Domingo, 3 de febrero de 2008 | Hoy
IDEAS > EL CANON DE LA FILOSOFíA HEDONISTA SEGúN MICHEL ONFRAY
Desde hace años, el filósofo francés Michel Onfray aboga en sus libros por una filosofía en completa sintonía con esta época: una filosofía hedonista. Ahora, acaba de publicar los dos primeros tomos de un proyecto sumamente ambicioso: una Contrahistoria de la filosofía en la que rescata a los pensadores cuyas ideas no conforman el tronco del pensamiento occidental. Pero, ¿puede este nuevo canon desplazar el que se ha erigido sobre Platón? Además, Onfray acaba de publicar otro libro en el que finalmente explica eso que durante años no ha querido escribir: el verdadero origen de su afán hedonista.
Por Mariano Dorr
¿Por qué leemos a Platón? En primer lugar, porque es el más grande pensador de todos los tiempos. Nunca habrá otro igual. A la vez, no debiéramos olvidar que la respuesta no puede desligarse de su propio linaje platónico. Nos guste o no, pensamos platónicamente, por conceptos. Platón es la tradición (algunos dicen que toda la historia de la filosofía no es más que una nota al pie de sus diálogos). Pero cuando una tradición se funda, naturalmente lo hace rechazando todo aquello que amenace sus fundamentos. Platón quiso quemar las casi seiscientas obras de Demócrito, el creador del materialismo. Los cristianos llegados al poder, en su momento, quemaron bibliotecas enteras. Se organizaron para perseguir y torturar a aquellos filósofos que enseñaran un pensamiento diferente. Así se ha fundado una tradición. Harold Bloom, en sus más famosas páginas, escribió que el canon es Platón y Shakespeare: la imagen del pensamiento individual, ya sea Sócrates brindando con cicuta o Hamlet sosteniendo un cráneo. Dos escenas para un mismo problema: todos vamos a morir. Y el problema del canon no es otro: Cada día nuestra vida se acorta y hay más cosas que leer.
Acaban de aparecer en Argentina los primeros dos tomos de la provocadora Contrahistoria de la filosofía (Anagrama) de Michel Onfray (autor de una treintena de libros, entre los cuales se destacan El vientre de los filósofos, El deseo de ser un volcán, Tratado de ateología y su reciente manifiesto hedonista: La potencia de existir). ¿Por qué una contrahistoria? Porque –ya se sabe– la historia la escriben los que ganan (y por supuesto, contra los que pierden). La historiografía es una de las ramas del arte de la guerra: una polemología, dice Onfray: “¿Cómo abordar el combate, medir las relaciones de fuerza, perfeccionar la estrategia, una táctica para alcanzar el objetivo, gestionar las informaciones, callar, silenciar, subrayar la evidencia, fingir, más todo lo que supone enfrentamientos incluso a la hora de determinar quién es el vencedor y quién es el vencido? La historia es débil con los ganadores y despiadada con los perdedores”. La filosofía, siempre dispuesta a repartir consejos y enseñanzas –cuando no el fundamento mismo de la verdad–, es sin embargo reacia a revisar los presupuestos de su propia historiografía. Dejando al margen el proceso de construcción de su historia, la filosofía “se presenta como única, canónica y objetiva, unívoca e indiscutible”.
“Canon” viene del griego kanón, que significaba “caña” o “vara larga”. Esta caña se utilizaba como instrumento de medición y referencia, es decir, como “regla”. Así, “kanón” se usaba tanto para decir “ley” o “modelo” como para decir “límite” o “frontera”. Entonces, ¿qué es lo que queda más allá del canon, más allá de los límites impuestos por el canon? ¿Puede un límite, una frontera, no esconder intereses políticos o morales bien definidos? Bloom responde: “El canon occidental, a pesar del idealismo ilimitado de aquellos que querrían abrirlo, existe precisamente con el fin de imponer límites, de establecer un patrón de medida que no es en absoluto político o moral”. Michel Onfray piensa lo contrario: los manuales, las antologías, las historias y las enciclopedias son “instrumentos ideológicos”, y no sólo repiten las mismas opiniones y textos de referencia, sino también “los mismos olvidos, los mismos descuidos, las mismas periodizaciones, las mismas ficciones”. Y sobre todo, “guardan silencio sobre las mismas informaciones”. Lo que se omite en una publicación, se vuelve a omitir en las siguientes; Demócrito sigue siendo llamado “presocrático” pese a haber sobrevivido casi cuarenta años a Sócrates. Claro, es que “las temáticas son presocráticas”, dirán en la Academia, argumento que casi hace de Heidegger un presocrático más.
