el que uno trabaja”, dice Gabriel Fernández, de 23 años. Cuando el fenómeno empezó a crecer tanto, en Action Line aumentaron mucho el ritmo de producción, y en algunas sucursales impusieron aparatos automáticos que hacían bajar una llamada atrás de la otra, controles de cuántas veces podía un empleado ir al baño y cuánto tiempo tardaba en ir y venir (no más de cinco minutos porque si no se te apagaba la máquina, cuenta Gabriel). Pato, por otro lado, menciona una de las cosas que más lo impresionó entre las directivas de los call centers: “Te hablan de la ‘sonrisa telefónica’ y en muchos lugares ponen espejitos justo a la altura de la boca, para que vos te veas sonreír cuando atendés. Eso los clientes ‘lo sienten’”.
Otro de sus compañeros de la revista, en cambio, todavía trabaja atendiendo en inglés en un call center off shore. En su caso, también tiene que decir que está en Minnesota y recibir llamadas de personajes de Estados Unidos que le reclaman por una tarjeta de descuentos: “De movida los chabones te dicen que quieren hablar con un nativo. Vos le decís que estás en Minesotta y te boludean, te preguntas si está nevando, si hace frío....”. Su sueldo básico es de 800 pesos más productividad, cosa que varía y depende de la cantidad y la calidad de las llamadas: “Hay un momento de devolución que se llama coaching. Ahí te dicen cómo fue tu llamada y te pueden llegar a retar porque no llamaste al cliente suficientes veces por su nombre de pila. Pero hay chabones que te llaman de Estados Unidos y son afganos, por ejemplo, y se llaman Krajmajtaj. Entonces no le vas a decir Krajmajtaj... le decís Kraj y te descuentan puntos de eso. O nombres de China: vos le decís “Señor”... También te dicen que no lo tenés que interrumpir. Tenés que tirar frases prehechas que son estúpidas como “Entiendo tu frustración”. El chabón está re caliente, te está diciendo que vos sos un hijo de una gran puta y vos no le podés devolver el insulto... Tenés que pedirle todo el tiempo perdón y decirle “Entiendo tu frustración” y por ahí el chabón es un idiota que no recibió el descuento de una tarjeta y vos le tenés que decir “Perdón Kraj, entiendo tu frustración porque no recibiste el descuento de 1% en algún producto inservible...”
Un fenómeno generacional y laboral como el de los call centers no podía si no despertar las más hilarantes respuestas audiovisuales, en parte porque se define también por ser una puesta en escena llena de burocracias verbales e impostaciones. Además de la película india John and Jane, de Ashim Ahluwalia, estrenada en el Bafici en 2006 y dedicada a contar la historia de jóvenes teleoperadores (“Me llaman y me preguntan si soy una máquina”, decía uno de ellos), YouTube es una pasarela de parodias, falsos trailers y monólogos que versan alrededor del mundo de los call centers, ya sea desde el trabajador como desde el cliente, harto de esperar, impaciente y embroncado en realidad más que nada con las empresas que encontraron la forma de volverse invisibles gracias a este sistema telefónico. Uno particularmente potente muestra un trailer de una película que no existe en la cual se describe un mundo que reposa en sus consumos tecnológicos y que, cuando algo falla, debe acudir desesperadamente a un teleoperador-superhéroe indio que sólo cuenta con una lista de frases prehechas para hacer malabares con sus miles de llamados. En otro informe de noticiero falso, se señala a un empresario que descubrió que para ahorrar todavía más plata podía reemplazar a los teleoperadores por pájaros. El abanico es grande, y si se trata de meterse en estos pisos de fordismo oral (“fábricas de charla”, como define Paolo Virno en ¿Quién habla?), se podrá ir, definitivamente, desde la comedia de situaciones delirantes hasta una verdadera tragedia.
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