El proyecto de una Contrahistoria de la filosofía (seis volúmenes en total) abarcará desde el materialismo de Leucipo y Demócrito hasta la filosofía de Jean-François Lyotard. Veinticinco siglos de filosofía hedonista, y por lo tanto “materialista, sensualista, existencialista, utilitarista, pragmática, atea, corporal y encarnada...”, escribe Onfray. La propuesta es mirar al otro lado del espejo platónico, ofrecer la historia de los vencidos, la historiografía de los pensamientos dominados. Nada de Aristóteles, Plotino, Boecio, San Agustín (aunque fuera un exquisito libertino antes de su conversión), Santo Tomás, Descartes, Kant y Hegel; Onfray apuesta a los gnósticos licenciosos, el epicureísmo cristiano, los libertinos barrocos, los ultras de la Ilustración, el socialismo dionisíaco y el nietzscheanismo de izquierda. Todas ellas, corrientes de pensamiento que, en lugar de obedecer a un criterio lineal, arborescente y hegeliano, se desarrollan de acuerdo al rizoma de Deleuze y Guattari. Es decir, no como utopías –islas desiertas del pensamiento– sino en forma de archipiélagos (o conjunto de islas unidas por aquello que las separa): “Este proyecto de enciclopedia voluntariamente mutilada tiene como finalidad el surgimiento de un continente sumergido, de una ciudad hundida desde hace siglos, para volver a iluminarla y darle vida sacándola a la superficie”. No se trata de abolir los manuales y enciclopedias, sino de una revolución metodológica del género, una invitación a construir la historiografía como disciplina necesaria en la enseñanza de la filosofía –para profesores liberados– y abrir “de par en par la ventana en las bibliotecas donde se acumulan las glosas inútiles sobre los monumentos de la filosofía dominante, para agregar a las estanterías obras alternativas que se ocupan de otra filosofía que supone otra manera de filosofar”.
Desde los griegos hasta hoy –según Onfray– la filosofía ha privilegiado una sola cara de su doble rostro: “Al salir triunfadores, Platón, los estoicos y el cristianismo imponen su lógica: odio al mundo terrenal, aversión a las pasiones, las pulsiones y los deseos, desacreditación del cuerpo, el placer y los sentidos, sacrificados a las fuerzas nocturnas, a las pulsiones de muerte”. ¿Qué sería del pensamiento, de nuestro pensamiento, si el canon fuera otro? Si en lugar de triunfar el mundo de las ideas platónicas como explicación de la realidad, hubiese triunfado la explicación atomista (no hay más que átomos, por lo tanto, o los dioses son materiales –como nosotros– o simplemente no existen), probablemente nos habríamos ahorrado, al menos, dos mil años de “monotono-teísmo” (la expresión es de Nietzsche). Del mismo modo, si en lugar de triunfar el “santo odio al cuerpo” del platonismo para el pueblo –el cristianismo–, hubiese triunfado alguna otra secta gnóstica (la de Simón El Mago, por ejemplo) probablemente hoy seríamos un poco más felices... o terriblemente desdichados, quién sabe. Borges (uno de los seleccionados por Harold Bloom en El Canon Occidental) se preguntaba qué sería de la Argentina si Lugones, en lugar de elegir el Martín Fierro como texto nacional, hubiera elegido el Facundo. Sería otro país, nada menos. Con otro canon, pensaríamos diferente; la historia habría sido distinta (lo que no es poco, teniendo en cuenta la sangre que corrió y sigue corriendo hasta hoy).
No es casual que el trabajo de “ampliación del canon” de Onfray, en dirección al hedonismo, se desarrolle en la era del gourmet, el boom de la enología, la rave multiculturalista, las cremas y caricias del éxtasis y la sintética felicidad del MDMA. Uno de los libros de Onfray se titula precisamente La razón del gourmet, donde aparece Leibniz explicando “la teoría de las burbujas” nada más y nada menos que a Dom Pérignon. ¿Leucipo y Demócrito de moda? Hace exactamente diez años salía en la colección “Biblioteca Clásica Gredos”, de Planeta Deagostini (una edición más económica), el tomo IV de Los filósofos presocráticos, Leucipo y Demócrito, a cargo de María Isabel Santa Cruz y Néstor Luis Cordero, una obra maestra sobre los atomistas. Seguramente, Cordero (docente e investigador argentino, y uno de los especialistas en filosofía antigua más importantes del mundo) no coincidiría con Onfray en que, históricamente, Leucipo y Demócrito hayan permanecido “fuera del canon”. ¿Y dejar afuera a Platón... por una buena comida? Cordero recordaba –hace ya muchos años– que en Montevideo existía un almacén llamado “El chanchito epicúreo”, y dejaba claro que una cosa era una picada y otra muy diferente la filosofía, aunque a veces se mezclaran.
Sócrates es una especie de Jesucristo pagano; todo es antes o después de él, al menos para la historiografía dominante, que llama “presocrático” a Demócrito: “Es menor que Sócrates, aunque sólo diez años, y todavía le quedan entre treinta y cuarenta años de vida cuando éste muere. Para ser un presocrático, ¡vaya complicación!”. Demócrito recomienda no obedecer a otra cosa que a uno mismo, en esto consiste vivir libremente. Para ello, hay que aprender a gozar del placer en uno mismo: tranquilidad del alma, buen orden, regocijo, buen humor, buena disposición, salud moral. Pero atención: el gozo no consiste en el derroche, sino en el placer de no sufrir.
Uno de los reproches que formuló Platón a los “sofistas” consistía en señalar como una inmoralidad el pago en dinero de sus lecciones, ¡la sabiduría no debería estar a la venta! ¡No es sabio quien sólo enseña a cambio de dinero! Cerca del ágora de Corinto, Antifón abre “una suerte de gabinete en el que recibe pacientes a quienes somete a un tratamiento fundado en la palabra”. La escucha y la conversación tienen como finalidad el fin del sufrimiento. Concebía “que se pueda acceder a la causa profunda del mal, situada en la materia atomística del paciente, con ayuda de la palabra que fabrica representaciones útiles para actuar sobre el cuerpo y modificar las lógicas de los sufrimientos psíquicos y, por tanto, corporales”. Es decir, “inventó” el psicoanálisis.
Es famosa la anécdota (y hay una importante iconografía) de Diógenes caminando por las calles de Atenas, a plena luz del día, con una linterna encendida mientras explica que “busca a un hombre”. Onfray propone que Diógenes “busca irónicamente al hombre de Platón”, la idea platónica de Hombre. Por supuesto, no la encontró por ninguna parte: “El ideal no existe, jamás lo encontramos, y de ahí la inutilidad de la búsqueda con la linterna”. En otra ocasión, mientras Platón, hablando en público, definió al hombre como “bípedo implume”, Diógenes, sin alterarse, arroja un pollo desplumado a los pies del filósofo, anunciando que se trata de su hombre. Platón precisa su concepto: bípedo implume... de uñas planas. Diógenes se masturbaba en público: “seguir a la naturaleza, rechazar la cultura, no preocuparse por las conveniencias, y, sobre todo, burlarse de la mirada y el juicio de los otros, es condición primordial para alcanzar la verdadera sabiduría”.
En aquel momento, magia y milagros pertenecen al mismo ámbito de lo maravilloso: “los espíritus, los demonios, lo irracional y los mitos coexisten con el Logos sin dificultad. Lo mismo, por cierto, ocurre todavía hoy...”. Simón le pide a Pedro (el discípulo de Jesús) que le enseñe sus secretos a cambio de dinero. Al escuchar que sólo se trata de fe, Simón concluye que esa divinidad no existe. Compra una prostituta, Helena, y la transforma en divinidad y organiza su culto. Si vino el Mesías, fue sólo para auxiliar a Helena, prisionera de un ejército de ángeles. Los discípulos de Jesús no enseñaban nada que fuera más creíble que los cuentos de Simón. El relato de su muerte no tiene desperdicio: cuando Pedro ve cómo Simón vuela por el cielo durante horas, reza con todas sus fuerzas y logra que Simón se estrelle contra el suelo. Otra versión afirma que dejó que se lo entierre, prometiendo resucitar de entre los muertos al tercer día. ¿Y si saliera imprevistamente a la superficie hoy en día, casi dos mil años después?, pregunta Onfray.
Hijo de Carpócrates, del cual hereda una cultura enciclopédica. El “Rimbaud gnóstico”: “Antes de cumplir los diecisiete años escribe una obra titulada De la justicia, extraordinariamente provocativa, a la que parecería adecuado calificar de anarquista, a juzgar por el maltrato que da a los dioses de papel, de plata y de humo que la mayoría de la gente celebra por doquier”. A los diecisiete años, Epifanio muere... Entre sus ideas (que nos llegaron gracias a las críticas de Clemente de Alejandría), se destaca la crítica de las formas de la propiedad, el matrimonio y la monogamia. Si Dios nos dio el deseo y el placer, ¿por qué habríamos de evitarlos?
Casi invisible, a punto de desaparecer, es citado únicamente por Hipólito de Roma. Cerinto afirmaba que el reino de Cristo no está en el Cielo sino aquí, en la Tierra: “Nada de vida eterna, de cuerpo glorioso, de alma sin cuerpo, ni a la inversa, nada de mitos o de ficciones, sólo esta idea sencilla: la salvación en la Tierra, en las condiciones de la existencia que conocemos”. Recomendaciones de Cerinto: “bebidas a discreción, alimentos sin medida, sexualidad libertaria integral y fiestas generalizadas”.
Así como la historiografía dominante ha podado el césped del Jardín de Epicuro (hasta dejarlo seco), el camino del propio Michel Onfray hacia la tierra hedonista no fue ningún lecho de rosas. En el recientemente publicado La potencia de existir (Ediciones de la Flor, 2007), cuyo subtítulo reza “Manifiesto hedonista”, Onfray escribe un “Autorretrato de un niño” a modo de prefacio, donde confiesa que cada uno de sus libros no ha sido más que un pretexto para no escribir las páginas que siguen. Se trata de sus cuatro años internado (a pesar de no ser huérfano) en un orfanato de padres salesianos, entre los diez y los catorce años de edad, antes de ser internado en otra parte. Demasiado dolor: “Morí a la edad de diez años”, comienza. La madre de Michel —abandonada a su vez por su madre, en la puerta de una iglesia...— rechazó a su hijo desde el primer día: “Lo cierto es que la mujer a la que golpearon de niña golpeaba a su hijo en forma compulsiva con cualquier cosa que tuviera a mano. Pan, cubiertos, objetos diversos, lo que fuera...”. La vida en el orfanato fue todavía peor, por supuesto.
La pasión por la razón, el placer y la felicidad que Onfray enseña en sus multitudinarios cursos no tiene su origen en una vida licenciosa sino en el sufrimiento de un niño abandonado a su suerte, entre curas mañosos y miserables reglas de conducta, donde los niños “intelectualoides” eran humillados y considerados “niñas” (dando por descontado la inferioridad de la mujer). Como Dante, que describe su propio canon en La Divina Comedia, también Onfray atravesó el infierno para encontrar el suyo.
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